Historia íntima de un suicidio

Presentamos la crónica ganadora del 6º Premio Nacional de Periodismo Gonzo 2020. El jurado, integrado por Antonio Ramos Revillas y Juan Manuel Servín, decidió premiar “Historia íntima de un suicidio” por considerarlo como un trabajo que, por medio de una investigación profunda, narra “una tragedia familiar con precisión y dominio de su oficio periodístico”.

Texto de 29/12/21

Presentamos la crónica ganadora del 6º Premio Nacional de Periodismo Gonzo 2020. El jurado, integrado por Antonio Ramos Revillas y Juan Manuel Servín, decidió premiar “Historia íntima de un suicidio” por considerarlo como un trabajo que, por medio de una investigación profunda, narra “una tragedia familiar con precisión y dominio de su oficio periodístico”.

Tiempo de lectura: 19 minutos

…no se sobrevive a ciertas cosas, aunque no te maten.

Nic Pizzolatto, Galveston

Tus palabras son hondas para contener en sus ecos
otras obscuras que escucharé precisas cuando te hayas apagado

Jorge Cuesta, Entre tú y la imagen de ti que a mí me llega

El jueves 6 de octubre de 2011, cerca de las 10 de la mañana, Rocío Guadarrama sintió que se ahogaba. Nadaba despacio, a brazadas lentas y suaves en una alberca techada. Detrás de ella, a metro y medio, algo se revolvió en el agua: un hombre nadaba veloz, como si tratara de alcanzarla. Ella, incómoda, trató de alejarse. Y sintió, de pronto, como si se hundiera, como si le arrebataran las fuerzas. Llegó al borde de la piscina, salió a flote y respiró hondo. 

El hombre, esa amenaza que se le figuró siniestra, nadó en otra dirección, alejándose. “¿Por qué me está pasando esto? ¿Por qué estoy tan nerviosa?”, se preguntó. Recordó que ese día, Eric, uno de sus cinco hijos, quien días atrás se embarcó en un viaje a las Bahías de Huatulco, cumpliría 21 años. Más tarde le envió un SMS: “¡Muchas felicidades, hijo!”. No tuvo respuesta. Y luego una idea absurda relampagueó en su mente: “Le pediré al padre que oficie una misa por el cumpleaños de Eric”. 

El jueves 6 de octubre de 2011, Eric García Guadarrama, su hijo, se suicidaría en la habitación 14 del hotel Camino Real Zaashila, en las Bahías de Huatulco. Rocío se enteraría más tarde a través de un correo electrónico que Eric le enviaría a la familia. 

Ocho años después, Rocío Guadarrama todavía no se explica por qué pensó en pedirle a un sacerdote que oficiara una misa por el cumpleaños de su hijo.

***

En la recámara de Eric, ocho años después, siguen intactas sus pertenencias: la cama recién hecha, un espejo empotrado a la pared y un escritorio estrecho en el que reposa un muñeco de Buzz Lightyear. Uriel, el menor de los hermanos, no ha permitido que nadie borre el dibujo de los personajes de la caricatura Ren y Stimpy que Eric trazó con plumones rojo y azul sobre un pizarrón blanco. Así se decían: Ren era Eric; Stimpy, Uriel. En la esquina inferior derecha, Eric escribió: “Los amo”. 

A Eric le sobreviven cuatro hermanos, todos hombres: Iván, que se dedica a la telefonía celular; Aldo, arquitecto que vive en España; Omar, consultor de seguros, y Uriel, que trabaja desde casa. Y sus padres Rocío Guadarrama y Juan García, quienes construyeron esta casa amplia, ubicada en el Residencial Las Flores, en Toluca, Estado de México, porque intuían que su familia sería numerosa. Todos, salvo Aldo, están sentados en la sala. Hoy es 24 de agosto de 2019. Es una tarde cálida de sábado. Afuera el sol se escurre sobre los toldos de los autos estacionados. 

“Únicamente los supervivientes de una muerte se quedan solos de verdad”, escribió Joan Didion en su libro El año del pensamiento mágico, en el que relata la repentina muerte de su esposo, el también escritor John Gregory Dunne, y la hospitalización, de forma simultánea, de su hija Quintana. Pienso en esa frase mientras el silencio se espesa en la sala. 

