Seguridad en tensión: la relación bilateral en los meses finales de 2025

El grupo México en el Mundo presenta una serie de textos sobre el entorno internacional contemporáneo y los ajustes estratégicos que México debe emprender para fortalecer su posición exterior.

Texto de 05/11/25

El grupo México en el Mundo presenta una serie de textos sobre el entorno internacional contemporáneo y los ajustes estratégicos que México debe emprender para fortalecer su posición exterior.

En enero advertí que 2025 sería el año más complejo en la relación de seguridad entre México y Estados Unidos en décadas. Entonces sonaba a pronóstico; hoy es evidencia.

Lo que hace 9 meses parecía bravata electoral o especulación de gabinete se ha transformado en hechos consumados. La posibilidad de una intervención militar dejó de figurar en discursos estridentes para instalarse en las discusiones formales de la Casa Blanca. La designación de los cárteles como organizaciones terroristas pasó de ser un proyecto legislativo a una herramienta operativa. Por su parte, la cooperación mexicana, en su afán por exhibir buena voluntad, se ha desplazado hasta los límites mismos de la legalidad.

El objetivo de estas líneas está lejos de reiterar aquel diagnóstico. Es más simple: revisar los episodios que, entre agosto y septiembre de 2025, delinean el último tramo del año: acontecimientos que exhiben una relación profundamente asimétrica, marcada por presiones militares, concesiones jurídicas, gestos diplomáticos y acuerdos inconclusos. Al final, establecer una serie de recomendaciones puntuales para sobrellevar —lo mejor posible— los últimos meses del año. 

La sombra de la intervención 

En septiembre de 2025, The Washington Post reveló que administradores de la Agencia Federal Antidrogas estadounidense (DEA) han sostenido reuniones en la Casa Blanca para promover operaciones militares en territorio mexicano. A diferencia de enero, ya no hablamos de declaraciones altisonantes del presidente Donald Trump o de su círculo más ideológico, sino de burócratas de carrera, con décadas de experiencia en la Agencia, que plantean con seriedad la vía intervencionista. El semáforo amarillo empieza a verse cada vez más rojo.

El repertorio discutido, según el reportaje, incluye la eliminación selectiva de líderes criminales, la destrucción de laboratorios de fentanilo mediante drones, así como incursiones especiales de carácter “quirúrgico”. Lo que en enero se presentaba como retórica, se ha convertido en insumo central de la política de seguridad estadounidense. Para la presidenta Claudia Sheinbaum, el dilema es existencial: permitir una incursión equivale a motivar descontento en el ala más a la izquierda del movimiento que encabeza; rechazarla implica exponerse a chantajes políticos y comerciales. La amenaza es tangible. Es una línea que no debe cruzarse.

A inicios de 2025, el gobierno de Trump concretó la promesa de designar a varios cárteles mexicanos como organizaciones terroristas. Lejos de tratarse de un gesto simbólico, ha demostrado ser una decisión con efectos inmediatos: habilita a Estados Unidos para aplicar el mismo marco jurídico y militar con que enfrentó a Al Qaeda o al Estado Islámico. Las consecuencias se han hecho visibles de inmediato. Entre agosto y septiembre se registraron tres ataques contra embarcaciones venezolanas de presuntos narcotraficantes en aguas internacionales, ejecutados bajo ese nuevo paraguas legal. Los “misiles en el Caribe”, anunciados por Trump en televisión en vivo, marcaron un punto de inflexión: el momento en que la etiqueta “terrorista” dejó de ser retórica y se tradujo en acciones letales más allá del territorio estadounidense.

Para México, el mensaje es inequívoco: la narrativa del terrorismo traslada el fenómeno del narcotráfico a la categoría de amenaza global, borrando la posibilidad de tratarlo como un problema criminal complejo, pero interno y regional. Las consecuencias de este giro son imprevisibles. 

