
¿Qué ha ocurrido con la democracia en este primer cuarto de siglo XXI? César Morales Oyarvide analiza las recientes transformaciones del “gobierno del pueblo”.
¿Qué ha ocurrido con la democracia en este primer cuarto de siglo XXI? César Morales Oyarvide analiza las recientes transformaciones del “gobierno del pueblo”.
Texto de César Morales Oyarvide 06/02/25
¿Qué ha ocurrido con la democracia en este primer cuarto de siglo XXI? César Morales Oyarvide analiza las recientes transformaciones del “gobierno del pueblo”.
Pocas veces se habrá discutido tanto sobre el estado de la democracia como en este primer cuarto de siglo. El 2024 trajo consigo el ejercicio electoral más grande de la historia mundial, en el que más de dos mil millones de personas, distribuidas en 60 países, fueron llamadas a las urnas. Curiosamente, una de las lecciones de este maratón ha sido el recordarnos la naturaleza frágil de nuestras democracias y lo polémica que resulta siempre su definición. El inicio de este año es buen momento para recapitular y preguntarnos: ¿cómo es que hemos llegado hasta aquí?
Más que sumarme a las voces que llaman la atención sobre su crisis, lo que me interesa es trazar un bosquejo de las transformaciones recientes que ha atravesado este régimen. Y es que mucho ha cambiado desde fines del siglo XX. Luego de años en que parecía destinada a ocupar un lugar cada vez más pequeño en la vida pública, la política ha vuelto por sus fueros y lo envuelve prácticamente todo. De ser vistas como un trámite que generaba apatía, hoy las elecciones son vividas como auténticos cataclismos. De forma paralela, el auge de los tecnócratas, signo de los tiempos hace tan sólo 20 años, parece haber terminado. El expertise —real o simulado— que brindaban ciertas credenciales, ayer casi una garantía para tener un lugar entre quienes gobiernan, hoy es visto con suspicacia. Y frente a ello, son las mayorías y sus intérpretes quienes ocupan el lugar central.
Si parece que hablo de México, es porque nuestro país es uno de los escenarios de este proceso, que excede por mucho la coyuntura nacional. Resumido en una frase, se trata de un recorrido en el que en apenas dos o tres décadas, las democracias pasaron de un sigiloso proceso de vaciamiento, consumado a fines del siglo XX, al riesgo —este sí, anunciado urbi et orbi— de su desborde a principios del XXI.
“las democracias pasaron de un sigiloso proceso de vaciamiento […] al riesgo de su desborde a principios del XXI.”
Para dimensionar este viraje hay que comenzar por volver a los años 90, una época que de repente se nos ha vuelto tan lejana.
Finales del siglo XX. El muro de Berlín cae y, apenas dos años después, llega el colapso de la Unión Soviética. El mundo experimenta una expansión inédita de la democracia liberal y la economía de mercado. Francis Fukuyama bautiza el momento con una frase que hizo fortuna, aunque a la postre sería muy criticada: le llamó “fin de la historia”. Buena parte de académicos, organismos internacionales y profesionales de la política parecen coincidir con su lectura: los grandes conflictos partisanos han quedado resueltos y lo que se requiere, actualizando la vieja máxima porfiriana, es poca política y mucha administración.
A partir de este consenso, que la teórica Chantal Mouffe bautizaría como postpolítica, se desarrolló un proceso aparentemente paradójico: al tiempo que la democracia se extendía como forma de gobierno en buena parte del globo, convirtiéndose en the only game in town, el contenido de este régimen político se transformaba. Y lo hacía en detrimento de quien, al menos desde la etimología, debía siempre estar en su centro: el pueblo.
Pocas imágenes capturan este cambio como la idea del “vaciamiento democrático” que acuñó Peter Mair en su libro Ruling the void, una obra póstuma de 2013 que sorprende por su clarividencia. En ella, Mair describe con celo casi obsesivo el abismo abierto entre los políticos y los ciudadanos durante el cambio de siglo. Al analizar el comportamiento electoral, pero también el funcionamiento de los partidos, Mair da cuenta de un doble movimiento: por un lado, el de una ciudadanía cada vez más indiferente a la política y retirada a su vida privada. Por el otro, el de partidos y políticos, con programas crecientemente indistinguibles, que se refugiaban en el Estado y el financiamiento público, más ocupados en defender sus intereses comunes que en competir entre sí y conectar con la gente.