Eric planeó su muerte de forma metódica, casi quirúrgica, con un año de anticipación, como se lee en uno de los dos textos póstumos que dejó a su familia: El suicidio de un hombre feliz, un diario en el que detalla sus planes, y La luz del suicidio, en el que plasmó sus ideas en torno a la muerte por mano propia. 

“Eric planeó su muerte de forma metódica, casi quirúrgica, con un año de anticipación, como se lee en uno de los dos textos póstumos que dejó a su familia”.

De acuerdo con la Organización Mundial de la Salud (OMS) por cada adulto que se quita la vida, otros 20 lo intentan. Entre las recomendaciones generales para prevenir un suicidio, según el mismo organismo, se encuentran la detección temprana de la depresión y de los trastornos por consumo de alcohol, además del apoyo psicosocial. No obstante, Eric no padecía depresión ni tuvo un intento previo de suicidio. Así que su caso es un rara avis para los manuales de prevención. 

Omar se anima, habla:

—Eric era nervioso desde niño. Siempre quería ganar.

La familia, entonces, tras cruzar ese umbral, al principio infranqueable, esa caja de tristeza que nadie se animaba a abrir, se relaja.

—Es que son muchos recuerdos. Era el más serio, el más reflexivo de nuestros hijos —suelta Juan.

Y me muestra un álbum de fotografías de Eric. En las imágenes aparece feliz, sonriente: a los 3 o 4 años le sopla a un pastel; a los 8 o 9 posa con su piyama, de pie en la cama; a los 11 o 12 se toma una fotografía en una arena de lucha libre; a los 18 o 19 años, con toga y birrete, se gradúa de la preparatoria. Eric era un joven de nariz alargada, labios gruesos y sonrisa tímida. Tenía unos ojos pequeños, pero una curiosidad descomunal. 

En otra fotografía, Eric brinca y el instante de su cuerpo en el aire, como si estuviera volando, queda inmortalizado. Otra imagen le recuerda a Rocío, su madre, que Eric tuvo dos encuentros previos con la muerte: uno a los 8 y otro a los 12 años. 

El primero por un dolor de estómago mal diagnosticado que derivó en una peritonitis; el segundo, por una cirugía de corrección de columna debido a una escoliosis que se complicó en el quirófano. Si bien los médicos les dieron un pronóstico reservado, y Eric se mantuvo grave durante varias horas, de ambas operaciones se recuperó, no sin sufrir secuelas, sobre todo emocionales. 

La segunda intervención corrigió un poco el desajuste en la altura de sus hombros; no obstante, él estaba insatisfecho con su cuerpo. A raíz de ese evento, sostiene su madre, Eric se volvió un adolescente frío, serio. 

Iván sostiene que a su hermano le atemorizaba un tercer encuentro con la enfermedad. 

—Debido a todo lo que pasó con su peritonitis, un doctor le dijo a Eric que era probable que, en un futuro, padeciera cáncer de estómago.

Tras esa consulta, Eric le confesó a Iván: “No quiero que mis papás me vean postrado en una cama, obligados a cuidarme”. 

En la preparatoria, cuenta la familia, se volvió un lector voraz, sobre todo de libros de filosofía y psicología.  

—Yo compartía cuarto con Eric. Mi hermano era ordenado y disciplinado, y también un buen consejero. Había una madurez precoz en él. Un día nos dijo a toda la familia: “Quiero que aprendan esta palabra: ecuanimidad”. Y él era así: un tipo ecuánime —cuenta Omar. 

Eric ingresó a la carrera de psicología de la Universidad Autónoma del Estado de México (UAEM). No obstante, a medio camino, les comunicó a sus padres que abandonaría sus estudios. Juan interviene:

—A Eric le costó trabajo decirme que iba a dejar la licenciatura. Mi esposa me dijo: “Eric quiere dejar la universidad”. Cuando por fin me lo confesó, tomé la noticia con calma y le dije: “No lo hagas, te vas a arrepentir, pues sé que vas a ser un buen psicólogo”. 

“Quiero viajar: ser libre”, le respondió Eric a su padre. Y ellos pensaron que se quería tomar un año sabático.

En la portada de La luz del suicidio Eric aparece ataviado con un traje blanco, envuelto en un halo de luz. Uriel, cuenta, acompañó a Eric a comprarse esa vestimenta e, incluso, diseñó el fotomontaje.

—¿Cómo te lo pidió? ¿Qué te dijo? —le pregunta su mamá, extrañada ante esa revelación.

