El vecino del emperador o Keep America Great!

En esta crónica, Paul Antoine Matos se echa una mirada a una nación polarizada que, en estos días, vivirá una elección presidencial. Sin embargo, no todo es blanco y negro: hay varios matices que el periodista nos comparte.

Texto de 30/10/20

En esta crónica, Paul Antoine Matos se echa una mirada a una nación polarizada que, en estos días, vivirá una elección presidencial. Sin embargo, no todo es blanco y negro: hay varios matices que el periodista nos comparte.

Tiempo de lectura: 12 minutos

Phillippos tiene de vecino al hombre más poderoso del mundo. Cuando su vecino, el emperador moderno, está en casa, francotiradores vigilan desde la azotea, atentos a cualquier movimiento extraño en los alrededores de su hogar. Cada cuatro años (a veces ocho) Philippos ve cómo su vecino se muda y llega uno nuevo, con otras ideas, pintado de rojo o azul, montado sobre un elefante o un asno, y con la mente puesta en cambiar el mundo, para bien o para mal.

A las afueras del parque Lafayette, en honor al héroe independentista de los Estados Unidos, me topo con Phillippos Melaku-Bello, el vecino incómodo de este barrio tan elegante y tan poderoso. En las casas de los alrededores hay veces en que duermen presidentes y jeques, reyes y reinas, dictadores y revolucionarios de cualquier parte del mundo. 

De piel morena enrojecida y barba ceniza que le cubre la mitad del rostro, con sobrepeso y sentado en una silla de ruedas, un sombrero rastafari blanco sobre sus rastas, Phillipos lleva décadas haciendo turnos en la protesta de más larga duración frente a la Casa Blanca.

Phillippos recuerda su vida. Se graduó en la UCLA en Ciencias Políticas a los 19 años, participó en protestas contra la Guerra de Vietnam desde los 13, frente a la alcaldía de Los Ángeles, y en 1975 viajó con su padre y hermanos a Sudáfrica, para manifestarse contra el apartheid, me dice.

Sus raíces son africanas y sudamericanas: su abuela era de Manaos —donde él dice que nació —, en la Amazonía brasileña. Ella, de origen indígena, nunca aprendió a hablar portugués.

El lugar desde donde protesta está construido con plásticos, telas y cartones, un campamento que parece improvisado, una invasión al parque Lafayette. La fachada se llena de letreros: que se investigue la tortura de Estados Unidos; que se prohíban las armas nucleares; amor y paz.

La zona, se lee en un letrero, es de libre de expresión. Y la guerra no es la respuesta.

No es la primera vez que Philippos ha sido vecino de un emperador. Su abuelo era parte del Palacio Imperial de Haile Selassie, emperador de Etiopía. Y él iba al país africano durante los veranos, entre sus 14 y 19 años, exceptuando cuando tuvo 18. 

Durante esos veranos vivió por un tiempo en una de las cuatro casas que habían en el Palacio Imperial de Ahma Selassie, el último rey de Etiopía e hijo del emperador que murió en 1975. Vivió en una casa de 3 cuartos, con sus padres y su abuelo. 

Tiene una bandera de colores rojo, amarillo y verde, y pienso que es la de Etiopía pero la extiende y me muestra que es la de Bolivia. Se dice hermano de América Latina. 

Es un hombre que se muestra amable y sonriente a quien se le acerca, y con el que es fácil conversar. Temiendo que criticara al maestro Ryszard Kapuscinsky, aun así le pregunto sobre El Emperador, el libro que el periodista polaco escribió sobre Haile Selassie.

—Entonces ¿qué tan cierto era el libro de Kapuscinsky sobre que Haile tenía un sistema para mantener el poder absoluto dentro de su gabinete? —pregunto.

—Oh my god! –responde. La respuesta es en inglés —Léelo y quédatelo. Yo lo he leído y lo considero un libro sobre el humor. 

—¿Sobre el humor?

