
¿Un avance o un simple lavado ético? Gustavo Ortiz Millán analiza la nueva ley de ‘espectáculos taurinos sin violencia’.
¿Un avance o un simple lavado ético? Gustavo Ortiz Millán analiza la nueva ley de ‘espectáculos taurinos sin violencia’.
Texto de Gustavo Ortiz Millán 03/06/25
¿Un avance o un simple lavado ético? Gustavo Ortiz Millán analiza la nueva ley de ‘espectáculos taurinos sin violencia’.
La reciente reforma a la Ley de Protección a los Animales en la Ciudad de México, que prohíbe la muerte del toro en las corridas pero permite que el toreo continúe, ha sido presentada como un avance en la lucha contra la violencia hacia los animales. Sin embargo, esta reforma plantea una paradoja ética difícil de eludir: ¿en qué sentido puede sostenerse que se ha eliminado la violencia, si la práctica del toreo —que implica estrés, dolor y uso instrumental de un ser sintiente— se sigue permitiendo?
En primer lugar habría que explicar qué es lo que dice el decreto publicado en la Gaceta Oficial de la Ciudad de México el 25 de marzo de 2025 —y que fue votado previamente en el Congreso local con 61 votos a favor, uno en contra y ninguna abstención—. Entre sus puntos más importantes, el decreto establece la figura del “espectáculo taurino sin violencia” —que implícitamente supone que el espectáculo taurino es violento—, que incluye “corridas de toros, novilladas, rejoneo, becerradas, festivales taurinos y tientas en las que no se cause ningún tipo de lesión a los animales ni se les provoque la muerte durante o después del evento”. El decreto también limita el tiempo de cada corrida a 15 minutos por toro, con un máximo de media hora total. Asimismo, establece que debe garantizarse la protección del toro y de sus cuernos para prevenir lesiones a otros animales (como los caballos) o personas (como toreros, matadores, banderilleros, picadores, peones y otros). Finalmente, establece que “al finalizar el espectáculo taurino sin violencia, el toro o novillo deberá ser devuelto a la ganadería o a su propietario”. Con esto, se nos dice, se ha eliminado la violencia de las corridas y estos “espectáculos taurinos sin violencia” podrán seguir realizándose en la ciudad.1
De nuevo, ¿se ha eliminado la violencia si el toreo permanece? El núcleo del problema es conceptual. ¿Qué se entiende por “violencia”? Podemos distinguir aquí por lo menos tres conceptos diferentes de lo que es la violencia. En primer lugar, encontramos la concepción que subyace a la ley, que podemos llamar una concepción restringida o letal de la violencia, centrada exclusivamente en el daño físico irreversible o en la muerte. Si tomamos esta concepción, entonces podría argumentarse que la reforma cumple con su objetivo: ya no está permitido usar objetos punzocortantes en la lidia que causen daño físico al toro ni matarlo. Bajo la misma lógica se protegerán los cuernos del toro para que los caballos no sean cornados ni mueran y también para que el toro no hiera o mate al torero, al matador (una figura que se entiende que desaparece) o a quienquiera que intervenga en la corrida. No obstante, esta definición restringida de violencia es notoriamente limitada. Suponer que solo la muerte constituye violencia equivale a ignorar el carácter estructural de muchas formas de daño. Esta concepción ignora el sufrimiento prolongado del animal, la alteración deliberada de su comportamiento, la provocación continua y el uso de dispositivos punzantes que, aunque no sean letales, son claramente dolorosos.