—Me dijo que era para su libro, pero me hacía ver las cosas como si fueran un homenaje a Buda.

Rocío mueve la cabeza de un lado a otro. Iván interviene, trata de aligerar la tensión. 

—En mi familia somos muy respetuosos de las decisiones. Mi papá siempre nos decía: “Haz lo que te haga feliz”. No es un hombre controlador, al contrario: siempre nos dio libertad. Y sé que, en ocasiones, se culpa por haber actuado así. Yo le he dicho: “Para nada, tú nos diste la libertad de elegir, y debes de sentirte satisfecho”. Fue una decisión de Eric. Durante ese año, mi hermano cerró muchos ciclos. Se despidió de muchas personas. No tenía rencores con nadie. Se fue en paz. 

A los 20 años, Eric era un joven viejo, un alma madura, pienso. 

La familia toma un receso. Comemos. Y luego regresamos a la sala.

Iván me pregunta si me gusta el cine. Le respondo que sí. Y luego la familia me cuenta que, como si Eric les quisiera transmitir un mensaje, antes de irse a Oaxaca les pidió que vieran tres películas: Mar adentroEl maquinistaHacia rutas salvajes. A Eric le fascinaba el soundtrackde esta última, compuesto por Eddie Vedder, vocalista de la banda Pearl Jam. “Esa película lo inspiró mucho”, dice su papá. Eric le decía a Omar, con quien compartía el gusto por la aventura y el viaje: “Yo soy Alexander Supertramp”, en alusión al pseudónimo de Christopher McCandless, excursionista norteamericano, cuya aventura por Alaska inspiró a Jon Krakauer a escribir en 1996 Into the wild, libro en el que se basa la película homónima dirigida por Sean Penn en 2007. Eric, como Supertramp, emprendió una aventura sin regreso. Y la curiosidad le urgió a buscar la muerte. 

Mientras escribo estas líneas escucho la canción “Inmortality”, precisamente de Pearl Jam, y pienso que el último verso podría ser el epitafio de Eric: “Some die just to live (Algunos mueren solo para vivir)”. 

***

Las huellas de la ciudad van emergiendo. Viviendas en obra negra cuyas paredes grises están tapizadas por tapones de llanta. Muros grafiteados. Puentes peatonales con escaleras en zigzag. Luego aparece una lona, casi del tamaño de un anuncio espectacular, con la leyenda: “Se vende esta casa”, como si alguien, que un día llegó a esta ciudad cargado de ilusiones, quisiera salir corriendo, huir de alguna catástrofe insospechada. A través de la ventana del autobús, sobre el camellón del Bulevar Solidaridad–Las Torres, los cables de alta tensión trazan una curva en el cielo, que sube y baja, de forma acompasada. Una mujer, ataviada en su huipil, se cuelga una cartulina en el pecho, en la que se lee: “Chicles a 10 pesos”. Su hija, una pequeña de dos años, patea un auto abandonado, sin puertas, con el toldo oxidado y corroído por dentro, como si fuese el cadáver de un animal atropellado y cocido al sol. Se protegen a la sombra de una obra en construcción: el inconcluso Tren Interurbano Toluca–Ciudad de México. Ubicada a 66 kilómetros de la capital del país, Toluca es una ciudad de dos caras: una, acaudalada; la otra, precaria (Eric vivía a medio camino entre ambas). Y su terminal de autobuses, a la que uno arriba después de ser obligado a mirar las postales de ambas caras de la ciudad, es el apéndice de la segunda. Un sitio de paso, un armatoste gris y carcomido, como atrapado en una fotografía vieja, que traslada a más de 60 mil personas al día. 

Las mismas postales que, el martes 27 de septiembre de 2011, Eric vio por última vez cuando, con una mochila al hombro, una guitarra y 15 mil pesos en la bolsa, subió a un autobús con destino a Oaxaca para nunca volver. 

Los griegos llamaban al suicidio autokeira: de autos (sí mismo) y keiros (mano): muerte elegida por uno mismo. Esa definición es la que más se acerca a lo que Eric hizo: una elección. Hay algo enigmático en ese aniquilamiento calculado, mesurado, conducido no con el usual arrebato chantajista, sino con el pulso de un monje que se inmola.

“Hay algo enigmático en ese aniquilamiento calculado, mesurado, conducido no con el usual arrebato chantajista, sino con el pulso de un monje que se inmola”.

