Con elocuente pluma, Isidro H. Cisneros reflexiona sobre el importante y necesario papel de los intelectuales en el horizonte político y cultural.
Los intelectuales y el poder político
Con elocuente pluma, Isidro H. Cisneros reflexiona sobre el importante y necesario papel de los intelectuales en el horizonte político y cultural.
Texto de Isidro H. Cisneros 06/01/25
Actualmente se observa una creciente distinción entre la política y el pensamiento. Entre estos dos ámbitos se eleva una barrera de recíproca incomprensión. Es como si la política rechazara la experiencia del pensamiento en la misma medida en que la cultura se muestra incapaz de pensar políticamente. Este divorcio acontece a pesar de la enorme proliferación de nuevas filosofías políticas que regularmente aparecen (y desaparecen) de nuestro panorama cultural. La carencia de ideas, arquetipos, representaciones y reflexiones, así como el declive de las interpretaciones y de las concepciones son una característica destacada del actual periodo. Vivimos una época de declive del pensamiento y de un extremo pragmatismo. Esto acontece, justamente, en un contexto global donde resulta de suma importancia intentar comprender la compleja realidad que identifica a nuestros tiempos. Las relaciones entre la política y el pensamiento, o mejor dicho la cultura, históricamente han sido difíciles y complejas, dado que a la actitud de desconfianza del político hacia el intelectual, corresponde un análogo comportamiento de incredulidad del intelectual hacia el político de profesión.1 Esta es la añeja contraposición entre el ser y el deber ser, entre la política y la cultura, es decir, entre la práctica y la teoría, entre la actuación y la reflexión. Evidencia un contraste entre el juicio y el hecho. En una palabra, entre el pensamiento y la acción.
Tal diferenciación proyecta contemporáneamente el clásico tema del conflicto siempre presente entre el individuo político que tiene —o cree tener— los pies sobre la tierra, y el intelectual que muchos consideran que representa a un idealista o a un iluso que vive en las nubes, acusado, además, de inventar proyectos bellísimos en el pensamiento, pero que resultan irrealizables en la práctica concreta.2 En el marco de las profundas transformaciones que se observan por doquier y que caracterizan a las sociedades de nuestro tiempo, proponer un discurso sobre la “política de los intelectuales” quiere decir identificar las tareas que la cultura tiene respecto a la “política de los políticos”, algunas de las cuales se encuentran representadas por la defensa de los valores democráticos y de la convivencia humana. Por ello, es incorrecto concebir a los intelectuales solo como pensadores que, por lo refinado de sus ideas, no tienen un compromiso firme con la realidad.3 Por el contrario, decir la verdad y practicar la libertad a través de la crítica han sido desde sus orígenes sus principales banderas. La función del intelectual consiste en reflexionar sobre la realidad para contribuir al bien común de la sociedad.4 Se considera, incluso, que es una obligación del pensamiento libre contribuir al desarrollo y perfeccionamiento de los sistemas democráticos.
Es así que frente a la profunda crisis moral y ética que afecta prácticamente al conjunto de la clase política en diferentes latitudes y regímenes políticos, el ámbito de la cultura tiene tareas fundamentales a las que no puede renunciar. En primer lugar, tratar de definir los caminos para encontrar soluciones pacíficas y tolerantes a las controversias que surgen de la actual polarización política por medio del “uso público de la razón”.5 En segundo lugar, ejercer permanentemente el espíritu crítico como una actitud razonada, laica e ilustrada frente a una realidad compleja que reclama soluciones innovadoras e incluyentes.6 En tercer lugar, y por último, definir los senderos para mantener la vigencia de las libertades civiles y políticas de todos los ciudadanos independientemente de cualquier otra consideración.7 Esto es importante a la luz de la actual disputa política que se presenta atiborrada de certezas revestidas con la fastuosidad del mito del liderazgo y que están edificadas con la piedra dura del dogmatismo. De la contraposición entre política y cultura derivan aquellas posiciones que solo ven la realidad en términos de una oposición radical entre el aquí y el allá, es decir, entre nosotros y ellos. No pudiendo disolver el nudo ciego que se ha creado, ahora se pretende cortarlo de tajo. Pero justamente para cercenarlo no es necesaria la razón, que es el arma de los intelectuales, sino que basta la espada, que es uno de los instrumentos de la política. Se privilegia, de esta manera, una visión antagónica y conflictiva de la realidad al tiempo que desaparecen las concepciones del diálogo, el acuerdo y la cooperación.