Cooperación en el límite 

En paralelo, el gobierno mexicano ha enviado señales de cooperación que rozan la frontera de lo inconstitucional. En los últimos meses se realizaron dos tandas de traslados de narcotraficantes en espera de extradición. Ninguno agotó los recursos legales disponibles; fueron remitidos de forma expedita a Estados Unidos. La decisión transmitió un mensaje transparente: México colabora, incluso si, para hacerlo, erosiona sus propios procedimientos judiciales. Estas extradiciones exprés funcionaron como gestos políticos dirigidos a la fracción más dura del trumpismo, pero revelan parte de nuestra asimetría estructural; esta es: en la balanza bilateral, la urgencia de Washington pesa más que el debido proceso en México.

El costo es evidente y cruel. Se normaliza la idea de que la presión externa puede alterar el curso de la justicia interna. Lo que en el corto plazo aparece como un acto de cooperación, en el mediano implica un debilitamiento de la soberanía legal. Es un círculo de nunca acabar.

No todo ha estado marcado por la confrontación. Contra lo esperado, el embajador Ronald Johnson ha evitado replicar la retórica agresiva que se anticipaba a su llegada. Antiguo boina verde, con experiencia contrainsurgente en Centroamérica, muchos lo imaginamos como emisario de la línea dura. En cambio, sus declaraciones públicas —y algunas privadas— han destacado los logros del gobierno de Sheinbaum en materia de decomisos y capturas. Algo similar ha ocurrido con dos voces republicanas influyentes: Marco Rubio y Christopher Landau. El primero, tradicionalmente hostil hacia México, ha sorprendido al reconocer el incremento en la cooperación en seguridad (llegó a decir que México era el país con el que “más” cooperaba Estados Unidos). El segundo, Exembajador y figura respetada en Washington, celebró la capacidad de Sheinbaum para mantener abiertos los canales de diálogo. Estas voces no neutralizan la presión militarista, desde luego, pero evidencian que en Estados Unidos conviven narrativas distintas. México debería capitalizar esas grietas, amplificando el reconocimiento diplomático para contrarrestar los discursos de agresión.

En paralelo, se esperaba la concreción de un acuerdo integral de seguridad entre ambos países. Nunca ocurrió (o todavía no ocurre). La visita de Rubio a México a principios de septiembre de 2025 fue cordial, incluso cálida, pero concluyó sin la firma de un documento trascendental. ¿Es un fracaso? ¿Debemos leerlo así? No necesariamente. Como advertí en enero, la agenda de seguridad se mantiene atada a la migratoria y a la económica, y cada vez que se entrelazan, México pierde margen de maniobra. 

Un “gran acuerdo” habría implicado reconocer, una vez más, que el combate al narcotráfico puede intercambiarse con concesiones en materia migratoria o comercial. La cordialidad sin firma, lejos de representar un colapso, ofrece una ventana: México evita comprometerse en un esquema que reforzaría aún más la asimetría. 

Hacia el futuro: claridad estratégica 

El tramo final de 2025 reclama algo más que respuestas reactivas; exige claridad estratégica. México no puede resignarse a administrar la crisis; necesita principios rectores que otorguen rumbo en medio de la turbulencia.

El primero es asegurar que la conducción de la política de seguridad permanezca en manos de especialistas y no de impulsos coyunturales. La experiencia de figuras como Omar García Harfuch ilustra el valor de equipos profesionales capaces de diseñar políticas ancladas en evidencia y no en gestos. 

El segundo principio es sostener una cooperación con Estados Unidos que no se confunda con subordinación. Las agendas de ambos países rara vez coinciden de manera plena y, con frecuencia, resultan abiertamente contrapuestas. Aprender a decir no, incluso bajo condiciones de asimetría, es método y objetivo.

El tercero consiste en separar con firmeza las agendas: la seguridad debe transitar por su propio carril, sin quedar atrapada en las negociaciones migratorias o comerciales. Cada intento de amalgamarlas ha debilitado la posición mexicana. Reconozcamos, sin embargo, que la próxima revisión del Tratado México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC), en 2026, hace improbable que esa aspiración se materialice de inmediato. Precisamente por ello conviene reafirmar ahora, en la recta final de 2025, cuáles son los límites y las prioridades que deben guiar la política de seguridad. EP

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