“¿Qué harías si supieras el día preciso de tu muerte, que te quedara un año de vida exactamente? Unos pasan los últimos tiempos en llanto y congoja, desperdiciando su vida, amargados, enojados […] He aquí un claro ejemplo de lo contrario, muestra de una nueva forma de vida y muerte en la que uno es más dueño de sí mismo, más libre y pleno. En definitiva, feliz». Esas son las primeras líneas del diario de Eric, quien llevó a la práctica aquella máxima de Camus: “No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio, y ese es el suicidio”.

Eric tuvo momentos de desesperación, de impotencia, pero abrazó la muerte sin dudas. En su afán por buscar respuestas, transitó por pasillos oscuros y sondeó el abismo. Se miró en ese espejo negro y la imagen que le devolvió le sembró más dudas que certezas. 

Sopesó, en algún momento, convocar a un suicidio colectivo con potenciales suicidas de todo el mundo. Pero desechó esa idea.         

Eric le contó a su hermano Iván una visión que tuvo una vez que tomó Ayahuasca. En pleno trance alucinógeno vio a una mujer vestida de blanco, que tenía una mirada hueca, vacía. Eric, al verla, sintió pánico. Y se dijo a sí mismo: “No le quites la mirada”. Miró fijamente a la mujer hasta que esta desapareció. Eric le dijo a su hermano: “Comprendí que eso son los miedos: humo”. Esa experiencia lo calmó, clarificó sus planes, como él mismo lo deja entrever en su diario y su libro.

Eso que buscaba, lo encontró.

***

Eric escribió la primera entrada de su diario el 17 de octubre de 2010: «Hoy es un día común, acorde a mi ritmo de vida monótona y tediosa. Cautivado por el tenue soplo del viento y la apaciguada llovizna doy comienzo a mi único proyecto en mente, mi último propósito en vida. Hoy me planteo profundamente el suicidio».

Al otro día Eric confesó que abandonaría la terapia psicológica a la que acudía de forma voluntaria. Tras cuatro sesiones, sintió que la atención psicológica agudizaba su malestar.

“Hace unos días me había estado atormentando la idea suicida, pero sólo vagamente. A cada paso que daba, en cada movimiento que hacía y dejaba de hacer estaba presente el imperativo: ¡Suicídate! Por eso busqué deshacerme de esa idea que frenaba mi accionar cotidiano, añadiendo que veía al suicidio como un acto maléfico y criminal. […] Con un pie al precipicio me detuve y dije: ‘No puedo morir aún, no de esta forma’”, apuntó.

Leyó a Seneca, Jean Améry, Sartre, Nietzsche, Schopenhauer, Viktor Frankl, Al Álvarez y Camus. Encontró en La náusea un espejo: “Comencé a leerla y, sorpresivamente, me encontré con otro diario”.

El domingo 10 de octubre, afiebrado, anotó: “¡He recobrado el sentido! Se esclareció en mi mente. No sé por qué pensé: ‘Si llegara a hallarme en mis instantes postreros de vida, ¿cómo me sentiría?’ Si la muerte es mi deseo, debería sentirme feliz y liberado. Pero no. No es así. No puedo morir sin antes haber terminado mi obra. El azar, el accidente, o algún otro agente externo no pueden ser mis verdugos. Debo culminar mi obra con la muerte voluntaria”. Y, entonces, tras esa entrada, decidió que —antes de morir— escribiría un libro de ensayos sobre el suicidio, inspirado por Antoine Roquentin. Eric sentenció: “Mi obra es escribir un libro y sellarlo con mi muerte”. 

Y ese libro sería La luz del suicidio, que es—esencialmente—una glosa a todos los autores que leyó, en el que abunda no sólo la apología del suicidio, sino una serie de diatribas dirigidas al poder político, a la iglesia católica, a la “sociedad abyecta” y a la idea de Dios. Dichos textos conviven con reflexiones en torno a la felicidad, la existencia y el conocimiento. De ahí que sea un texto distante y frío, a diferencia del diario. 

El 22 de enero de 2011 halló la fórmula para quitarse la vida: “Luego de pasar días enteros frente a la computadora, al fin encontré los medios para morir en paz. El pentobarbital es la muerte dulce”. En esas semanas Eric atravesó una etapa difícil, llena de pensamientos e ideas sombrías. Se permitió, a lapsos, la soberbia. Y una especie de prepotencia intelectual.

