Atractores extraños: Los cursis, un retrato de familia (sin selfie stick)

Columna mensual

Texto de 25/04/19

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Mientras mayor cuidado se tenga de no caer en la cursilería, más probabilidades habrá de desbarrancarse en sus bochornos. Esta condición trágica de la vida contemporánea, esta ley humana en materia de buen gusto, que hace de la precaución y el esmero el principal motor de la desagracia social, quizá no sea más que un ejemplo de la máxima: “No hay mejor manera de perpetuar un entuerto que intentar enmendarlo”, un corolario del axioma que asegura que los estropicios convocan más estropicios, para colmo en la modalidad de “bola de nieve”. Lo cursi opera muchas veces como el papel atrapamoscas, en función de la resistencia que presentamos frente a su materia adherente: tu propia acción, tu misma injerencia es la que termina por condenarte.

Esta fatalidad de lo cursi sugeriría que más vale comportarse con desparpajo y sin el menor asomo de conciencia estética para no hacer gloriosamente el ridículo. El afán de atildamiento y el deseo de impresionar son a fin de cuentas los mayores enemigos de la elegancia, y ya se sabe con qué denuedo ciertos varones se ajustan su disfraz rentado de pingüino para garantizar su tiesura en las ocasiones especiales o con qué maestría una mujer es capaz de sepultar su belleza bajo capas espesas de maquillaje, tras concluir un ritual que ella supone la aleja de sus defectos. Sin embargo, la cursilería, en cuanto floración de la torpeza, en cuanto variedad del resbalón y la caída, aguarda también al espontáneo; la conducta humana se impulsa por cierta propensión al esperpento y el fracaso, y así como hay gracia o garbo naturales, también hay cursilería silvestre, prístina, que no conoce el esfuerzo.

Para los demás, censores voraces dispuestos a hincar sus colmillos en la yugular de nuestras debilidades, cualquier comportamiento medianamente inspirado puede equipararse a un desplante, y si un día despertamos con la tentación de vestirnos de capa y terciopelo o, en el otro extremo del espectro, de lentejuelas tropicales, es impensable que la ocurrencia no sea recibida, al salir a la calle o en el desolladero de las redes sociales, como un deseo fallido de distinción, como una estridencia risible o una llana impostura. No hay que perder de vista que en el terreno movedizo de la estética informal el propio infractor es el menos indicado para advertir su condición aberrante, de manera que con toda candidez sacamos el pecho y casi lo ostentamos frente al enjambre de dedos flamígeros, tan ávidos de hincar su aguijón en nuestra piel como las abejas asesinas.

Lo cursi es ante todo asunto de desmesura, un desbordamiento ruinoso del entusiasmo, y casi siempre supone haber perdido la batalla de modular las pretensiones excesivas; el cursi suele ser un títere voluntarioso y patético, movido por la proyección inalcanzable de sí mismo. La aspiración de ascender en el escalafón social, las ganas de impresionar o de producir un efecto más elevado, la porfiada procuración de refinamiento, son algunas de las emociones que se encuentran en su raíz, y aunque no figura en el diccionario, tal vez su definición más concisa y difundida sea “lo sublime fallido”. Pérez Galdós, Ramón Gómez de la Serna, Carlos Díaz Dufoo (hijo) y otros que han escrito sugestivamente sobre el fenómeno, incorporan esa dualidad inevitable de elevación y fracaso en sus acercamientos a lo cursi, como si el término remitiera al vuelo de Ícaro y a su desplome, a aquella parábola hipnótica que debería representarse con profusión de plumas sobre el Mediterráneo, pero que suele terminar enmarcado en un crepúsculo de tonos pastel al estilo I Love Miami.

Al fin y al cabo una categoría relativa, una etiqueta inestable y huidiza que tan pronto no creemos merecerla la encontramos grabada en nuestra frente, la reflexión sobre lo cursi invita al ejemplo y a la estampa. La cursilería encarnada, galopante, es la que nos pone la piel chinita; la que despierta en nuestras terminaciones nerviosas una necesidad aguda de burla y escarnio; la que convierte a la lengua en un tobogán de descalificaciones y risitas. Y aunque en general los autores que se han ocupado del asunto no han resistido la tentación de ilustrar sus tesis con una anécdota, regodeándose con el descuartizamiento de algún pariente cursi (al que sin embargo no nombran, acaso una prolongación de sí mismos), o retratando a una exesposa detenida en el instante más ruin de su ansia trepadora, nadie, que yo sepa, ha intentado tomar la foto de familia de la cursilería, esbozar la tipología mínima de estos esforzados estetas, de estos Ícaros de los suburbios, amantes de la autosuperación, las selfies atrevidas y las suplantaciones.

El cursi arribista o químicamente puro es víctima de sus anhelos más íntimos, esclavo de su proyección inalcanzable. El subalterno que anhela parecerse a su jefe y entonces imita sus gestos y modales, no sólo frente al espejo, sino también, insinuante y grotesco, frente a los demás, nutre su corazón con tres de los venenos de la cursilería: presunción, falsa delicadeza y apariencia malograda. Es el espécimen más conspicuo del bochorno colectivo, la estampa consabida de lo que procuramos evitar. Pero por un largo proceso en el que participan la confusión y los estereotipos, por un cambio de signo en la estima de aquellos que abrigan un deseo demasiado vehemente por externar su sensibilidad, el papel del cursi por antonomasia, el pararrayos de la invectiva y el desdén, se lo ha ido arrebatando el artista dolorido, aquel que hace acopio de materiales conmovedores, exaltados, vagamente exóticos, que en los instantes de mayor decepción o despecho dispone confusamente en una obra rebosante de efectos, a partir de la coartada de que “el arte es expresividad”. Por ello, ni uno ni otro de manera aislada, sino ambos, el subalterno aspiracional y el artista dolorido, ocupan el centro de la fotografía.

