
La reciente reforma a la Ley de Amparo redefine la relación entre el Estado y los particulares al limitar los mecanismos de defensa y suspensión frente a actos de autoridad. ¿Fortalece la eficacia administrativa o debilita las garantías jurídicas?
La reciente reforma a la Ley de Amparo redefine la relación entre el Estado y los particulares al limitar los mecanismos de defensa y suspensión frente a actos de autoridad. ¿Fortalece la eficacia administrativa o debilita las garantías jurídicas?
Texto de Emilio Carrillo Peñafiel 23/10/25

La reciente reforma a la Ley de Amparo redefine la relación entre el Estado y los particulares al limitar los mecanismos de defensa y suspensión frente a actos de autoridad. ¿Fortalece la eficacia administrativa o debilita las garantías jurídicas?
El pasado 16 de octubre se publicó en el Diario Oficial de la Federación un decreto que reforma sustancialmente la Ley de Amparo, el Código Fiscal de la Federación y la Ley Orgánica del Tribunal Federal de Justicia Administrativa. Más allá de los aspectos técnicos de digitalización y modernización procedimental que incluye, esta reforma introduce cambios estructurales en la forma en que los particulares —especialmente las empresas— pueden defenderse frente a actos de autoridad. Las implicaciones para la seguridad jurídica, el clima de inversión, y la relación entre el sector privado y el Estado merecen un análisis detenido.
El cambio más significativo en la Ley de Amparo se encuentra en la restricción del derecho de defensa en materia tributaria. La reforma establece que contra actos de ejecución o cobro de créditos fiscales que ya fueron impugnados y quedaron firmes, el amparo solo podrá promoverse hasta el momento de la publicación de la convocatoria de remate; es decir, cuando la empresa está a punto de perder sus bienes.
Adicionalmente, se declaran improcedentes tanto el recurso administrativo como el juicio contencioso administrativo contra actos de cobro de créditos firmes.
En términos prácticos, esto significa que una empresa que ya agotó la vía de impugnación contra una liquidación fiscal y perdió, tendrá una ventana muy estrecha para defenderse cuando la autoridad proceda al cobro. La posibilidad de cuestionar vicios en el procedimiento de ejecución queda prácticamente eliminada hasta el momento en que la autoridad está a punto de rematar los bienes embargados. Este cambio contrasta con el sistema anterior, donde existían múltiples instancias de revisión que permitían detectar y corregir irregularidades en distintas etapas del proceso.
La justificación implícita de esta restricción parece ser la eficacia recaudatoria y el combate a la litigiosidad excesiva. Sin embargo, surge la pregunta de si el costo en términos de protección de derechos es proporcional al beneficio que se busca obtener. La eliminación de controles intermedios podría generar casos donde errores de ejecución o situaciones sobrevenidas —como pagos realizados o prescripciones— no puedan ventilarse oportunamente.
La reforma a la Ley de Amparo también endurece significativamente los requisitos para obtener la suspensión de actos reclamados, especialmente en materia fiscal. Para créditos fiscales firmes, ahora solo se aceptan como garantía el billete de depósito o la carta de crédito, eliminando otras opciones que resultaban menos onerosas para los contribuyentes. Esto implica que las empresas deberán inmovilizar recursos líquidos considerables simplemente para ejercer su derecho de defensa.
Adicionalmente, el artículo 128 reformado introduce como requisito el análisis de la “apariencia del buen derecho”, lo que añade un filtro adicional que el juzgador deberá valorar antes de conceder la medida cautelar. Si bien este criterio puede contribuir a evitar suspensiones en casos evidentemente infundados, también incrementa la discrecionalidad judicial y, potencialmente, la incertidumbre para los promoventes.
Quizás los cambios más controvertidos en la Ley de Amparo sean las nuevas fracciones del artículo 129, que establecen casos en los que la suspensión no procederá bajo ninguna circunstancia. La fracción XIV prohíbe la suspensión cuando se trate de actos relacionados con operaciones con recursos de procedencia ilícita. Si bien el combate al lavado de dinero es un objetivo legítimo, la amplitud del supuesto genera inquietud: una empresa podría ver congeladas sus cuentas bancarias sin posibilidad de suspensión, basándose en sospechas que aún no han sido probadas.