“El 22 de enero de 2011 halló la fórmula para quitarse la vida: ‘Luego de pasar días enteros frente a la computadora, al fin encontré los medios para morir en paz. El pentobarbital es la muerte dulce’”.

Encontró, en un foro web, a otros potenciales suicidas, a quienes les escribió: “Imaginen el impacto que tendría un suicidio masivo; diferentes personalidades, de diversas naciones, muriendo voluntariamente el mismo día por un único fin”. 

Días después, el 9 de febrero, Eric se desconoció: “Revisé lo que escribí en la madrugada. ¿Qué me está pasando? Me miro en el espejo. Comienzo a darme miedo”. 

El 26 del mismo mes tomó la decisión más trascendental de su vida: “Hoy he decidido el día de mi muerte. Será el 6 de octubre. No hay nada más que agregar, ya todo está escrito”. 

Luego consiguió un frasco de píldoras de pentobarbital en las calles de Toluca, aunque no dio más detalles. 

A partir de esta fecha dividió su diario en etapas, consciente —quizá— de su necesidad de transitar de la desesperación, y el hastío, a la templanza. En orden, a esas fases las bautizó como: “Desprendimiento”; “Vencer el miedo”, “Expansión de ideas”, “Purificación mental”, “Aislamiento”, “Libertad” y “El adiós”.

El 14 de marzo participó en una ceremonia de peyote y ayahuasca, en la que, por primera vez, se quitó la playera, arrancándose sus complejos. Luego, tras una charla decepcionante con su exterapeuta, escribió: “No necesito hundirme en un estado depresivo para suicidarme”. 

Estaba convencido que el único propósito de su vida era planificar su muerte, como si fuese un mandato inexorable. De ahí que, en uno de sus textos breves, incluido en La luz del suicidio, que lleva como subtítulo “La paradoja del suicidio pragmático”, escribiera: “Un plan de muerte ilumina y esclarece la vida”. 

A partir del 30 de mayo, en la antesala de su etapa de “Purificación mental”, alcanzó cierto estado de paz. De su diario desaparecieron algunos juicios egocéntricos; la soberbia se diluyó. Pidió perdón de forma anticipada a sus familiares y amigos. Tomó un curso de meditación hindú y se entusiasmó con el budismo. 

El 4 de julio se instaló en una casa que habitó poco más de un mes, enclaustrado, lejos de la civilización, pues —antes de morir—quiso aislarse del mundo: buscó una forma de redención. Ese día, escribió en su diario: “Ya no necesito buscarme, pues me encontré desde hace tiempo”. 

El 22 de julio tuvo una revelación, que lo cimbró:

“Llego a la conclusión de que la idea suicida nació por enajenación, frustración, y algo semejante a la anhedonia. Nunca me sentí de este mundo. Muchas cosas que para la mayoría significaban placer para mí eran mera banalidad. Donde muchos encontraban contento y regocijo yo sólo veía puerilidad y pequeñeces, vileza y tonterías. Largos años estuve buscando algo factible que me apasionara pero jamás lo encontré; entonces mi vida perdió sentido provocando tedio e indiferencia ante lo que el mundo me ofrecía. […] Fue así como llegué a pensar: si esto lo es todo, si esta es la vida que se me ofrece, entonces prefiero marcharme. Renuncio a esta vida porque me es poco placentera (no tormentosa); lo que tengo y lo que hago no me es suficiente para continuar aquí”. 

Bien dicen que el hombre sin un sueño o meta es un hombre sin vida. Kierkegaard dijo: “El asunto es encontrar una verdad que sea cierta para mí, encontrar la idea por la cual yo sea capaz de vivir y de morir”. Entonces, luego de tanta búsqueda en vano fue que al fin encontré esa idea.

El suicidio se convirtió en mi única pasión. A partir de tal fue que comencé a existir y a realizar cada uno de mis anhelos. Empecé a caminar por una ruta trazada por mí mismo con el propósito de darlo todo por llegar hasta el final disfrutando del trayecto. Paradójicamente mi razón de morir se volvió al mismo tiempo mi razón de vivir. 

El 31 de julio, tras un día de meditación, ayuno y descanso profundo, Eric tuvo un sueño lúcido en el que rozó las nubes. 