—Sí, sobre el humor. Cada capítulo está equivocado en un 80 por ciento. Claro, un 20 por ciento es verdad, las palabras “si”, “eso”, “por”, “el”, siempre tienes que tener algo de verdad en los artículos y las conjunciones. 

En 1981 Ronald Reagan era presidente de Estados Unidos. Fue cuando se estableció el campamento permanente; Philippos hacía unas nueve noches al mes. Han pasado cinco presidentes y actualmente gobierna el sexto. Al principio, se quedaba de medio tiempo, porque su abuelo era quien estableció el campamento permanente. Él llegaba en las noches, después de las once, ya con las luces apagadas, me cuenta.

—Todos los presidentes anteriores, se acercaban a hablarnos a nosotros, ahora este hombre…

La administración de Donald Trump le ofreció 25 mil dólares por levantar el campamento. No lo aceptó. Le ofreció más: 50 mil dólares. Lo rechazó.

Hace cuentas: en dos días (el 3 de junio de 2019) se cumplen 38 años de estar aquí. Son casi 38 años, lo cual, según las leyes laborales estadunidenses, dan como resultado: ocho horas pagadas a tiempo regular, más ocho horas extra pagadas a 1.5 del salario regular, más ocho horas en las noches pagadas al doble, más vacaciones, permisos de enfermedad. Más fenómenos naturales que han vivido: huracanes y tormentas de nieve.

Son 4 millones 635 mil dólares, calcula.

—Mi abuelo no se fue a la tumba con el campamento para venderse por 50 mil dólares.

Redondea: que sean cinco millones. 

—Aceptaría eso, sin impuestos, más el edificio más grande en D.C. que esté en abandono por bancarrota, a través de una organización sin fines de lucro, para construir un refugio para homeless.

Se rota el cuidado del campamento con un par de personas más, para que tengan sus tiempos libres. Pero la mayoría del tiempo es él quien está aquí y figura para los periódicos.

Si Philippos se muda y abandona su hogar no podrá regresar. Una ley le impide a cualquier persona establecer un campamento de protesta frente a la Casa Blanca, pero éste donde vive Philippos ha estado desde antes de la implementación de esa ley. No lo pueden sacar, pero tampoco puede dejar el lugar. 

Cuando hay un acto público que lo obliga reubicarse, se mueve el campamento, pero al terminar regresa a su lugar, en la parte del parque Lafayette que da hacia la Casa Blanca.

Frente a él, un hombre negro, con la corpulencia de un liniero defensivo de la NFL, playera blanca, gorra negra, protesta con un letrero. 

Build the wall!

Build the wall!

Build the wall!

Está escrito en el letrero. Fondo azul, letras blancas, una línea roja con estrellas blancas rodea el borde exterior.

Philippos me dice que ese otro manifestante, a favor del muro en la frontera con México, llegó hace unos siete meses, pero quería otra cosa, un día nacional para conmemorar a las personas que murieron en el ataque terrorista del 11 de septiembre del 2001, en Nueva York.

—Él siempre me decía buenos días, buenas tardes, y de repente me dejó de decir buenos días, buenas tardes. Quería saber qué había hecho yo, pero está bien si alguien no me quiere hablar, está en su derecho —dice —. Y empezó a mostrar el letrero del muro, escrito con su propia mano.

Piensa que a ese manifestante le pagaron por sostener el letrero del muro.

Intento conocer sus motivos por los que está a favor de la construcción del muro con México, solo da respuestas escuetas, monosílabos. Se siente incómodo. Calla.

Ambos mundos chocan. La utopía pacifista de Phillippos y la distopía racista del hombre del muro se estrellan constantemente en Estados Unidos. No existe el blanco y el negro, la realidad, las realidades, son más diversas y coloridas que lo que consumimos en los medios de comunicación y las redes sociales.

La Casa Blanca no es tan espectacular. Nunca me lo ha parecido, ni siquiera en las películas o series como House of Cards. Su poder no reside en su estructura arquitectónica, sino en lo que se encuentra dentro. En quien se encuentra dentro.

