El fin del pensamiento mágico

Irma Gallo observa el proceso de duelo que atraviesan los familiares de las numerosas víctimas de la pandemia por covid en México, a través del libro que escribió Joan Didion para procesar la pérdida de su esposo: El año del pensamiento mágico.

Texto de 08/09/21

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Irma Gallo observa el proceso de duelo que atraviesan los familiares de las numerosas víctimas de la pandemia por covid en México, a través del libro que escribió Joan Didion para procesar la pérdida de su esposo: El año del pensamiento mágico.

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En El año del pensamiento mágico, Joan Didion (Sacramento, 1934), una de las autoras que más disfruto leer y releer, escribió que cuando murió su esposo, el escritor John Gregory Dunne, ella se resistía a regalar sus zapatos.

Tiempo después descubrió que su resistencia tenía una causa: no quería que cuando él regresara no tuviera zapatos que ponerse.

La primera noche después de la muerte de John, insistió en quedarse sola en el departamento que ambos compartían en Nueva York, a pesar de que familiares y amigos se habían trasladado desde Las Vegas, California y Connecticut para acompañarla. Ella estaba convencida que necesitaba estar sola “para que él pudiera regresar”.

En ese momento, escribe, comenzó su año del pensamiento mágico: “Pensaba como lo hacen los niños pequeños, como si mis pensamientos o deseos tuvieran el poder de darle marcha atrás a la narrativa, de cambiar el resultado”.

Todo lo que hizo ese año estaba encaminado en traer a su esposo de regreso.

Hace un par de semanas, el papá de un querido amigo falleció por covid. Era un hombre extraordinario, al que ahora lamento haber conocido tan poco, más por los relatos de otras personas. Fue un músico, profesor, esposo y padre de familia amoroso, siempre presente, dedicado.

“Su guitarra que descansa en el rincón donde la dejó la última vez que tocó, la ropa de su clóset… sus zapatos”.

Mi amigo y su mamá también se contagiaron. Ellos salieron poco a poco de la enfermedad pero no de la tristeza; el duelo no termina: no saben en dónde poner los días que ya no vivirán al lado de su padre y esposo, las palabras que ya no sonarán en el eco del pasillo de esa casa que habitaron en común, su guitarra que descansa en el rincón donde la dejó la última vez que tocó, la ropa de su clóset… sus zapatos, como Joan Didion los de John Gregory Dunne.

Porque, ¿qué se hace con las cosas de los muertos, con esos objetos ahora completamente inútiles que nos recuerdan que ese ser amado que los usó ya no está, ya no va a volver?

“Querida Irma, perdona el silencio. Regreso de las cenizas. Me falta juntar mente, corazón, cuerpo y alma”, me respondió con un mensaje de WhatsApp mi amigo, después de que pasaron algunos días desde que yo le había escrito y me había topado con su no-respuesta, una no-respuesta que por supuesto no me extrañó nada.

Intuí que su proceso de duelo no estaría resultando fácil. Era muy cercano a su padre, y, encima, él también estaba luchando contra el virus en su cuerpo.

Es martes 30 de diciembre de 2003. Mientras su hija Quintana agoniza en el hospital de una neumonía que no cede, John y Joan conversan; ella prepara una ensalada. Se sientan a la mesa. Entonces sucede lo inexplicable:

“John hablaba; de repente, dejó de hablar”, escribe ella.

Se desploma. Joan cree que es una broma. No lo es. Un infarto termina con la vida de su esposo, con quien había pasado cuarenta años.

Poco más de un año y medio después, el 26 de agosto de 2005, su hija Quintana pierde la batalla contra una extraña enfermedad.

Entonces, Joan Didion escribe Noches azules, el libro sobre el duelo por su hija. Dolorosísimo, pero jamás cursi, como tampoco lo es El año del pensamiento mágico. Son testimonios crudos acerca de sus pérdidas y de las estrategias que ideó para enfrentarlas. “¿Y si ya jamás puedo encontrar las palabras que funcionen?”, se pregunta en un momento, en este segundo libro. Pero sí las encontró, una vez más, como lo hizo en El año del pensamiento mágico, que incluso le hizo ganar el National Book Award.

“¿Qué pasa con los miles, cientos de miles que no tienen el consuelo de la palabra escrita para vivir su duelo?”

Pero ¿qué pasa con los miles, cientos de miles que no tienen el consuelo de la palabra escrita para vivir su duelo y salir, poco a poco, de la absoluta oscuridad que trae aparejada la muerte del amado?

El día en que esto escribo, el gobierno de México reporta 266,386 defunciones estimadas por covid-19 en todo el país. Calcula que ha habido 3 millones 436 mil 599 casos positivos, de los cuales la mayoría son personas del rango de los 25 a 29 años de edad. 