Distingamos en segundo lugar una concepción amplia o estructural de violencia, como la ha llamado Johan Galtung. Con este concepto, Galtung se refería a la violencia que se manifiesta a través de estructuras sociales y políticas que impiden la satisfacción de las necesidades humanas básicas, que se encuentra en la forma en que la sociedad está organizada y que genera desigualdades y privaciones. Así, por ejemplo, la discriminación en el acceso a la educación, el trabajo, la justicia y otros ámbitos de la vida social, basada en características personales o sociales (como la pertenencia a un determinado grupo étnico o racial), es un claro ejemplo de violencia estructural. En el ámbito que estamos discutiendo, el trato a los animales, violencia incluye no solo el daño físico grave, sino cualquier forma sistemática de sufrimiento infligido a otro ser sintiente, especialmente cuando ocurre dentro de una estructura que lo legitima o normaliza. Esta es la concepción que muchos activistas y teóricos de la ética hacia los animales suscribirían. Desde esta óptica, el toreo sigue siendo una práctica violenta, aun cuando ya no culmine en la muerte del animal. El “espectáculo taurino sin violencia” seguirá siendo violento porque implica estrés, dolor, humillación y manipulación del cuerpo del toro para fines humanos —el interés de “la muchedumbre sedienta”, según palabras de García Lorca, que solo busca divertirse o entretenerse—, sin respeto por la agencia ni el bienestar del toro.
Finalmente, en tercer lugar, podemos distinguir la violencia simbólica, trascendental o cultural de la que hablan autores como Pierre Bourdieu o Jacques Derrida. Para estos autores, hay una violencia que no se limita a la esfera física o interpersonal, sino que se manifiesta en la estructura del pensamiento, que opera a través del lenguaje y los símbolos, y que consiste, como diría Derrida, en la imposición del “Mismo” sobre el “Otro”. En otras palabras, es un tipo de violencia que modela la realidad de tal manera que algunos grupos o ideas se consideren como “naturales” o “legítimos”, mientras que otros son marginados, discriminados o descalificados. Esta violencia es sutil, es “invisible”, pero nociva: afecta el modo en que representamos a los otros, así como nuestra percepción y nuestro comportamiento hacia ellos. Contribuye a la falta de reconocimiento del otro, que puede ser otro ser humano, pero también el otro de lo humano, o sea, el animal. Según esta concepción de la violencia, prácticas como el toreo, incluso si no culminan en la muerte, reproducen una cultura de dominación sobre los animales, inscribiendo en el imaginario social la idea de que es legítimo someter y usar a otros seres vivos como parte de un espectáculo —aunque este no involucre una muerte sangrienta—. En este sentido, la persistencia del toreo que permite la reforma aprobada refuerza una violencia simbólica contra los animales, naturalizando su subordinación y su estatus como recurso o instrumento. En este sentido, la reforma a la ley puede leerse como una maniobra ambigua: se condena la violencia visible —la muerte pública y sangrienta del toro en la plaza—, pero se conserva la práctica subyacente de dominación y uso del animal como instrumento.
Si el objetivo declarado es erradicar la violencia contra los animales, una prohibición total parecería más coherente ética y normativamente. No basta con suprimir el acto final de la muerte sangrienta del toro en la plaza. Hay que cuestionar el marco completo que permite la utilización de animales como objetos de entretenimiento. En lugar de una abolición real, lo que esta reforma ofrece es una especie de lavado ético de la corrida: se le quita el desenlace sangriento, pero se mantiene la lógica del espectáculo y la cosificación.
Este tipo de legislación puede verse como una medida intermedia o simbólica, pensada para reducir el daño sin eliminar una práctica que tiene defensores culturales, pero sobre todo económicos —que aunque reconocen que no es negocio, como declaró Miguel Alemán, el dueño de la empresa que manejaba la Plaza México hace unos años, quieren mantener las corridas “por gusto y pasión a la fiesta brava”—. Sin embargo, desde un enfoque de justicia animal, seguir utilizando al toro como mero recurso para entretenimiento mantiene su condición de instrumento, lo que contradice los principios de no violencia y respeto por los seres sintientes.
