Construcciones desde la guerra (de una conversación con Marion Lenz)

Eduardo Garza Cuéllar nos ofrece una profunda y necesaria reflexión sobre la guerra, un atávico mal que en los últimos años ha resurgido con fuerza y amenaza de nuevo al mundo entero.

Texto de 03/11/25

guerra

Eduardo Garza Cuéllar nos ofrece una profunda y necesaria reflexión sobre la guerra, un atávico mal que en los últimos años ha resurgido con fuerza y amenaza de nuevo al mundo entero.

LA GUERRA, TODA GUERRA, ES UNA AFRENTA ESPIRITUAL y una derrota de la racionalidad diligente: un absurdo. No sólo dinamita la construcción civilizatoria; constituye un retroceso para la historia, pone en entredicho su viabilidad y, además, esconde su sentido.

Permite también tantas lecturas y narrativas como personas, familias, comunidades y países hayan sufrido su trauma.

¿Qué puede haber significado la Segunda Guerra Mundial, la más letal de la historia, para una niña alemana cuyos ojos de once años alcanzaron a ver los bombardeos destruir su casa? ¿Cómo dibujó la guerra en su cabeza y de qué manera la vivió y sobrevivió? ¿De qué manera la guerra pintó su carácter, su visión del mundo y sus convicciones?

Con esas preguntas en la cabeza (y por iniciativa de mi hermana Marga) entrevisté a Marion Lenz, entonces ya nonagenaria, durante su última visita a México. En su memoria increíblemente se mantienen intactas personas, historias y aventuras increíbles entre las que rescato dos fascinantes.

El dinamismo de la guerra obligaba a los grupos escolares a desplazarse una y otra vez, guiados por sus maestros, hacia localidades que se consideraban seguras no sólo en territorio alemán, sino también en ciudades polacas y checas.

En algún punto de dicha itinerancia la niña se contagió de escarlatina, tuvo que ser hospitalizada cerca de Praga y perdió el rastro del grupo en el que viajaba también su hermana. Recuperada su movilidad, se encontró sola por varios días preguntando por el paradero de su grupo; en esos avatares, una señora la reconoció en un andén por el parecido físico con su hermana; ella, que sabía de la ubicación de sus compañeros, la orientó y le permitió reencontrarse con ellos.

Luego, ya cerca del final de la guerra, su mamá recorrió un increíble laberinto para dar con sus hijas (quienes no sabían del paradero de su madre) para reconstruir gradualmente la vida familiar.

Le pregunté hasta qué punto el haberse vivido sin techo, a salto de mata, arrimada por tanto tiempo a casas de familiares y de amigos, pero, sobre todo, el haber sido testigo de tanta destrucción, la habían influido vocacionalmente para convertirse en arquitecta. Quise preguntarle también qué tanto el muro de Berlín, esa nefasta herencia de Nikita Jrushchov que dividió a su familia, tenía que ver con su vocación de urbanista.   

Ella asociaba más bien su profesión a la herencia paterna y a la tradición familiar, pero, eso sí, me habló de otro tipo de arquitectura: la institucional y la moral. Sintió el plan Marshall como el cimiento que permitió a Europa mirar nuevamente al futuro. Lo distinguía del Tratado de Versalles, insostenible por humillante.   

No odiar, no humillar ni sentirse superior a nadie se convirtieron en los principios de la filosofía personal, profunda y sencilla, que cinceló su carácter.

Reflexionaba puntualmente sobre las consecuencias de la soberbia. La guerra fue, en su visión, la consecuencia irrefrenable y catastrófica de la idea, convertida en creencia, de los que se sienten superiores a los demás.

El principio todos dignos, nadie superior a nadie no fue para ella y su generación sólo la conclusión de un ejercicio argumentativo, sino un claro llamado ético de su tiempo.

Afortunadamente, también una generación plural de pensadores visionarios escuchó dicho llamado histórico, asumiendo la misión y el reto de redactar la carta de los derechos humanos fundacional de la ONU.

El texto cuyo primer artículo reza “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos” fue escrito, bajo el liderazgo de Eleanor Roosevelt, por personajes como John Humphrey, director de la División de Derechos Humanos de la ONU, Charles Malik, filósofo libanés y expresidente de la Asamblea General de las Naciones Unidas y el pensador chino P. C. Chang. A este equipo inicial se unieron más tarde René Cassin, francés, Hansa Jivraj Mehta, de la india y Minerva Bernardino.

Para la generación de la postguerra, esta declaración de derechos humanos, que alcanzó en poco tiempo el consenso universal, se convirtió en un faro filosófico, en un nuevo Evangelio, el de la ética cívica.

La generación de mi tía Marion, que vio en el plan Marshall el cimiento en el que Europa podía reconstruirse, reconoció en la ONU y en sus organismos (UNICEF, OMS, PNUD, FMI, UNESCO, ACNUR…) —al igual que en cortes internacionales como la de la Haya— la estructura, las instalaciones, las paredes y el techo que completaban la casa que les permitió volver a dormir en paz.

Dichas instituciones eran, sin más, garantes de los derechos y de la convicción “nunca más“, la cual les dio protección y sentido. Quienes vivieron los horrores de la guerra atendieron la vocación de construir las instituciones que, a su juicio, garantizaban la no repetición.

Ganaron, gracias a ellas y a liderazgos llenos de claridad (pienso en Konrad Adenauer, en Alcide de Gasperi y en Robert Schuman), el oxígeno que les permitió avocarse a la reconstrucción material, moral, intelectual y económica de Europa.

Las siguientes generaciones, la mía entre ellas, descansaron en dichas instituciones; más aún, las dieron por dadas. En nuestras conciencias, con el pasar de los años, se fue desdibujando la imagen y la moral de la guerra, al tiempo en que se fue armando poco a poco el estado de bienestar. Las angustias, la filosofía y los consejos de austeridad de los abuelos fueron pareciendo excesos y, frente al silencioso embate de la enajenación y el hedonismo, se descuidó la herencia y los cimientos.

Los abuelos descansaban sabiendo que en vida no verían otra guerra en suelo europeo. Por eso mi tía, a quien entrevisté al inicio de la invasión rusa a Ucrania, su noticia le robó salud y sueño.

El techo que por ochenta años cuidó el sueño de sus contemporáneos, la casa que los protegió, cruje y amenaza con imponerles una nueva e injusta itinerancia. En la coda de sus vidas pueden quedar desnudos en un baldío, nuevamente desvalidos.

¿Quién iba a creer que instituciones, fruto de la reflexión de los más capaces, pensadas como garantes de derechos, paz y democracia, se vieran minadas por un nuevo bombardeo, el del poder? ¿Quién, que sus estructuras —ese símbolo de civilización llamado a fortalecerse— se debilitaría? ¿Qué tan responsables somos de las grietas por las que se cuelan totalitarismos que cancelan derechos y libertades? Conversar con personas de esa generación —quedan pocos, pero quedan muchos libros— no sólo nos advierte los despropósitos de los que somos capaces; es también un ejercicio de dignidad y de memoria que nos inspira y nutre para encontrar nuevas maneras de retomar nuestras más entrañables convicciones con creatividad, astucia, constancia e inteligencia. EP

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