Donald J. Trump es un hombre grueso de manos chiquitas, que tuitean corajes, y boca grande para comer hamburguesas, cabello de algodón de azúcar naranja, mismo color que pinta su rostro carnoso.

Donald J. Trump: magnate exitoso, a pesar de sus múltiples bancarrotas (incluyendo casinos); estrella de reality shows y concursos de belleza universales, a pesar de sus ¿consejos? de “agarrar a las mujeres por la vagina”; Presidente de los Estados Unidos de América 45, a pesar de todo.

Donald J. Trump no está hoy.

Washington DC es la Roma contemporánea. El poder político, el mundo, se decide aquí. Entre estas calles y estos edificios se construyen y destruyen políticos, gobiernos y sociedades. El Emperador, aquel que por las noches duerme en esa casa inmaculada, crea los caminos para que todo el mundo llegue hasta aquí. Embajadores, economistas del Fondo Monetario Internacional y migrantes que trabajan como personal de servicio, todos llegan aquí: todos los caminos llevan a Washington D.C.

Algún día el Imperio caerá, como cayó en Roma. ¿Será en un año? ¿En 10, 100, 200? ¿En 500 o 1000? No lo sé. Nadie lo sabe.

Roma fue dividida en dos, al caer el imperio frente al crecimiento del Cristianismo.

¿Será alguna nueva religión, una que suplante a la religión del Dios Dinero, la que provoque su caída? Estados Unidos también se divide: el norte, liberal e idealista, y el sur, rancio y costumbrista. La costa fresca, vegana, demócrata y el interior añejo como bourbon republicano. Las ciudades multiculturales y la ruralidad uniforme.

Y, alguna vez, en Roma hubo defensores de los esclavos y de los cristianos arrojados a los leones. Así como en Estados Unidos hay defensores de los migrantes y ha habido los defensores de los negros, descendientes de los africanos traficados durante siglos.

La ausencia del emperador pasa desapercibida por la gente que visita el exterior de su hogar. Se toman fotos, selfies, grupos escolares que viajan a través del país y asiáticos que posan en la reja del patio. Una patrulla blanca con líneas azules vigila que se mantenga el orden fuera de la Casa Blanca; dos policías caminan la explanada que separa la residencia del parque Laffayette.

Además de Phillipos y el hombre del muro, protesta un coreano contra la detención de la expresidenta de su país y otra persona, sosteniendo una sombrilla y con un Donald Trump de cartón, que agradece a Dios por las personas gay.

Mañana, cuando regrese, en la azotea de la Casa Blanca habrá francotiradores vigilando los alrededores, cual legionarios romanos. El emperador estará en casa.

MAGA

Esta ciudad es sinónimo de política. Al caminar por el National Mall me encuentro con vendedores ambulantes —como aquellos que hay en la salida de cada estación de Metro de la Ciudad de México— pero blancos no morenos y, en vez de tacos y tortas, venden cuatro palabras, esas cuatro palabras que convirtieron a Donald Trump en el presidente de Estados Unidos, que representan la decadencia y el racismo de toda una nación.

MAKE AMERICA GREAT AGAIN

En gorras, playeras y sudaderas se leen, orgullosas, las palabras: MAGA. El turista gringo del 2019 viene a Washington para conocer a su presidente racista.

Soy el primero en llegar, todos los demás colegas latinoamericanos invitados al programa están agendados para arribar la tarde de hoy. La noche anterior, al llegar a Washington D.C. y dejar mis maletas en el hostal, me dirigí hacia un restaurante que estaba a punto de cerrar, recomendación del encargado del vestíbulo.

Caminé un par de cuadras por la avenida 11, que a esa hora estaba casi vacía. Las luces ámbar de la ciudad daban un aspecto aún más vintage a los edificios fuertes y elegantes que emulan a Atenas y Roma. Resulta que, entre tanta política, DC puede ser una ciudad romántica, en la que caminar a las orillas del río Potomac iluminado por esos colores de la antigüedad y sus monumentos a héroes y guerras del pasado puede parecerse a un viaje por el río Tíber o las costas atenienses pulidas por el Mediterráneo, bajo el resguardo de pétreos semidioses.