La fracción XVI del mismo artículo establece que no procederá la suspensión cuando se continúe con actividades que requieran permiso, autorización o concesión sin contar con ella. Esto significa que si una autoridad revoca o niega una autorización y la empresa la impugna mediante amparo, no podrá obtener la suspensión del acto. En consecuencia, deberá cesar operaciones durante todo el tiempo que tarde en resolverse el juicio constitucional, que puede extenderse por años. Para sectores altamente regulados, esto equivale prácticamente a una sentencia de muerte comercial antes de que exista una resolución definitiva.
Estos cambios normativos no ocurren en el vacío. Los inversionistas, tanto nacionales como extranjeros, incorporan el análisis del riesgo jurídico en sus decisiones de inversión. Un sistema donde los particulares enfrentan mayores dificultades para defenderse y donde el Estado puede ejecutar sus determinaciones con mayor inmediatez y menos controles judiciales, necesariamente incrementa la percepción de riesgo.
Este incremento en el riesgo regulatorio y fiscal se traduce, típicamente, en mayores costos de capital. Los inversionistas exigirán rendimientos más altos para compensar la incertidumbre adicional, o simplemente optarán por destinar sus recursos a jurisdicciones con marcos jurídicos más predecibles. Sectores como infraestructura, servicios financieros, energía y telecomunicaciones, que dependen críticamente de autorizaciones gubernamentales y que enfrentan cargas fiscales significativas, podrían verse particularmente afectados.
Existe también el riesgo de que estas medidas generen controversias en el plano del derecho internacional de las inversiones. México es parte de numerosos tratados que garantizan estándares de trato justo y equitativo a inversionistas extranjeros. Una aplicación que se perciba como arbitraria o que limite excesivamente el acceso a la justicia podría dar lugar a arbitrajes internacionales costosos para el Estado mexicano.
Más allá de las consideraciones técnicas y económicas, esta reforma refleja una concepción distinta sobre el balance apropiado entre la autoridad del Estado y los derechos de los particulares. El modelo que se perfila es uno donde la eficacia de la acción gubernamental tiene prioridad sobre los mecanismos de defensa preventiva. El principio “ejecutar primero, litigar después” se fortalece, mientras que la posibilidad de obtener protección cautelar que evite daños irreparables se debilita.
Este cambio no es necesariamente ilegítimo. Los Estados democráticos pueden optar por diferentes balances en la tensión entre eficacia administrativa y protección de derechos individuales. Sin embargo, la sostenibilidad de cualquier modelo depende de que la autoridad, al contar con mayores facultades y menores controles inmediatos, actúe con mayor responsabilidad y apego a la legalidad. Un sistema con menos contrapesos requiere, paradójicamente, mayor autocontrol.
La reforma a la Ley de Amparo representa un cambio paradigmático cuyas consecuencias se desarrollarán en los próximos años. Su éxito dependerá de múltiples factores: la razonabilidad con que las autoridades fiscales y regulatorias ejerzan sus facultades ampliadas, la capacidad del Poder Judicial para interpretar las nuevas disposiciones de manera que se preserve el núcleo esencial del derecho de acceso a la justicia, y la reacción de la comunidad empresarial e inversora.
Los aspectos de digitalización y modernización procedimental que incluye la reforma son bienvenidos y pueden contribuir a la eficiencia del sistema de justicia. Sin embargo, no deben ocultar que el núcleo de este decreto es redistributivo: traslada poder de los particulares hacia el Estado. Si este poder adicional se traduce en una administración más eficaz y justa, la reforma podría justificarse. Si, por el contrario, genera abusos o ahuyenta inversión productiva, habrá que reconsiderar el equilibrio alcanzado.
Lo que está en juego no es menor: se trata de la confianza en las instituciones, la predictibilidad del marco jurídico y, en última instancia, las condiciones para la prosperidad económica del país. La reforma ya es ley; ahora corresponde a todos los actores involucrados —autoridades, jueces, abogados y empresarios— hacer que funcione de la mejor manera posible dentro del nuevo marco establecido. EP