El intelectual es un intérprete de los tiempos que debe ejercer la crítica y estimular la persuasión. Su misión es la de sembrar dudas y no la de recoger certezas. Su presencia en el espacio público es muy importante ante la pérdida de rumbo, el desconcierto generalizado y la ausencia de sentido que actualmente identifica a la política.8 Para intentar abrir camino, es necesario instrumentar una “política de la cultura” que permita distinguir y delimitar los diferentes tipos de poder: el económico, el ideológico y el político, es decir, los poderes que derivan de la riqueza, del saber y de la fuerza. Esta tipología del poder puede considerarse como un elemento constante en las teorías sociales contemporáneas y, por lo tanto, permite tener presente que a diferencia del poder económico y del poder político, el poder ideológico tiene una importancia social determinante porque permite la organización del consenso y del disenso.
La política de la cultura que se requiere abarca ámbitos diferentes de aquellos de la cultura política y de la política cultural. De un lado, la cultura política representa las percepciones simbólicas de la población respecto de los procesos de la política así como de las instituciones y normas que regulan el gobierno y la lucha por el poder. Del otro, la política cultural se refiere a las acciones, intervenciones y estrategias a partir de las cuales el Estado protege, fomenta y apoya el patrimonio y la identidad cultural de una determinada sociedad. Por el contrario, la política de la cultura que aquí se propone no representa la política de los políticos de profesión, sino más bien una versión de la política que deriva específicamente de la acción intelectual. Por lo tanto, la política de la cultura define la función de los intelectuales quienes desempeñan determinados roles al interior de la sociedad asumiendo que sus reflexiones no pueden ser consideradas meta-históricas, sino que estas nacen y se desarrollan en contextos determinados. La función que desempeña el intelectual se ha enunciado en tiempos, modos y contextos diversos y, por lo tanto, no existe una única respuesta al problema de la función de los intelectuales en las sociedades contemporáneas. Sin embargo, la interpretación de cada caso histórico debe iniciar con la siguiente pregunta, formulada por Norberto Bobbio: ¿cuál intelectual para cuál política?9
En su obra Política y Cultura, el filósofo y teórico de la democracia afirma que los intelectuales representan una categoría o grupo social que desempeña actividades no manuales que requieren de un alto nivel de instrucción, y que además se relacionan con la difusión de las ideas y el pensamiento crítico. Sostiene que por lo general son los escritores comprometidos quienes ejercen distintos niveles de influencia en las cuestiones políticas y en la opinión pública de su tiempo. Tampoco olvida la importancia que tiene su capacidad racional y deliberativa para problematizar las cuestiones que son relevantes en nuestras sociedades. Decir la verdad y practicar la libertad es una práctica representativa de su esencia más profunda. Además, la sociedad de consumo y del tiempo libre ha producido nuevos tipos de intelectual, como el conversador, el moderador no vinculado políticamente y el experto en estudios sociales y humanidades que intenta identificar las tendencias de la época. Sostiene que hoy se llaman intelectuales a quienes en otros tiempos han sido denominados: eruditos, sabios, gens de lettres, philosopes, doctos, estudiosos, literatos, mens of ideas o más simplemente, escritores. El intelectual es un arquetipo del presente que proyecta diferentes dimensiones de la cultura, que se encuentra comprometido con la libertad y cuya principal tarea es la crítica sistemática del poder. Es un pensador humanista que por lo general cuestiona a los sistemas autoritarios. Su imagen cambia de acuerdo con la sociedad y los tiempos en que vive. Encarna a un personaje que estimula el debate y la tolerancia. Muchas de sus ideas iluminan el camino hacia la democracia.
Norberto Bobbio rechaza la distinción entre intelectuales tradicionales e intelectuales orgánicos porque, en su opinión, existe el riesgo de que se produzcan falsas generalizaciones e inaceptables confusiones. En su lugar, el filósofo propone la distinción entre los ideólogos que proporcionan los principios-guía para la sociedad y los expertos que ofrecen los conocimientos y los medios para lograr los objetivos sociales. Por tales razones, el rol del intelectual en una sociedad democrática se ubica en un punto medio entre los extremos de una “cultura politizada” y una “cultura apolítica”. Justamente, la función del intelectual consiste en impulsar una “política de la cultura” que fortalezca el compromiso civil de los ciudadanos y su amor por la cosa pública. Cuando se caracteriza la función de los intelectuales se debe distinguir en su especificidad respecto de la función de los políticos. Entre los roles del político y del intelectual existe una diferencia de fondo.