A su lado, extendiendo los brazos como una vieja diva bajo la lluvia imaginaria de flashes y flores, se sitúa el cursi enfático o excéntrico. Disonancia sostenida, es el que lleva la idea de distinción hasta el colmo del desafío y el escándalo, el que está convencido de que la proa de su sentido del gusto navega aerodinámicamente entre la rispidez de las ofensas que desata. Intoxicado por los afeites, vistoso y carcajeante, detractor del sonrojo, se sabe un dandi de oropel, una guacamaya gratuita de color rosa mexicano. El sentido del ridículo no se ha afianzado aún en la estructura de su cerebro.

Del otro lado de la fotografía, un poco rígido y ensombrecido, se distingue a el cursi vergonzante o vicioso. Sin afán trepador, es aquel entusiasta del macramé y los bellos sentimientos que no sólo es dueño de un viejo baúl, sino que además lo abarrota con motivos para la ensoñación clandestina: toda clase de objetos exquisitos a los que regresa de tarde en tarde para olisquearlos con arrobo malsano. Pese a que la cursilería es casi indiscernible de la extroversión excesiva, él cultiva sus pasiones en la oscuridad, mientras ostenta a la luz del día un caparazón de frialdad y escepticismo. Su ropa interior abunda en estampados multicolor, en seda y encajes de otro siglo.

En uno de los ángulos superiores de la imagen, con expresión de quien ha sido sorprendido por el obturador, se asoma el cursi accidental o repentino. Aunque se mueve sobrio e insípido por el mundo, es quien, llegado el momento, se las arregla para demostrar que también tiene su corazoncito. Jamás ha sentido inclinación por la oratoria pero, si la ocasión lo amerita, se arranca con odas y sermones interminables, cargados de florituras (marchitas) que remiten a emociones que él mismo desconoce. Es propenso a dar regalos, llora en el cine y el día de su cumpleaños dedica un par de minutos a embellecer su epitafio rimado.

En el ángulo opuesto, temeroso y a punto de escapar, si bien en una pose que cualquiera confundiría con una caravana tiesa, llama la atención el ejemplar más deleitoso de contemplar por su raigambre trágica: el cursi fugitivo o predestinado. El imperio de lo cursi prospera con particular saña, casi con exuberancia, en aquellos que experimentan una aversión enfermiza ante la idea de ser una más de sus víctimas y hacen todo lo que está a su alcance para evitarlo. El cursi trágico se perfuma hasta producirse arcadas, siente un apego tardío a la ópera y otras “manifestaciones del espíritu”, ha derrochado el dinero en cursos de degustación de vinos, café y whisky, sin enterarse de que no es precisamente aconsejable ingerir las sustancias que mojan sus labios. Es un personaje trágico porque ignora que el leviatán de la vulgaridad acecha con tantas cabezas como la hidra, y que cada paso para escapar de sus fauces lo adentra un poco más en su intrincado intestino. Juguete de la ironía y la fatalidad, tiene el don de transformar en caricatura todo lo que toca.

Sentado en una poltrona de colores chillones, a un costado del subalterno y el artista, sonríe el cursi que ha tocado la cima. Está peinado hacia atrás y su vestimenta es irreprochable, de no ser porque prescinde de los calcetines. Ha llegado a la cúspide, el aplauso de una sociedad banal lo ha elevado hasta las alturas, así que su rostro no conoce otro gesto que la sonrisa, una sonrisa creciente, desmedida, que en un comienzo era auténtica pero ahora sólo esconde perplejidad. El éxito que tanto deseaba, de tan clamoroso e impúdico y arrollador, le aguijonea las sienes como un fracaso. Es verdad que conmueve y lleva hasta al paroxismo a su público, pero cada día se pregunta si todo ello no es un tanto sospechoso. Su fama se extiende como una mancha empalagosa y, en cambio, él está convencido de ser el artista del engatusamiento. Debe de haber algo desagradable en su persona, algo profundamente ramplón y pintoresco como para emocionar a tantos, a esa horda de individuos mezquinos, toscos, insignificantes, que representan el lado oscuro de sus satisfacciones. No importa cuánto crea haberse elevado por encima de ellos, cada día está más cerca de su estima y de su sensiblería y eso lo contraría hasta la depresión y las fantasías de suicidio.

Por último, como en todo retrato, está el personaje invisible que lo lleva a cabo. (No estamos ante una selfie colectiva; el cursi, por definición, nunca se ufana de serlo). El fotógrafo que reúne a los modelos y los dispone en un escenario donde el cortinaje, los floreros y muebles han creado un diálogo implícito sobre la voluntad de ascender, y donde los convocados apenas tienen tiempo de descubrir que son materia para la mofa. Taimado y por lo mismo ausente, el fotógrafo toma distancia de los retratados para señalarlos, para no mezclarse con ellos, para conjurar el peligro de caer en su chabacanería característica, en su ineludible imán. Ya ha oprimido el obturador y, pese a sus esfuerzos para no salir en la foto, allí está, implícito y brillante en su pretensión de capturar la esencia de un fenómeno que, no por nada, cree conocer a la perfección . EP

DOPSA, S.A. DE C.V