En esos años, Mair identifica un proceso de redefinición de la democracia que, lejos de ser una respuesta a este desapego mutuo, buscaba hacer las paces con él. En otras palabras, adaptar el concepto de democracia a la realidad de retraimiento ciudadano y cartelización partidista. En el proceso, lo que ocurrió fue que este régimen, entendido durante mucho tiempo como un binomio que combinaba elementos liberales (como el sistema de frenos y contrapesos) y populares (como la igualdad política), fue partido en dos. Sus componentes, otrora tenidos por indisociables, fueron sujetos a una jerarquización en la que el elemento popular perdió peso ante el liberal. El resultado fue una democracia sin el demos en su centro, convertida en un cascarón con apenas substancia popular. En una palabra, vaciada.
El síntoma más claro de esta tendencia fue la manera en la que cada vez más áreas de la vida pública fueron gradualmente aisladas del juego electoral a través de la expansión por todo el mundo de las llamadas “instituciones no mayoritarias”. Lo que se intentaba con este diseño institucional era transferir el modelo de los bancos centrales, dirigidos por expertos no electos, a cada vez más instituciones.
“La principal justificación de este arreglo fue que había temas tan sensibles que no podían dejarse en manos de políticos sesgados por intereses de corto plazo, ni en las del electorado, cuyo desinterés o incapacidad lo volvía un actor propenso a equivocarse.”
La principal justificación de este arreglo fue que había temas tan sensibles que no podían dejarse en manos de políticos sesgados por intereses de corto plazo, ni en las del electorado, cuyo desinterés o incapacidad lo volvía un actor propenso a equivocarse. O peor, a ser manipulado. Entraba a escena la tecnocracia como forma de gobierno. Y con ella, lo hacía también una nueva forma de legitimar la toma de decisiones: la que provenía de su carácter “despolitizado”, es decir, fuera de las urnas, partidos y parlamentos. En sus manifestaciones más extremas, esta creencia produjo la suplantación de las preferencias populares por criterios pretendidamente neutrales, pero a menudo funcionales a la agenda de las elites.
En el camino, la ya de por sí mermada soberanía del pueblo prácticamente desapareció del mapa. A esto es a lo que Mair llama “gobernar el vacío”. Una democracia formal en donde los votantes sólo podían elegir entre partidos que formaban parte de un mismo oligopolio, en el que todos compartían el credo neoliberal. Un mundo de alternancia sin alternativas, en donde las cuestiones fundamentales ya no dependían de la opinión popular (y, frecuentemente, tampoco de la de sus representantes), pues habían sido tomadas de antemano: en tratados internacionales como el TLCAN, en instancias supranacionales como en las de la Unión Europea, o por tecnócratas no electos, como en nuestros organismos autónomos.
Pero la política, como la naturaleza de Aristóteles, aborrece el vacío. Y los cuestionamientos a este arreglo no tardarían en llegar. Con ellos, la democracia comenzaría una nueva transformación.
Los cambios de la democracia durante el siglo XXI sólo pueden entenderse con este telón de fondo, del que son en esencia una reacción antagónica. Incluso antes del cambio de siglo, la política del vacío comenzó a mostrar sus costuras, especialmente en la semi-periferia. Democracias supuestamente estables y ejemplares —como el régimen de turnismo entre dos partidos en Venezuela— eran tomadas por asalto por outsiders carismáticos y nuevas mayorías. Sin embargo, no sería hasta después de 2008, cuando los regímenes de Europa y Estados Unidos experimentaron su propia crisis, que el problema comenzó a tomarse en serio. Fue entonces cuando términos como populismo dejaron de ser curiosidades del pasado, propias de países subdesarrollados, y se volvieron las palabras de moda.