Tras 32 días confinado, escribió el 4 de agosto: “Mañana rompo mi aislamiento y retorno a la civilización. […] Extrañaré las mañanas de sol al levantarme con la canción ‘Hard Sun’, de Eddie Vedder, y desayunar frente al hermoso paisaje con música oriental. Extrañaré también las noches de llovizna y de café escuchando trova o música clásica”. 

Regresó a su casa el 6 de agosto, más delgado, con 7 kilos menos. Y el 19 de septiembre quemó todos sus libros, una vez que terminó de escribir el manuscrito de La luz del suicidio: “Observo las llamas que incineran las hojas hasta reducirlas a cenizas mientras contemplo el nacimiento de mi propio libro”, apuntó.

Y luego, el 22 de septiembre, Eric escribió una entrada aparentemente esclarecedora: “Lo más pesado de mi vida fueron las diversas cirugías que tuve, principalmente de pequeño; para cualquier niño de 8 años seguramente es un tormento pasar por lo que yo pasé. Pero en realidad no fue nada del otro mundo, no para traumarme”. 

El martes 27 de septiembre, a las 21:15 horas, antes de su viaje sin retorno, Eric escribirá una carta y la ocultará en la caja vacía de una laptop, que dejará en la azotea, en la que escribirá algo contrario a esa entrada de su diario. Luego, un día antes de morir, el 5 de octubre, a las 23:00 horas, le escribirá a Uriel un SMS: “Dile a mis papás que mañana estén juntos. Les voy a decir algo”. Antes les enviará por mensajería un paquete con todos sus documentos oficiales: acta de nacimiento, una tarjeta de débito y un comprobante de gastos médicos mayores. El mensajero tocará la puerta el mismo día que sus padres abrirán el mail que dirá: “Ya les he dejado una carta. […] Si pueden, por favor, léanla cuando estén los seis juntos”. Lo que Eric no sabrá es que su madre, al escuchar la lectura de ese correo electrónico, se emocionará tanto que dirá en voz alta: “¡Qué padre! ¿Qué nos va a decir? ¡Seguro va a regresar!”. Su padre y sus hermanos intercambiarán miradas, les preocupará la ingenuidad de su madre, pero no le dirán nada.

Y en la carta, uno de sus hermanos leerá: “Estén seguros de que me marcho pleno, en completa paz, y por tanto confío en que descansaré eternamente. Y les digo, prefiero despedirme como ahora a haberlo hecho como hace algunos años en aquellas cirugías. Todo lo que viví después de que estuve en cama a punto de morir ha sido extra, de tal manera que creo que para ustedes igualmente es preferible que yo parta como hoy lo hago. Así tuve la oportunidad de disfrutar cada instante a sabiendas de que serían los últimos, conté con la fortuna de abrazar y confesar mi amor al decir adiós y conseguir realizar cada uno de mis sueños”. 

Pero eso ocurrirá después. 

Antes, instalado en las playas de Oaxaca, recorrerá Monte Albán, conocerá personas y paseará por la playa, Eric se cuestionará: «Hoy, por vez primera, luego de iniciado mi plan suicida reflexiono sobre la posibilidad de continuar con vida. Pero, ¿por qué viviría?, ¿para qué viviría? […] En estos últimos meses he vivido al máximo, con todo para finalmente fenecer sin nada». Y luego el 6 de octubre, a las 17:00 horas, al final de ese viaje, exterior e interior, Eric —ataviado con camisa y pantalón blanco—escribirá en una de las últimas entradas de su diario: «Me marcharé junto con el sol y, mientras él se oculta, mi luz se extinguirá para siempre».

Pero eso ocurrirá después. 

Antes se despedirá de su familia, en la terminal de autobuses. Y a pesar de que logrará ocultar sus intenciones, sembrará sospechas. Sentados en el asiento trasero, camino a la terminal, Uriel le soltará: 

—Estás raro. Creo que me estás mintiendo. No sé por qué, pero siento que no vas a regresar.

—Yo también siento lo mismo —le responderá Eric. 

Y más tarde escribirá en su diario: “He llorado tanto porque sé que no volveré a estar con ellos jamás. Ellos guardan una ligera esperanza de que regresaré algún día, aunque presienten que posiblemente no nos veremos más”.

