Coyoacán es uno de los espacios con más tradición en la Ciudad de México. Desde hace un tiempo, se ha visto en el abandono. Aquí, te contamos un poco de historia del lugar y de uno de sus emblemas.
Exclusivo en línea: Los arcos atriales de Coyoacán, testimonio de la Conquista
Coyoacán es uno de los espacios con más tradición en la Ciudad de México. Desde hace un tiempo, se ha visto en el abandono. Aquí, te contamos un poco de historia del lugar y de uno de sus emblemas.
Texto de Veka Duncan 24/09/19
¿Cuántas manos se habrán postrado en los arcos de Coyoacán, entre aquellas que labraron sus piedras hace casi 500 años y los 3 mil visitantes que cada fin de semana se dan cita a su sombra? Lo que vemos ahora ya no son las huellas de esas manos que los tallaron, ni de quienes hoy en día atraviesan aquel umbral hacia el Centro Histórico de Coyoacán, sino las huellas del tiempo, del deterioro, del descuido.
Al observarlos, muchos se han preguntado cuál habrá sido la función de esa puerta en medio de la nada que corona la antigua calle Real, hoy llamada Francisco Sosa; quizá ahora es difícil de vislumbrar, pero la historia de estos misteriosos arcos está íntimamente ligada a la fundación de nuestra ciudad. Tras la sangrienta conquista de Tenochtitlán, consumada el 13 de agosto de 1521, aquella mítica ciudad sobre el lago quedó inhabitable. Cortés y sus hombres encontraron que a una jornada de distancia había un poblado de tierra fértil y piedra sólida donde podían establecerse mientras emprendían la reconstrucción de lo que sería la Ciudad de México: Coyohuacan. Así, durante los primeros años que le siguieron a la Conquista, lo que ahora es un tradicional barrio de una gran metrópoli, fue la primera capital de la Nueva España.
Una vez instalada ahí la élite conquistadora y establecido el primer ayuntamiento de la Ciudad de México, comenzaron a llegar las órdenes religiosas. Para 1527, los franciscanos y dominicos ya estaban construyendo la Parroquia de San Juan Bautista, que concluirían en 1550. Como sería costumbre a lo largo del siglo XVI, el conjunto religioso se edificó sobre una antigua construcción prehispánica, en este caso un calmecac que aún se conserva debajo del convento que está a un costado de la iglesia. La historia de los famosos arcos de Coyoacán comienza con la creación de este conjunto.
Al iniciar su misión evangelizadora, las primeras órdenes mendicantes que pisaron suelo americano tuvieron que hacer adaptaciones arquitectónicas que permitieran ayudarles a sustituir el culto indígena por el católico. De esta manera, se conjuntaron aquí tipologías ya en desuso en Europa con innovaciones desarrolladas exprofeso para el catequismo de la población local. El atrio es quizá la máxima expresión de este híbrido, el espacio que mejor representa el sincretismo mexicano, pues es un elemento arquitectónico de origen medieval que integra características formales desarrolladas para hacer la transición al catolicismo; se edifican, por ejemplo, capillas abiertas, para llevar a cabo el culto al aire libre según la costumbre indígena, y capillas pozas en sus cuatro esquinas. Todo esto se encontraba dentro de un espacio bardeado, emulando los centros ceremoniales indígenas, que se separaban del ámbito cotidiano —terrenal— por una barda y de esta manera se sacralizaban. A esta tradición local se le añadió una importada: una arcada de medio punto que permitiera el acceso al nuevo recinto sagrado.
Hoy en día es difícil imaginar lo que ahora conocemos como la Plaza Hidalgo y el Jardín Centenario como un gran atrio arbolado para tomar el catequismo o celebrar una ceremonia religiosa. Atravesado por tres siglos de virreinato, reformas juaristas, impulsos porfirianos de modernización, un afamado cine y una concurrida ruta de tranvías, el antiguo atrio de Coyoacán conserva poco de su fisionomía original, pero de ese poco queda algo: los arcos. Al recorrer la distancia entre estos y la parroquia, es imposible no sentirse avasallado por las dimensiones que este atrio tuvo en sus inicios, testimonio del numeroso asentamiento indígena que debió existir en los primeros años de evangelización. Las piedras de sus arcos son otro testigo de esta arraigada presencia prehispánica, labradas con una tradicional iconografía religiosa, pero con una sensibilidad que no era aún católica. Hoy erosionadas por el tiempo, sus jambas son un ejemplo paradigmático del llamado arte tequitqui, o indocristiano, nombre con el que se designa a las primeras manifestaciones de arte virreinal, las cuales eran creadas con manos y referentes indígenas, pero bajo programas iconográficos europeos. En ellas se advierte una vid que parece más bien una mazorca de maíz y rosas de los vientos a manera de flores de cuatro pétalos, motivos que se repiten en los pocos vestigios del siglo XVI que se preservan en otros espacios del conjunto religioso, como los capiteles que coronan las columnas del convento y el arco que se encuentra adosado al extremo norte de la parroquia.
Si bien los arcos han sido visiblemente intervenidos en etapas muy posteriores a su creación —destacando la remodelación neobarroca que debió suceder en las primeras décadas del México posrevolucionario—, representan uno de los escasos testimonios que aún quedan del Coyoacán de los conquistadores. Ahora que comienza la cuenta regresiva del quingentésimo aniversario de su fundación, no sólo hay que recordar su origen, sino asegurar su preservación, que ha sido amenazada en los últimos años por el vandalismo, la negligencia y los últimos sismos. Recientemente, el arquitecto Arturo Balandrano, Director de la Dirección General de Sitios y Monumentos del Patrimonio Cultural, que depende de la Secretaría de Cultura, aseguró que su restauración comenzará este año a través del Programa Nacional de Reconstrucción, creado para atender los daños de los sismos de 2017, en colaboración con el INAH.
Nuevas manos se postrarán sobre los arcos en este 2019, ahora para resarcir el daño ocasionado por el descuido. Pero restaurar los arcos es tan sólo un primer paso en su preservación, hace falta también mirarlos, apreciarlos por todo lo que implican; son sin duda un patrimonio histórico y artístico, pero también una huella tangible del momento germinal de nuestra cultura, de ese encuentro entre lo indígena y lo europeo. Sigamos transitándolos en nuestro paso por el Centro Histórico de Coyoacán y dándonos cita al pie de sus columnas, pero también debemos valorarlos y asegurar su preservación como comunidad. EP
NOTA: Para conocer más de Coyoacán y ver otros textos de Veka Duncan, puedes entrar a https://www.amigoscoyoacan.com/
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