Debemos recordar que el intelectual moderno hace su aparición en el espacio público a inicios de 1898 cuando un conjunto heterogéneo de escritores, literatos, profesores universitarios, científicos, periodistas y libres profesionistas, usando su autoridad moral y prestigio cultural, publican un manifiesto en apoyo del escritor Émile Zola, quien había empuñado la pluma para escribir en contra del poder político —algo de extraordinaria audacia en ese momento— con el objetivo de defender a un oficial del ejército francés acusado falsamente de traición a la patria y cuyos verdaderos motivos eran el creciente antisemitismo y el rechazo de los judíos que existía en ese momento, dando vida al «Affaire Dreyfus».10 A partir de allí, el viejo programa dialéctico de la síntesis de los opuestos que dominó a la sociedad europea durante el paso del siglo XIX al XX, y que concebía una contraposición permanente entre cultura y civilización, entre comunidad y sociedad, entre capitalismo y socialismo, entre democracia y dictadura, como únicos diagnósticos sobre la creciente barbarie en colectividades humanas que apenas salían de una guerra para generar otras aún más sangrientas, entró en declive. Todo ello no representaba algo diferente que el empobrecimiento moral que afectaba a la entera civilización occidental. Un posterior desarrollo aconteció a partir de la denuncia llevada a cabo en 1927, por el escritor francés Julien Benda, para quien la “traición de los intelectuales”11 expresaba una creciente desilusión pública respecto de la cultura. Denunció a los pensadores de su tiempo por lanzarse al combate político enarbolando la bandera de la sinrazón, del militarismo y de la xenofobia, y eligiendo como enemigos a los que precisamente debían ser sus ideales: la verdad, la justicia, la razón y la libertad. Estas fueron las bases para el desarrollo del intelectual crítico e independiente que actúa a través de sus ideas, escritos y palabras. Un erudito que se presenta como el garante de los valores morales más nobles y universales representados justamente por esa libertad, justicia y verdad.
El intelectual encarna, más que cualquier otra categoría social, no solamente la conciencia de nuestro tiempo, sino también la ética del mundo circundante. Los intelectuales se dedican, independientemente de su actividad profesional, al estudio y la elaboración de las distintas expresiones de la cultura. Con el término intelectual se ha tratado de caracterizar a una categoría o grupo social que trabaja en actividades no manuales, que requiere de un alto nivel de instrucción y de cultura. Otras definiciones los relacionan con las actividades literarias y educativas.12 Los intelectuales representan, sobre todo en los modernos regímenes democráticos, la conciencia crítica de la sociedad.13 Proyectan diferentes sistemas de pensamiento poniendo en cuestión los discursos institucionalizados. Ellos intervienen en la formación y transformación de la subjetividad humana y por esto resultan indispensables en todo proceso de cambio político y social.
Los intelectuales proyectan la libertad de pensamiento, la independencia del juicio y una integridad moral tal que no pueden —ni deben— consentir ninguna subordinación o compromiso con cualquier forma de poder, ya sea político, económico o ideológico. Deben actuar siempre en función de las leyes de su propia conciencia. La pregunta que actualmente debemos formularnos es si el pensamiento puede descender del plano teórico a la dimensión práctica, sin correr el peligro de ver su propio discurso instrumentalizado por un pragmatismo político difuso y calculado que sirve para justificar cualquier autoritarismo ideológico o para legitimar la barbarie física cotidiana. Vivimos una época caracterizada por la organización intelectual del odio político y de la guerra ideológica. Frente a las grandes contraposiciones se identifica la transformación de la función de los intelectuales desenmascarando las imposturas de los falsos profetas y neutralizando el dogmatismo de los ideólogos y propagandistas. El trabajo intelectual se interesa en la vida pública, pero sin ninguna vocación por la militancia política.14
El “sembrador de dudas” tiene el deber de no obedecer otra ley que la verdad. Por ello, el tema de la relación entre los intelectuales y el poder es una cuestión difícil, no solo porque el intelectual y el político tienen vocaciones, ambiciones, capacidades y proyectos diferentes, sino porque no existen fórmulas sencillas, ni soluciones únicas, para establecer esta relación.15 El espíritu crítico se contrapone al dogmatismo que concibe la política como un espacio rígido e inmutable. En esta perspectiva, la tarea de los intelectuales debe ser, justamente, la de desarticular el pensamiento único y alertar de sus peligros. A lo largo de la historia, el intelectual ha sido un transmisor y un difusor de ideas, alguien que, explicando la realidad, contribuye a transformarla. Además, se distinguen de quienes detentan el poder económico basado en la riqueza o el poder político basado en la fuerza, porque ejercitan un poder específico basado en las ideas. Del intelectual contemporáneo se habla mucho últimamente y en particular de su silencio respecto a los problemas más agudos del tiempo presente. Por ello, es pertinente formular la pregunta: ¿esta indiferencia no será acaso un anuncio de su fracaso, de su eclipse y en el peor de los casos, de su desaparición como conciencia crítica de la sociedad?
