La crisis de la masculinidad al servicio de la ultraderecha: Trump y la psicología freudiana

Antonio Villalpando analiza cómo la crisis de la masculinidad alimenta a la ultraderecha, donde hombres resentidos encuentran en líderes como Trump el reflejo de lo que quisieran ser.

Texto de 18/03/25

Antonio Villalpando analiza cómo la crisis de la masculinidad alimenta a la ultraderecha, donde hombres resentidos encuentran en líderes como Trump el reflejo de lo que quisieran ser.

La psicología nos ofrece buenas herramientas para comprender el resurgimiento de la ultraderecha en el mundo, pero especialmente en circunstancias tan ridículas como el segundo mandato de Donald Trump. En este texto discuto cómo los hombres en crisis son el mejor mercado para las ideas de ultraderecha: ven en el estilo despótico de sus líderes lo que ellos quisieran ser. También hago una provocación: hay presidentes de países democráticos que ven en los dictadores cosas que ellos quieren. Te invito a compartir esta breve reflexión. 

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El viernes 28 de febrero la Casa Blanca fue escenario de una vergonzosa escena en la que el presidente de Estados Unidos, Donald Trump, el vicepresidente J.D. Vance y una turba de “funcionarios” e invitados a dicha residencia presidencial acorralaron e intentaron humillar a Volodímir Zelenski, presidente de Ucrania. La reunión, que tenía como objetivo principal la firma de un acuerdo sobre la explotación conjunta de minerales estratégicos en Ucrania, culminó abruptamente sin la suscripción de ese pacto.

Durante el show Trump acusó a Zelenski de “jugar con la tercera guerra mundial” y de no estar en posición de negociar, lo que llevó al mandatario ucraniano a abandonar la reunión antes de lo previsto. Además, el “periodista” Brian Glenn, aliado de Donald Trump que nos recuerda a los patiños que salían en la mañanera del expresidente López Obrador, cuestionó a Volodímir Zelenski por no llevar traje, insinuando que su vestimenta informal incomodaba a algunos estadounidenses. Zelenski respondió con ironía que, cuando terminara la guerra, se vestiría como quisieran. Aunque el comentario no vino directamente del presidente estadounidense, se sabe que su equipo había sugerido a Zelenski adoptar una vestimenta más formal para la reunión, algo que el mandatario ucraniano ignoró, aparentemente causando molestia en Trump antes del encuentro.

Líderes europeos como el presidente francés, Emmanuel Macron, y el presidente del gobierno español, Pedro Sánchez, expresaron prontamente su respaldo a Zelenski y a la soberanía de Ucrania. Macron destacó la resistencia ucraniana y reiteró que Rusia es el agresor en el conflicto, mientras que Sánchez afirmó que España está con Ucrania. El gobierno ruso y sus medios de comunicación también reaccionaron ante lo que algunos consideran una victoria política, pero reproducir aquí lo que la oligarquía rusa y sus medios tengan qué decir no vale la pena.

Más allá de que este episodio ha generado incertidumbre sobre el futuro de la ayuda militar estadounidense a Ucrania y ha evidenciado las crecientes tensiones en las relaciones internacionales en torno a la invasión de Ucrania, análisis que alguien más hará, lo que yo quiero resaltar en este texto es que este episodio es el nadir, el éxtasis de la ruina de la masculinidad occidental. Cientos de miles vitorean a un hombre que no inspira respeto, que tiene que insistir en que él es el presidente para hablar, mientras trata de humillar a un hombre que, por la fatalidad, ha tenido que tocar decenas de puertas para sostener la defensa militar de su tierra natal dirigiendo el segundo ejército más grande de Europa contra el más grande.

Más allá de simpatías, parecería que estas manifestaciones confirman la intuición compartida por varios sociólogos por lo menos desde hace ochenta años: las crisis de la masculinidad están en el origen de las inclinaciones fascistas que han conducido a guerras y al surgimiento de diversas formas de extremismo. Un síntoma de esta enfermedad es algo que llamaré “dictatofilia”: la simpatía –y tal vez hasta la atracción sexual— hacia figuras despóticas.