Lo que la Gran Recesión hizo evidente fue que el consenso postpolítico de fines del siglo XX no había eliminado el conflicto. En realidad, sólo lo había desplazado hacia los márgenes del sistema. Si los partidos del establishment se habían convertido en un cartel que no ofrecía alternativas, su oposición vendría necesariamente fuera de ellos. Y si la democracia había sido vaciada de soberanía popular, era preciso volverla a llenar, incluso a riesgo de desbordarla.
Frente a la creciente distancia y desconexión entre políticos y ciudadanía, los movimientos surgidos en los últimos años, de Bolivia hasta Francia y Turquía, han enfatizado su semejanza con el pueblo, ya sea en términos materiales o simbólicos. La imagen del hombre y la mujer de a pie —con sus virtudes, pero también sus prejuicios— se volvió el referente final de este mundo, desplazando al profesional político y a los expertos.
Más que en el contenido de políticas públicas específicas, este cambio ha sido patente en el estilo. Entre lo que hoy llamamos populismo hay —ha habido siempre— proyectos incluyentes y excluyentes, tan distintos entre sí como su definición del pueblo y de sus adversarios. Lo que los hermana a todos es, como señala Pierre Ostiguy, haber abierto una nueva fractura, independiente y superpuesta a la división entre izquierda y derecha, que opone lo “alto” a lo “bajo”. Esta reivindicación de lo plebeyo hoy puede observarse en prácticamente todo: en la manera en la que hablan y se comportan los nuevos líderes, en la forma cómo se visten, en lo que comen. Se trata de uno de los rasgos definitorios de la nueva democracia populista.
Pero sobre todo, a diferencia de la política del vacío, la de hoy es una democracia hiper-electoralizada: llena de referendos, revocatorias y consultas populares. Hace apenas unas décadas, parecía que las elecciones no decidían nada, pues el Estado se volvía cada vez más un dominio tecnocrático. Hoy, en cambio, no existe tema que no pueda zanjarse en las urnas, siguiendo la opinión de la mayoría hecha pueblo, que ha vuelto a hablar con la voz de Dios. Y si todo es susceptible de ser votado, también lo es de ser politizado. Por el contrario, la burocracia, el expertise técnico y las instituciones no electas viven sus peores momentos. La próxima elección del Poder Judicial en México es un ejemplo que ahorra comentarios.
Aquí yace quizá el gran dilema político de nuestro tiempo: esta electoralización es consecuencia lógica de una nueva concepción de la democracia en la que, a diferencia de años anteriores donde el componente popular era el que se degradaba, hoy ocurre lo contrario: son las instituciones liberales las que pierden peso ante el regreso de las mayorías.
Los efectos de esta nueva transformación de la democracia han sido complejos y ambivalentes. Por un lado, difícilmente se puede estar en contra de que la opinión de los muchos vuelva a ser tomada en cuenta en un régimen que se nombre democrático. En sus mejores versiones, este nuevo mayoritarismo ha hecho posible la inclusión, movilización y reconocimiento de millones de personas que antes eran, en los hechos, ciudadanos de segunda clase. Se trata, además, de un proyecto que ha “re-encantado” la esfera pública, con una retórica mística, cautivadora y justiciera, que en México ha descrito mejor que nadie la politóloga Ana Pascoe.
Ahora bien, en sus peores facetas, esta nueva versión de la democracia ha puesto en jaque instituciones como el sistema de frenos y contrapesos que, si algo enseñan los últimos dos mil años, es el único garante frente a los peligros de la concentración del poder. De igual modo, la saludable misión de representar al pueblo ha dado paso, en no pocas ocasiones, a la pretensión de encarnarlo, tomando la parte por el todo y amenazando la convivencia pluralista.
Es en esta ambivalencia donde está la respuesta a otra paradoja: la coexistencia entre, por un lado, niveles de satisfacción con la democracia inéditos entre el gran público, como los que arroja el último Latinobarómetro, y, por el otro, las constantes advertencias de especialistas sobre una deriva autoritaria. Es cierto: en la crítica liberal, condensada en la literatura sobre “erosión democrática”, hay mucho de nostalgia patricia y aversión a lo popular. No obstante, cuando es posible ver más allá de esos prejuicios, también hay una preocupación real.