El Rinconcito Café, un pequeño restaurante de comida salvadoreña, es donde me recomendó cenar el encargado del hostal. Un par de pupusas para tener algo en el estómago, pues casi no comí en todo el día por el viaje desde Mérida y tampoco sabía a qué hora comería al día siguiente, caminando por la ciudad.

Los salvadoreños fueron mi primer contacto latino en Estados Unidos. 

En la zona metropolitana de Washington DC viven unos veinte mil salvadoreños, la mayor comunidad hispana de toda el área, más importante aún que los mexicanos. Una mujer, unos 20 años, se sentó en la mesa de al lado. Dijo que trabaja aquí en DC, pero vive en Alexandria, Virginia, que es más barato y, terminando de comer, se dirigiría ahí.

En lo que mis pupusas eran preparadas, la tele local anunciaba el partido entre la Selecta y Haití. El Salvador enfrentaría en dos días, el 2 de junio, al equipo caribeño aquí en Washington D.C., en el estadio Robert F. Kennedy Memorial.

Servidas con cerdo, frijol y loroco, probé las pupusas, muy lejos de donde esperaba hacerlo. Mi primera comida en Estados Unidos fue latina. En nuestro continente estamos hechos de maíz, ese grano es sustancial para definir toda una geografía, la antigua Mesoamérica, con sus imperios mayas y aztecas, y más allá, hacia la Nueva España, que cubría desde Estados Unidos hasta Centroamérica; y los distintos países que hoy se unen a través de la lengua y el maíz.

Pedí chile habanero. Una botella verde de El Yucateco, para no extrañar el calor peninsular. El libre mercado manda sus sabores al otro lado de la frontera. Bendito Tratado de Libre Comercio.

Aquí no se percibe racismo tan directo como en otras partes de Estados Unidos, al menos no lo percibo como tal, sino que esos vendedores se hacen de dólares a través del discurso de odio. El desprecio se mercantiliza. Debo reconocer la capacidad del gringo de hacer negocio con cualquier sentimiento. Amor: I love NYC; Odio: Make America Great Again.

En Dallas, Texas, dirían días más tarde los compañeros del programa, el museo de John F. Kennedy está dedicado un 30% al presidente víctima del magnicidio. El otro 70%, en una manía que raya en el fetiche, se le dedica a Lee Harvey Oswald, el francotirador que lo asesinó el 22 de noviembre de 1963.

En Estados Unidos el odio y los asesinatos son solo una forma más de crear museos y souvenirs.

Gente se acerca a los puestos que rodean el National Mall y preguntan por las gorras rojas con las blancas letras de MAGA. Estas mismas personas, que viajaron en sus autos o en aviones para llegar hasta aquí, irán a los museos del Smithsoniano y a los monumentos a Lincoln y Washington para conocer la historia de su propio país, que en sus inicios esclavizó a los negros y los segregó, y que ahora ataca a hispanos y negros.

Dentro de la diplomacia de esta ciudad el racismo se esconde. A grandes rasgos DC es una ciudad cosmopolita: tiene 175 embajadas del mundo; solo se queda a 16 de contar con la misma cantidad de países miembros de las Naciones Unidas.

La ciudad ha intentado conciliar sus pasados con su gente. Fundada por hombres blancos privilegiados, la nación de las 13 colonias británicas mantuvo la esclavitud casi un siglo más hasta que, desde la costa este, decidieron acabar con ella y liberar a los negros. Abraham Lincoln, su monumento, sentado y sereno, le rinde tributo al presidente asesinado tras ganar la Guerra Civil y liberar a los esclavos. Martin Luther King Jr., su monumento, de pie y orgulloso, pastor evangélico asesinado un siglo después, rompe con la montaña de la desesperanza y se libera en una piedra de ilusión que mira desde lejos hacia Lincoln.