Así pues, la reforma a la ley, con todo y su concepto de “espectáculo taurino sin violencia”, perpetúa un tipo de violencia hacia los animales. En este sentido, en lugar de posibilitar un avance real que nos lleve a reconocer los intereses y derechos de los animales, esta reforma crea la ilusión de avance cuando en realidad ahora será probablemente más complicado que se prohíba completamente la tauromaquia en otros estados —algunos de los cuales posiblemente pasarán reformas similares—.
En resumen, la reforma parece apoyarse en una definición estrecha de violencia, insuficiente para quienes reconocemos la sintiencia animal como base de considerabilidad moral o como base para atribuir derechos morales a los animales. Esta reforma es, en el mejor de los casos, un avance parcial; y en el peor, como dije antes, un lavado ético de la corrida: una estrategia simbólica que encubre con el lenguaje de la no violencia y del respeto a los animales una práctica que sigue fundamentándose en su instrumentalización —y que por lo mismo, puede terminar retrasando una agenda de verdadera liberación de los animales, en la que se reconozcan sus intereses básicos y sus derechos—. Si se quiere hablar con seriedad de una ciudad libre de violencia hacia los seres sintientes, la única vía coherente es la prohibición total de las corridas de toros.
Pedro Haces —el diputado de Morena que emitió el único voto en contra de la iniciativa— ha dicho que las corridas sin sangre no representan el fin de la tauromaquia; pero si lo dice sinceramente, entonces no parece entender la esencia del toreo. Me parece que ningún taurino que se respete aceptará el concepto de “espectáculo taurino sin violencia”, si lo que quiere decir es que la corrida no termina con la muerte del toro. La muerte del toro en la corrida no es un mero desenlace, sino un elemento simbólico esencial que articula la comprensión taurina del espectáculo como una representación ritualizada de la relación entre vida, muerte, naturaleza y cultura. Para quienes han defendido la tauromaquia, como los ensayistas españoles Fernando Savater y José Bergamín o para el escritor estadounidense Ernest Hemingway, entre otros, eliminar la muerte del toro es vaciarla de sentido existencial y estético.
Para muchos taurinos, la corrida no es un deporte ni un simple espectáculo: es una especie de liturgia dramática. El toro no es una víctima pasiva, sino un adversario digno, y el torero representa una figura trágica, un héroe dice Savater en La tarea del héroe (1981), que arriesga su vida en un enfrentamiento con la muerte. En esta clave, la muerte del toro representa el cumplimiento de un destino trágico, necesario para cerrar el ciclo del rito. Savater y Bergamín han sostenido que la corrida no glorifica la muerte, sino la valentía ante ella. El torero es una figura heroica que se expone voluntariamente a la posibilidad de morir, y en ese riesgo afirma la vida, el coraje y el dominio de la voluntad humana sobre el instinto, el dominio del hombre sobre la naturaleza. Para Bergamín, sobreponerse al miedo es lo que le da un carácter heroico al torero: “El miedo es raíz de la dignidad humana que el torero representa y simboliza en la plaza […] el torero representa la dignidad humana por su miedo mismo”. No se trata de una celebración de la crueldad, sino de una confrontación existencial que explora los límites de lo humano y la heroicidad. La corrida es un “juego mortal” donde se entrelazan la vida y la muerte. La muerte, en este contexto, es un elemento que otorga sentido a la vida y al acto taurino.
En su libro Muerte en la tarde (1932), Ernest Hemingway también propone una visión romántica y existencial del toreo, definiéndolo como una forma de arte auténtica porque involucra la posibilidad real de la muerte. Para él, el toreo pone al ser humano ante la verdad última: “La corrida es el único arte en el que el artista se enfrenta con la muerte real y la posibilidad de su propia muerte.”