En resumen, y extendiendo la imagen que planteaba Mair, si hace unos años el problema de la democracia era su vaciamiento de contenido popular, el riesgo hoy es que, en el legítimo empeño de tratar de llenarla, pueda acabar por desbordarse, desfigurando su andamiaje republicano y constitucional.
Decía Hegel que la lechuza de Minerva sólo vuela al anochecer, aunque a veces parece que ni eso. Con todo, habiendo ofrecido mi lectura de los últimos años, quiero también ensayar una predicción de lo que puede estar por venir. Para ello, planteo tres escenarios posibles.
El primero es el del péndulo. El paso de vaciamiento al desborde de los últimos veinte años puede verse como un movimiento pendular, imagen recurrente a la hora de describir el cambio político. Si este fuera, en efecto, el patrón que siga el futuro, después de la marea populista vendrá necesariamente una resaca en sentido opuesto. Hay varias señales que respaldan esta intuición: hoy germina alrededor del mundo un sentimiento antipopular cada vez más agresivo, patente no sólo en las viejas élites desplazadas y la oposición liberal, sino en las nuevas fuerzas de ultraderecha. Ideas que se pensaban superadas hace siglos, como la de restringir el derecho al voto en función de la riqueza o la competencia intelectual, hoy son recicladas con una pose rebelde y se abren paso en la conversación pública, dentro y fuera de la red. La absurda —pero recurrente— idea de que los pobres que reciben apoyos gubernamentales no deberían poder votar es la versión regional de un movimiento más amplio que, a falta de mejor nombre, podría llamarse la otra erosión democrática.
“En el movimiento que respalda al presidente estadounidense convive un exitoso discurso pseudopopulista —xenófobo, anticientífico y autoritario— y una oligarquía cada vez más poderosa.”
Los otros dos escenarios son los de un movimiento dialéctico. Mucho de lo que hoy llamamos polarización no es más que el enfrentamiento entre las dos versiones de la democracia, disputándose el sentido de lo que este régimen debería ser. Es razonable esperar que, más que un ir y venir entre ambas, lo que esté por llegar sea una síntesis de las dos. La incógnita es cuál será su contenido.
Mi segundo escenario es un futuro donde la política mezcle los peores rasgos de ambos mundos. Esta mutación es la que hoy, sin ir más lejos, prefigura el segundo trumpismo. En el movimiento que respalda al presidente estadounidense convive un exitoso discurso pseudopopulista —xenófobo, anticientífico y autoritario— y una oligarquía cada vez más poderosa. Una nueva “oligarquía de la atención”, como la llama Ezra Klein, que no sólo no depende de las preferencias públicas, sino que, a base de apps y algoritmos, es capaz de manipularlas desde nuestros bolsillos. Elon Musk es el personaje que mejor representa esta monstruosa mezcla: compañero de viaje de la ultraderecha, consejero de Trump y titular de una agencia que, sin formar parte de la administración pública, pretende rehacer de lleno al gobierno. Lo irónico es que este billonario, que hoy es uno de los políticos más influyentes del mundo sin haber recibido jamás un solo voto, se presenta en X —su red social—, como un campeón del ciudadano frente a la tiranía de las burocracias no electas. ¡Y que encuentra quien se lo crea!
Son estos simulacros de los ultrarricos —cada vez más cómodos, además, con el ideario reaccionario— el mayor peligro para la democracia del futuro. Y para defenderla, existe sólo una opción: pensar en una síntesis alternativa. Dicha síntesis demanda abandonar, de entrada, la disputa entre los dos componentes de la democracia y, como bien sugiere Pascoe, aspirar a una nueva complementariedad. Reconstruir —mejor dicho, reinventar— ese equilibrio entre el ímpetu popular y el freno constitucional, siempre en tensión, precario e inestable, pero que es el único medio que hace posible la vida libre en comunidad.
Esta reinvención es mi tercer escenario de futuro. Hago frente a su improbabilidad con optimismo. A fin de cuentas, a diferencia de los dos primeros, aquí nos queda todo por hacer. EP