Tantos museos intentan esa reconciliación en el corazón de América, al tiempo que dentro de los edificios gubernamentales se rompen lazos con las naciones del mundo. Entre los distintos museos del Smithsoniano está el de la historia afroamericana y también el de los Indios Americanos, un intento de pedir perdón por la esclavitud y exterminio a la que fueron sometidos.

El Museo de los Indios Americanos, cuya forma es la de una vasija indoamericana, curvilíneo, en cuatro pisos cuenta la historia del despojo y la violencia que han sufrido, que siguen sufriendo, los pueblos originarios de Estados Unidos y el resto del continente. Nada parece cambiar con el paso de los siglos, ni en esta era en la que vivimos: el Camino de Lágrimas sigue presente en nuestros países: en Estados Unidos luchan contra un ducto de gas natural; en México, en el Amazonas contra trenes, mineras y refinerías, una larga lista que se repite en toda América Latina, luchan por preservar sus tierras, sus culturas y sus lenguas. Todo se los despojan. ¿Todo se los despojamos, nosotros, que nos beneficiamos de esos proyectos al viajar a sus zonas arqueológicas y usar la energía extraída del planeta que se establece en sus territorios?

Cruzando el National Mall, una cúpula gigantesca recibe a los congresistas de Estados Unidos.

Sigo en la Roma moderna, donde su poder es la democracia y tienen que reconocerse a sí misma como eso. Símil de la ciudad eterna, el Capitolio erige su cúpula desde lo alto de una colina y se parece a la de la Basílica de San Pedro, en El Vaticano. El poder político se pone del lado americano de la balanza y el poder religioso del lado europeo. Ambos se equilibran para mantener el control del mundo, unos a través del cuerpo y otros mediante el alma.

En Estados Unidos la Iglesia Católica no tiene tanta fuerza como en Latinoamérica. Son protestantes, herederos del Mayflower británico de principios del siglo XVI. Su vida no se rige por los mandatos de santos y vírgenes, aunque alaban a Dios. In God We Trust se lee en sus dólares y juran cargos públicos con la mano derecha sobre una biblia.

Es una nación que se formó bajo la corriente de la Ilustración del siglo XVIII, que retomó los principios de Grecia y Roma. Sus padres fundadores establecieron esos mismos principios para su constitución y construir un nuevo imperio en el Nuevo Mundo, que heredara las ideas del antiguo mundo europeo.

Creyeron que Estados Unidos tenía que ser un imperio como aquellos de la antigüedad. Lo consagraron como tal, expandiéndose por el mundo: primero, comprando y quitando territorios, a Francia, España, Rusia, México. Después, infiltrándose en países, desestabilizando gobiernos, iniciando guerras directas e indirectas, sin conquistar físicamente, pero sí con su poderío militar y económico: Panamá, Cuba, Vietnam, Chile, Afganistán, Irak y los demás en la lista. Con su cultura permean en las sociedades del mundo occidental y hasta el oriental, países del otro lado del mundo tienen ideología capitalista, aunque gobiernos comunistas, y prestan sus servicios a los grandes consorcios gringos.

En el interior del Capitolio los Brutos idean planes para clavarle un puñal a la espalda del Emperador en turno. El impeachment de Trump, la nueva daga demócrata, es lo que más abarca la televisión gringa, sea a favor como CNN, o en contra como en Fox News.

La fachada me parece un palacio de algún dictador de una república bananera. Una fuente en lo más bajo, palmeras y columnas arman la base del Capitolio.

Frente al Capitolio un grupo reza a favor de Palestina, denunciando el terrorismo de Estado que comete Israel al adueñarse de ese territorio musulmán. Un muro gris critica el muro construido por el estado israelí para separarse de Palestina y dice que es un Apartheid. Piden la liberación de Gaza.

Hay tres demandas escritas en él: terminar la ocupación, equidad total, y el derecho al regreso.

Los musulmanes están a punto de rezar hacia la Meca.

En todos lados hay política.

Ya vienen las elecciones presidenciales. Donald Trump es el candidato republicano para la reelección. Su lema pronto está en playeras vendidas en las esquinas de Washington D.C.: KEEP AMERICA GREAT. EP

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