Reviso estas cifras —abstractas, como lo son los números— y pienso a cuánta gente no le dicen nada. Y en cambio, a cuántas familias sólo una o dos o tres de esas más de doscientas mil muertes bastaron para romperles la existencia, para que el mundo en el que vivían se transformara por completo. 

Se trata de una enfermedad que es capaz, en algunos casos, de provocar la muerte en apenas unos días. Hay comorbilidades que vuelven más propensos a quienes las poseen a morir, pero la verdad es que fuera de algunas características que se han ido descubriendo a cuentagotas, poco sabemos de la covid, y la variante Delta se presenta como un nuevo desafío en esta tercera ola. ¿Morirán ahora lxs más jóvenes? ¿Qué tan segurxs estamos quienes ya nos vacunamos? ¿Cuáles son las secuelas que deja la enfermedad en el sistema respiratorio, circulatorio, incluso nervioso?

Las preguntas se suceden sin las respuestas absolutas que quisiéramos tener a estas alturas, después de casi dos años de que los primeros casos se presentaron en Wuhan, una provincia china.

Mientras tanto, muchos de quienes hemos tenido la suerte de no perder a un ser amado por esta enfermedad somos egoístas. Sí, sentimos mucho que nuestrxs amigxs o conocidxs hayan perdido a alguien, pero en el fondo siempre pensamos: “¡Qué bueno que no me tocó a mí! ¡Qué bueno que no fue el mío! Mi esposo, mi hijo, mi madre, mi sobrina, mi tío…”. 

Hasta que nos toca. Y pocos sabremos cómo lidiar con ello.

Yo creo que no sabría. Es muy probable que la mía se convertiría en una escritura plañidera, melodramática, o que de plano no pudiera escribir. Nunca he vivido una experiencia tan traumática, pero en los peores momentos suelo retraerme, encogerme como un molusco dentro de su concha y ya no soy capaz de nada.

Tampoco tendría el consuelo de la religión, pues al igual que el resto de mi familia más cercana, no creo en que haya algún tipo de vida después de la muerte física.

Joan Didion no se quedó quieta. Meses después de perder a John, en octubre de 2004, empezó El año del pensamiento mágico. Y estas fueron las primeras palabras que escribió:

“La vida cambia rápidamente. La vida cambia en un instante. Te sientas a cenar y la vida como la conoces termina”.

Existe la tanatología. Hay profesionales que se dedican a hacer más llevadero el duelo, a que la gente sea capaz de sobrevivir a la devastación que deja la ausencia irremediable y definitiva de quien ha muerto, a dejar de reclamarle porque se fue antes de tiempo, a dejar de preguntarse ¿por qué a mí?

Ignoro si a todo el mundo le funcione consultar un tanatólogo; comprender que la muerte es un proceso más en la existencia de cualquier organismo vivo —¡qué paradoja—, atravesar las etapas que haya que atravesar y por fin, algún día, entender que “la vida sigue”, aun sin esa persona que antes lo ocupaba todo y que ya no está. Y que ya no va a volver.

“Comprender que la muerte es un proceso más en la existencia de cualquier organismo vivo —¡qué paradoja—”.

Al fin y al cabo, la tanatología es otra suerte de pensamiento mágico, una herramienta para entender lo ininteligible.

Exactamente un año y un día después de que John Gregory Dunne muriera, Joan Didion cruzaba Lexington Avenue y se le ocurrió que en esa misma fecha, el año pasado, él ya no estaba vivo.

Y entonces se dio cuenta de por qué intentamos mantener vivos a los muertos: “para que se queden con nosotros”, escribe. 

También fue ese instante, cruzando esa avenida, cuando se hizo consciente de que había llegado el momento de renunciar a John, de “dejarlo convertirse en una fotografía en la mesa”, “en un nombre en las cuentas fiduciarias”.

De que había llegado el momento de ponerle punto final al año del pensamiento mágico.

“La pena suele ser un lugar que ninguno de nosotros conoce hasta que lo alcanzamos”, escribe, también Didion.

Llevamos ya tantos muertos desde que empezó esta pandemia que quizá sólo dentro de unos años seamos capaces de comprender a cabalidad la magnitud de la tragedia, como comunidad, más allá de la experiencia individual o familiar. 

A excepción de quienes la han vivido en carne propia, como mi querido amigo, la mayoría de nosotrxs aún no hemos llegado a ese lugar sobre el que escribe Joan Didion. Las cifras, para nosotros, siguen siendo sólo eso.

Ojalá que aquellos que perdieron a un ser amado y que no creen en la vida después de la muerte encuentren consuelo en su propia elaboración del pensamiento mágico. Hasta que llegue el día en que ya no lo necesiten. EP

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