***

Fue extraño ver el cuerpo de Eric, su hermano. Iván entró a la sala del Servicio Médico Forense de Oaxaca, acompañado de su padre, y lo primero que vio fue el cadáver en la plancha: con la boca semiabierta, como si quisiera decirle algo, y cubierto apenas con un bóxer. Iván recordó lo que un agente del Ministerio Público le dijo horas antes: “Me hubiera encantado conocer a tu hermano. En todos los años que llevo en esto, he visto decenas de suicidios causados por problemas personales, financieros, pero nunca algo así”. Vio las costuras que atravesaban el torso de su hermano y recordó las fotografías de la autopsia —tatuadas a fuego en su memoria—que le mostró el médico legista. Un detalle le llamó la atención: Eric murió vestido de blanco, como en la última fotografía que subió a Facebook. En el post que acompañaba esa imagen se leía: “Última etapa: ‘Muerte sublime’. Liberación alcanzada. Fin del proceso”. 

“Iván recordó lo que un agente del Ministerio Público le dijo horas antes: ‘Me hubiera encantado conocer a tu hermano. En todos los años que llevo en esto, he visto decenas de suicidios causados por problemas personales, financieros, pero nunca algo así’”.

Iván tuvo que cargar el cuerpo de su hermano, subirlo a una carroza fúnebre y trasladarlo a Toluca. 

En ese momento recordó la última vez que se vieron. Y se reprochó, ese día, estar tan apurado, al grado de que se despidió de su hermano de forma apresurada.

Eric alcanzó a decirle:

—¿No me vas a acompañar a la terminal?

—No puedo, tengo un chingo de trabajo. 

Iván lo abrazó fuerte.

—Cuídate mucho.

—Te amo, hermano. ¡Vive la vida! ¡Sé feliz! —le dijo Eric.

—¡Tranquilo! Nos vemos en diciembre, hermano.

Pero diciembre no llegó. La próxima vez que Iván vio a su hermano fue esa tarde que acudió a identificarlo al SEMEFO. Y pensó: “No hay nada sublime en la muerte”. 

***

La familia García Guadarrama se sienta en el comedor. Han terminado de contarme la historia íntima de un suicidio. Y ahora platicamos de lo que le gustaba a Eric. Rocío habla del gusto de su hijo por la música. Me muestra una fotografía de él, guitarra en mano, sentado en el mismo sillón que tengo frente a mí, pero que ahora está vacío. 

—¿Quieres escucharlo cantar? 

—Sí, me encantaría —respondo.

—¡Mi hijo cantaba hermoso!

Juan interrumpe:

—No tanto.

Y Omar, bromista, risueño, dice:

—Todas las mamás son así, ¿o no, Erick? Siempre dicen que somos los más guapos.

Me río. Ellos también. El ambiente luctuoso, triste, se ha disipado. El padre de Eric me cuenta:

—Mi hijo tomó pocas clases de guitarra, pero tenía una habilidad innata para la música. Un día empezó a tocar en el piano “Claro de luna”, de Beethoven. Tenía unos 16 o 17 años. 

Y como si los recuerdos lo arrastraran, lejos de nosotros, continúa, pero como si hablara consigo mismo: 

—En su diario escribió: “Era una tarde lluviosa…”. Ahora, todos los días de lluvia, es cuando más lo recuerdo. 

Veo el reflejo de Juan en la ventana. La lluvia aún no empieza, pero pronto caerá y a él lo atropellará el recuerdo. Omar pone play a una grabación de Eric cantando “El hombre de hojalata”, de Raúl Ornelas. Aunque Eric, me aclaran, le cambió la letra. 

Silencio. Suenan los acordes. Eric canta:


Soy el hombre de hojalata

en busca de un corazón

que sufra y me deje llorar

y que llore de tanto reír

Vivo sin rumbo seguro

con una sola ilusión

encontrar algún motivo

que me impulse a vivir.

Pero eso de nada me sirvió

Mi vida un enigma resultó

Y hoy estoy solo

por ser tan insensible

y con la gente ser tan indiferente

Y qué ironía

pues ni yo me comprendo

y eso que soy

el buen psicólogo de hojalata.

Se instala un breve silencio entre nosotros, como si alguien nos hubiera ordenado callar. 

La tarde fluye lentamente.

El suicidio de Eric es algo insondable, inexplicable para su familia. Me pregunto: si alguien hubiera detectado la ideación suicida, o leído su diario, o confirmado sus planes, ¿él se habría detenido? 