Los verdaderos intelectuales deben ser independientes, pero no indiferentes en relación con los problemas que afectan a nuestras sociedades. Se requiere de un arquetipo de intelectual para el presente, un sujeto de cultura comprometido con la libertad y, al mismo tiempo, un crítico del sistema. Es decir, de un pensador humanista preocupado por las luchas sociales, y capaz de enfrentar los sistemas autoritarios tanto de izquierda como de derecha.16 La crítica se desarrolla a través de un pensamiento abierto, plural y tolerante, y es aquí donde el trabajo intelectual manifiesta su weberiana «ética de la responsabilidad», en la medida en que el individuo de cultura desempeña una función orientada a “propiciar la pluralidad”, independientemente de los intereses creados por determinados grupos o corrientes políticas. Es justamente en este sentido que el espíritu crítico se contrapone al dogmatismo para el cual la cultura es rígida e inmutable y no pocas veces la concibe como un artículo de fe. La crítica de los intelectuales se expresa a través del diálogo y utiliza la razón para tratar de discernir los argumentos que favorecen o contradicen un determinado hecho, posición o juicio. Cuando se ejercita la crítica resulta necesario ponderar y analizar todos los argumentos antes de pronunciarse a favor o en contra, tratando de evitar al máximo el colocar los problemas en términos de opciones radicales en una posición de “aut-aut” (o de aquí o de allá) y buscando siempre establecer el “et-et” (el aquí y el allá). Solo en este sentido el intelectual puede ser considerado un sujeto que utiliza la persuasión a través de las ideas más que un defensor de las verdades constituidas.
En este sentido, el rol del intelectual tiene un carácter político; no puede ser neutro ya que refleja de una u otra manera la intersubjetividad y las ideas de su tiempo.17 Dicho de otra forma, el intelectual, expresa el sistema de valores en el que está inserto su pensamiento. Acerca de su función política una pregunta que surge recurrentemente es si su colocación es: ex parte populis o ex parte principis. De la posición que adopte derivará su compromiso político.18 Resulta importante clarificar el juicio que los intelectuales poseen sobre el poder político, ya sea este un poder constituido o un poder constituyente. De acuerdo con la respuesta que se tiene, negativa o positiva, los intelectuales desarrollan su función de acuerdo con un determinado punto de vista.19 La imagen del intelectual varía de acuerdo con la sociedad y los tiempos en que viven, así como por las funciones y tareas concretas que desempeñan.
Cada época crea los intelectuales que necesita. Un conjunto de personajes críticos, política y moralmente comprometidos con la libertad, la democracia y con otros valores civiles.20 No importa que el intelectual aparezca como un provocador o como un crítico fastidioso, como un educador o como un sensible conversador, el hecho es que toda sociedad requiere necesariamente de los intelectuales. Ellos son imprescindibles para dar forma a la opinión social o al estado de ánimo del público, así como para producir las imágenes, los conceptos, las concepciones y las modalidades del diálogo social. Los intelectuales resultan absolutamente indispensables tanto para las efemérides y las celebraciones, como para criticar y protestar, tanto para aconsejar a los gobernantes, como para organizar revoluciones. EP
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- Walzer, Michael, L´Intellettuale Militante, Il Mulino, 2004. [↩]
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- Schiffer, Daniel, Il Discredito dell´Intellettuale, SugarCo, 1992. [↩]
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- Calimari, Riccardo, Destini e Avventure dell´Intellettuale Ebreo, Mondadori, 1996. [↩]
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- Bradatan, Costica, Morir por las Ideas, Anagrama, 2022. [↩]
- Fumaroli, Marc, Lo Stato Culturale, Adelphi Edizioni, 1993. [↩]
- Baca Olamendi, Laura, Bobbio: los Intelectuales y el Poder, Océano, 1998. [↩]
- Traverso, Enzo, ¿Qué Fue de los Intelectuales?, Siglo XXI Editores, 2014. [↩]
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- Dosse, François, La Saga de los Intelectuales Franceses 1944-1989, Akal, 2023. [↩]
- Judt, Tony, Novecento. Il Secolo degli Intellettuali e della Politica, Laterza, 2014. [↩]
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