Ser un hombre sin traje (o un lobo chiquito) es difícil

Ser hombre es más difícil de lo que a muchas personas en Occidente les gustaría admitir. Lamentablemente, esta idea es más común entre la estridencia misógina de los libertarios que entre personas que hayan leído algo serio al respecto o que estén dispuestas a discutirlo tranquilamente. Hablar de ello es inquietante para quienes comprometieron su prestigio social y académico con una comprensión superficial del concepto de “patriarcado” y para quienes viven con el miedo de ser cancelados(as) por expresar una idea que no esté a la altura moral de unos imitadores de los wokes estadunidenses. Quizá, también lo es a los resabios de la vieja guardia del machismo cultural, el que prácticamente no existe en las ciudades, pero al que todavía interpelan quienes están haciendo sus pininos en los estudios de género cuando ejemplifican los roles de género con la idea de que a los hombres no se nos permite llorar.

Los hechos están ahí, sin embargo: los accidentes laborales, los suicidios, el desamparo, la violencia física, las adicciones, el fracaso en la educación superior son todos fenómenos que depredan marcadamente más a hombres sin que nadie sienta mucha ansiedad al respecto y sin que nadie afirme con mortificación “¿a dónde vamos a parar?”. Esa indiferencia o frialdad, como dice el comediante Chris Rock, es algo con lo que los hombres aprendemos a vivir: “sólo las mujeres, los niños y los perros son amados incondicionalmente”, dice en una de sus rutinas cómicas. 

Más allá de que haya injusticias sufridas por los hombres cisgénero invisibilizadas o de que la comedia matice la realidad con excesos, lo cierto es que las desventuras de los hombres están inscritas en lo que algunas feministas marxistas brillantes como Rita Segato o Silvia Federici entienden como la dominación de los hombres a cargo de otros hombres, que es la idea simple pero a menudo ignorada de que el patriarcado no es un acuerdo invisible entre todos los hombres para someter a todas las mujeres, sino una colección de mecanismos que posibilitan la dominación de todo el mundo, incluyendo otros hombres, por parte de una red de elites masculinas.

Cuando hablamos de dominación masculina, alguien puede estar inclinado a imaginarla como un fenómeno del reino animal en el que unos lobos le pelan los dientes a otros lobos más chiquitos y, entonces, los segundos obedecen a los primeros. Tal vez a la mente les vengan imágenes más humanas, como un hombre trajeado ejerciendo autoridad sobre otros hombres sin traje y más jóvenes. Todo eso sobre los trajes y los lobos es cierto, pero como el trumpismo y sus seguidores lo demuestran, en los seres humanos esta dominación es un proceso más complejo que se expresa a varios niveles, pero que se alimenta y pervive solamente gracias a hombres resentidos y a un mecanismo psicológico llamado transferencia. Para entender este mecanismo, hablemos de cómo el hombre común es atrapado en la psicología de la ultraderecha. 

Los hombres en crisis: materia prima de la ultraderecha

En Angry White Men: American Masculinity at the End of an Era –libro de 2013 que, por cierto, fue reeditado en 2017 debido a su pertinencia en el contexto de la primera presidencia de Trump—, el sociólogo Michael Kimmel nos puso al tanto de que los hombres blancos cisgénero estadunidenses interpretaban las desventuras neoliberales como el desempleo, la pérdida de oportunidades laborales y la consecuente pérdida de notoriedad para un porcentaje no desdeñable de mujeres no como el posible desenlace de un mundo competitivo –como hombres modernos—, sino como un “privilegio herido” (aggrieved entitlement en inglés) –como hombres premodernos—.

Vaya descubrimiento aquel. En el seno de la sociedad más moderna –o autora de muchos aspectos de la modernidad—, la creadora de la idea de que el mercado es justo, un grupo de hombres comenzó a sentirse ofendido por el prospecto de vivir en la medianía –porque los hombres blancos no son, para nada, el segmento más desfavorecido de la sociedad norteamericana—. Esta “rebelión” de los hombres blancos nunca fue contra la injusticia real, sino contra la destrucción del mundo que pudo ofrecerles, por algunas décadas, ser pequeños señores feudales de sus familias y de porciones no despreciables de propiedad privada.