Si Hemingway ve el toreo como un arte extremo, Bergamín —un poeta de la Generación del 27— lo ve como una suerte de experiencia religiosa. Autor de varios libros sobre tauromaquia recogidos en su Obra taurina (2008), Bergamín no concebía la corrida como un simple espectáculo o diversión, sino como un rito de profundo significado, una “liturgia profana”. Veía al toreo como un “acto de fe: en el arte, en el juego, en Dios”. La dimensión espiritual era crucial en su comprensión de la tauromaquia, la cual se manifestaba en la “música callada del toreo” (que es el título de uno de sus libros sobre toros), una soledad sonora que evocaba una profunda conexión con lo trascendente. Y en esto coincide Mario Vargas Llosa, otro taurino, que afirma: “Cuando un torero alcanza a llevar la faena a ese nivel de compenetración, complicidad e inteligencia entre él y su adversario, la fiesta logra su densidad esencial: su belleza y misterio estallan a plena luz, y el espectáculo nos arrebata, acercándonos por unos instantes de eternidad […] al absoluto, esa súbita revelación de lo que somos y de lo que es la entraña de la vida, su sentido profundo, alquimia impalpable que nos justifica y nos explica.”
Sin embargo, para llegar a ese nivel de experiencia estética o mística es necesaria la confrontación a muerte. Bergamín, Vargas Llosa y muchos otros taurinos reconocen que la muerte es una parte intrínseca del toreo, y que la presencia del toro en la plaza la hace inevitable. Quitar el elemento de la muerte del toro sería, bajo esta lógica, quitar el espejo en que se refleja la muerte del torero, diluyendo el dramatismo esencial de la escena, así como su supuesto carácter artístico o religioso. Eliminar el elemento de la muerte del toro o la posibilidad de que muera el torero (por ejemplo, “protegiendo” los cuernos del toro para que no vaya a herir o matar al torero) convierte toda una liturgia en una farsa, y el valor y el heroísmo del torero queda convertido en un despliegue de sobreprotección que llevará a muchos a pensar en la cobardía.
Los defensores de la tauromaquia consideran que el toro bravo solo puede realizar su “naturaleza” en la corrida, donde supuestamente se le enfrenta al torero como igual y donde su muerte le confiere una nobleza singular, donde se le reconoce su “dignidad”, algo que es imposible que suceda en el matadero. La muerte pública sería así, paradójicamente, una forma de respeto simbólico, pues convierte al toro en protagonista y no en carne anónima.
Desde la lógica taurina, no puede haber lidia sin muerte, no puede haber toreo sin lo que he llamado violencia letal, porque el toreo culmina en una resolución definitiva. La supresión de ese momento sería interpretada como una falsificación, un espectáculo adulterado, sin la gravedad que lo justifica culturalmente. Para muchos taurinos, torear sin matar es como representar una tragedia sin desenlace: es un mero simulacro.Por supuesto que visto desde fuera —por ejemplo, desde una perspectiva ética que acepte el valor moral de los animales sintientes—, esta concepción es profundamente cuestionable: romantiza la violencia y estetiza la dominación, elevando a rango simbólico lo que sigue siendo una instrumentalización y una muerte violenta e innecesaria que, desde esta perspectiva, se ve como una forma de maltrato animal y de tortura. Entender el valor simbólico de la muerte del toro permite ver por qué muchos taurinos consideran que, sin ella, la corrida pierde su alma. Sin lo que la reforma considera como una forma prescindible de violencia simplemente se habrá perdido todo el atractivo que para los taurinos tenía la corrida. Sin la muerte del toro, la corrida está condenada a la muerte. Sin embargo, en vez de contribuir a que esta sea una muerte rápida y de ayudar a salvar las vidas de miles de toros en otros estados del país o en otros países donde todavía sobrevive la tauromaquia y que bien podrían haber seguido la senda trazada por la Ciudad de México, el Congreso local ha optado por una reforma que trata de satisfacer a tirios y troyanos, pero que no deja a nadie satisfecho: a unos debido a su definición estrecha de violencia, que permite que sobreviva una forma de instrumentalización de los animales, a los otros porque han despojado de su esencia a las corridas. En todo caso, el Congreso ha optado por que el toreo tenga una muerte lenta. Optó por capotear el asunto en vez de darle una estocada final. EP