Hay cifras que nada explican, salvo el tamaño del dolor: de acuerdo con el INEGI, en el año 2011, en México, hubo 5 mil 718 suicidios. Los cuerpos de esas personas llenarían 130 autobuses de pasajeros y, si estuviesen estacionados uno detrás de otro, abarcarían una extensión de mil 716 metros. 

“Hay cifras que nada explican, salvo el tamaño del dolor: de acuerdo con el INEGI, en el año 2011, en México, hubo 5 mil 718 suicidios”.

Una caravana multitudinaria, sin retorno, como el viaje de Eric.

Es triste: estamos destinados a engrosar los datos, los números fríos; a ser el vacío. Eso no es justo. Una muerte no puede ser una estadística.

Una vida es una historia. 

Iván nos rescata, nos extirpa de nuestro ensimismamiento: “Es curioso, Erick: ahorita estoy leyendo El Kybalión, un libro de ocultismo, que dice que las coincidencias no existen. Y justo hoy, en la mañana, cuando venía a reunirme contigo me topé, en una calle del centro de Toluca, con un grafiti enorme de Ren y Stimpy. Y me acordé de mis hermanos”. 

Y luego me lanza un dardo envenenado: “Oye, ¿por qué te interesó la vida de mi hermano?”. No esperaba su pregunta, mucho menos la revelación que me hará después: “Hace rato que te vi y te saludé vi a mi hermano en ti. Tienes mucho parecido a él. Tienes algo así como de Eric; no sólo el nombre”. 

Podría contarle:

A finales de 2011, parafraseando a Joan Didion, me hacía preguntas que nadie me contestaba. Caí en un abismo los últimos días de ese año: padecía una severa crisis de ansiedad, además de depresión, que me hundieron en un ineludible sentimiento de hartazgo. 

Todas las mañanas, en mi estómago, se formaba una masa de aire que me quitaba las ganas de levantarme, de vivir. Todas las mañanas paseaba a mi perra, Pulga, que murió en agosto de 2017, y me quedaba con ella, en el parque, llorando sin razón, abrazándola, sopesando la posibilidad de huir, de evaporarme. Como un estómago infestado de parásitos, estaba lleno de dudas: ¿es esta mi verdadera vocación?, ¿qué sentido tiene esforzarse? En ese entonces, trabajaba como editor web de soft news en el periódico Reforma, y un día, ante la presión del periodismo, estallé. Como Eric, huí a otra ciudad, con un poco de dinero ahorrado, buscando respuestas. Una noche de enero de 2012, instalado en San Miguel de Allende, con un episodio de ansiedad que traté de aliviar con una larga caminata nocturna, pensé seriamente en matarme. Regresé a mi casa, prendí mi computadora y escribí en el buscador de Google la palabra: “suicidio sin dolor”. Salté de un sitio web a otro, como quien pasa, desinteresado, las páginas de una revista en la sala de espera de un consultorio psiquiátrico, hasta que encontré una noticia, en un periódico local, en la sección de nota roja, que relataba la muerte de Eric. Guardé la nota en mi carpeta de favoritos y me fui a dormir pensando en Eric, en su vida y su obra. Y desde ese día, ocho años después, me sigo preguntando: “¿Puede un hombre suicidarse en paz?”. 

Y luego decirle:

“Sergio González Rodríguez, en su novela La pandilla cósmica, escribió: ‘Anoche tuve un sueño. Un amigo muerto semanas atrás en un accidente automovilístico, en realidad un suicidio, volvía y me buscaba. Tocaba a mi puerta y llevaba una bicicleta. Me invitó a dar un paseo. Saqué mi propia bicicleta y lo seguí. En un sendero curvo, le pregunté por qué había elegido esa muerte. Sereno, me respondió: «ya no podía con eso». Se refería a la vida. Le argumenté: «me hubieras permitido que intentara persuadirte», pero él me contestó: «ya no quería continuar, en serio. Tienes que comprenderlo. Todo está bien». Entonces le vi adentrarse en su bicicleta, tendía y ondulaba una mano para despedirse, mientras yo tomaba el rumbo contrario’. A veces, Iván, es así de simple: unos deciden irse; otros —por razones inexplicables—quedarse aquí”.

Eso me hubiera gustado responderle, pero no lo hago: me enredo con las palabras y balbuceo otras razones. 

Eso me hubiera gustado responderle, pero esta no es mi historia, sino la de Eric, y la de una familia que busca respuestas en este oscuro silencio. EP

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