Ese mundo raro y excepcional existió en Occidente por unas cuantas décadas gracias a las restricciones gremiales o sociales a la participación de las mujeres en la fuerza laboral, al proteccionismo comercial, a la cultura citadina de la familia nuclear y un nivel salarial excepcionalmente alto gracias al terror que le tuvieron al comunismo por cuarenta años los acaparadores. Se trata de una forma de vida que genera nostalgia incluso entre quienes ya no alcanzamos a vivirla, y cuya pérdida es entendida por estos angry white men –y también latinos— como el despojo de un derecho de nacimiento, y no como otra consecuencia de la constante extracción de valor de los bienes públicos hacia la iniciativa privada acaecida durante 40 años de neoliberalismo, modelo del cual también son víctimas los migrantes a quienes hoy acusan de llevarse sus privilegios.

En 2013 parecía que estos hombres blancos enojados sólo podían crecer políticamente a través del extremismo, es decir, reclutando hombres que ya corrieran con el costo social de ser supremacistas blancos o misóginos recalcitrantes. Sin embargo, los casi 12 años que pasaron nos han confirmado algo que ya sabíamos sobre el resentimiento y que en español expresamos así: “no busca quien se la hizo, sino quien se la pague”. Los hombres que sufren las peores partes del “privilegio masculino”, los desplazados de la economía, la convivencia sexual, la propiedad, el prestigio y hasta del bienestar, fueron incapaces por décadas de articular un movimiento en favor de sus causas, ello en gran medida por todas las veces que se les rieron en la cara porque “qué va a saber un hombre de sufrir”. Sin embargo, este segmento de la sociedad, el que originalmente no se inclinaba particularmente al fascismo, al natalismo o a la misoginia, conformó una masa latente de hombres ansiosos por encontrar un discurso o vehículo político en el que pudieran montar sus legítimas y variadas insatisfacciones, algo que les ofreció el trumpismo por omisión. Al sentirse validados por los otros insatisfechos –los que sí empezaron como supremacistas blancos y que, en muchos casos, sí viven el auténtico privilegio masculino— , de a poco fueron concediendo los argumentos conspiranóicos, misóginos y racistas que finalmente les permitieron actuar como una fuerza electoral que ganó la elección de 2024.

La proyección y la dictatofilia

Hasta aquí este relato parece sólido, pero le falta algo muy importante desde el punto de vista de la psicología social: amor.

El resentimiento es una fuerza formidable; si lo entendemos como Kimmel, aún la apariencia de injusticia –no una injusticia verdadera— es suficiente para llevar a las personas al terreno de la política y mover sus creencias centrales y de política hacia la derecha. Sin embargo, las emociones negativas son muy difíciles de sostener a lo largo del tiempo, pues están asociadas a hormonas y neurotransmisores reservados para estados de emergencia que consumen muchos recursos. Hacer cosas que consumen más tiempo como ser militante de un partido o movimiento necesitan refuerzos emocionales positivos, pues sólo esos son sostenibles en el largo plazo pues ofrecen constantes recompensas psicológicas.

En el escenario que he planteado, la recompensa psicológica que buscamos entender es la que sienten los seguidores varones de Trump. El intento de bullying que vimos el 28 de febrero en la Casa Blanca sólo puede provocarle placer a sus seguidores mediante un mecanismo psicológico freudiano llamado transferencia: los hombres desplazados, vituperados y envilecidos que siguen a Trump se realizan en las transgresiones de este y le admiran porque quisieran ser ellos los transgresores. Quizá muchos de estos seguidores no sueñan explícitamente con humillar a alguien, pero lo que sí anhelan es esa señal del estatus social que no poseen: poder hacerlo sin consecuencias. Porque si hay una manifestación contundente de que el patriarcado existe –en la forma bien estudiada del feminismo marxista—, es la innegable existencia de grados de impunidad asociados con el género, el fenotipo y la clase social.

Curiosamente y para terminar esta nota, podemos ver en la misma persona de Trump un mecanismo similar pero a otra escala, algo que llamo dictatofilia. La admiración que ha manifestado el magnate por dictadores como Vladimir Putin, Kim Jong-un, Recep Tayyip Erdoğan y hasta el mismo Saddam Hussein encierra también un mecanismo de transferencia: para este hombre, al que nadie ha podido meter a la cárcel pese a su múltiples ofensas, al que nadie pudo evitar que gobernara el país más rico del mundo, una presidencia acotada por instituciones se le hace poca cosa. Él, como sus seguidores, transfiere sus deseos a otros transgresores y quisiera tener lo que ellos tienen: poder absoluto. EP

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