
Siete filósofas toman posición frente a los distintos silencios que las rodean y se articulan en torno a ellas.
Siete filósofas toman posición frente a los distintos silencios que las rodean y se articulan en torno a ellas.
Texto de Este País 06/03/25
Siete filósofas toman posición frente a los distintos silencios que las rodean y se articulan en torno a ellas.
Como toda palabra importante, silencio se dice de muchas maneras. Así también las mujeres. Alguien que quiero mucho me contó hace poco que, cuando Emily Dickinson murió, juntaron su obra regada por una habitación en los formatos más discretos: papelitos, sobres, servilletas. Imaginé la recolección, silenciosa. Unas sombras reúnen, calladas, las palabras. Luego, les dan orden. Por último, las avientan a la luz de la imprenta. Y el mundo las escucha.
Cuesta mucho que el mundo escuche a las mujeres. De ahí que “no entenderlas” se vuelva un lugar común, resultado del desfase entre una fantasía de lo llamado femenino y la realidad de las mujeres que resulta aberrante. Por eso, históricamente, algo de ser mujer se relaciona con un error: incapacidad deliberativa, exceso emocional, falta de profundidad. Y, si son escuchadas, las más de las veces cuesta una muerte o, de menos, un diagnóstico psiquiátrico. Ya sea que recojan los papeles post-mortem o que las dificultades para decir sean tales que sortearlas a ratos se sienta como morir. O que todas las protagonistas de novelas terminaran, por mandato, amortajadas o casadas con familia. O que el servicio no acuerda con la autonomía y ¿el poder recién ganado?
Si callan, es sumisión asumida.
Lo importante es que no puedan elegir sin que la consecuencia al atrevimiento de ejercer su libertad sea funesta. El pulso es sostener y perpetuar un lugar indigno para ubicarlas: donde el silencio es impuesto y el habla, medida. Una de las arterias de los movimientos feministas ha sido, y es, hacerse de un decir. De un poder decir. Eso que llaman voz. Y que los ocho de marzo resuena por las calles de tantas partes del planeta porque el hartazgo de que les pisen la garganta es mucho.
En conmemoración de todas aquellas que lucharon para que los silencios sean propios, en honor a las que alzan la voz, por las que faltan y por las que vienen, siete pensadoras mexicanas analizan qué significa, hoy, romper el silencio.
Montserrat Fernández de Bergia
Creció como satélite de una comunidad de mujeres, donde conoció la palabra y los cuidados. Poeta y filósofa de lo político, actualmente es docente de preparatoria y directora del proyecto @canastabasicamx.
En la víspera de Navidad, hace apenas unos meses, al calor de las compras a último momento en el supermercado, noté lo irritante que puedo volverme para varios hombres por tan solo estar en lo que voy a describir como modo presencia. Días pesados por su efervescencia, conflictos familiares, tráfico desbordante, estrés generalizado ante la promesa de pronto descansar; sí, todo esto nos arroja seres que buscan encontrarse con su peor enemigo en medio de los electrodomésticos o la pescadería local. Algo así me pasó: tres señores consecutivos adoptaron posturas déspotas hacía mí en diferentes momentos de esa víspera. Lo común en todos los casos: no les di ni una palabra ante su necesidad de conflicto, solo les puse atención. El orden de los eventos fue más bien al revés: primero puse atención a sus actos, ya sea que Señor 1 estuviera apurando el tránsito en un pasillo saturado de personas, que Señor 2 estuviera obstruyendo el tráfico en el estacionamiento, o que Señor 3 estuviera por robarle el lugar en fila a alguien para pasarse más rápido el semáforo. En todos estos casos mi mirada fue desde el principio a conocer lo que estaba pasando y descifrar la manera en la que se deslindaban velozmente de sus responsabilidades mientras afectaban a los demás. Mi mirada no es particularmente juiciosa, verles atentamente vino de un estado que habito cotidianamente y no de un acto con un sólo objetivo. Pero mi sorpresa fue que los tres personajes sobre reaccionaron al estado de atención que dirigí hacia ellos y me dijeron un par de palabras de molestia por haberme vuelto testigo de algo que, muy probablemente, reconocían incorrecto.
Una de las cosas que he aprendido de la poesía es el silencio. En los poemas, como ante otros códigos interesantes, hemos de mostrar el silencio, no decir el silencio; hacerlo notar y usarlo con acento. El silencio conforma el ritmo, permite el contraste necesario para que algo aparezca. Vivir de cerca la sutileza de la poesía me ha dado el poder de notar la presencia de las cosas y reflexionar sobre aquello que el lenguaje debe hacer surgir, ya sea en las palabras o en otros códigos, como los de mirar, tocar, mover los objetos de lugar o moverse una misma, en general. La poesía dice cosas gracias a que les pone atención.
De pronto, en medio de ese supermercado o la calle, en un diciembre de Nochebuena, y con la aceleración del momento, me descubrí como una interlocutora demandante, aun en silencio, porque no corría sin observar, como la mayoría de las personas en la escena. Últimamente pienso que el acto de estar presente y precisar las intenciones en un movimiento gentil, sin apartar la vista y activando la escucha, son formas sumamente efectivas para interrumpir los viejos sistemas de creencias y, quizá, descuadrarlos un poco. Hablo de lo contrario a la ausencia: un estado de concentración de energía que puede actuar atendiendo que, de principio, a muchas personas les costará escuchar con el cuerpo o desde algún lugar en donde se puede recibir lo que otras mujeres y yo tenemos que decir.
Dos meses después de esta anécdota, me encuentro dando clases en una preparatoria donde uso el mismo modo: una atención precisa más no despiadada, pero sólo después de haber intentado otras estrategias —subir la voz, redundar en las instrucciones, señalar cada falta de respeto— sin éxito. Ahora mis alumnos están atentos porque los miro: pausan, rectifican o hacen silencio —guardando la proporción, pues están en medio de la adolescencia—. Creo que estar aquí, disponible y atenta a los tantos códigos que existen, me brinda el espacio para crear otros nuevos, que a veces utilizo como lenguajes secretos para romper el silencio. Estar en modo presencia es una verdadera amenaza para la norma que estandarizó este mundo. La voz, la presencia, la mirada, me parecen actos de alto valor que nosotras sí hemos tenido que dosificar porque estamos cansadas. En compartir nuestras palabras cuando la escucha lo amerita, en hacer aparecer desde el silencio lo que hace falta —mientras cuidamos nuestra energía en el proceso— está la ruptura también. Porque nuestra voz es mucho. Porque lo que tiene que decir una mujer es sumamente necesario.
Filósofa regia, esposa y madre. Docente en el ITESM, investigadora y autora en la línea de fenomenología moral. Su trabajo aborda, desde una perspectiva filosófica, el contexto de la ofensa y sus posibilidades: venganza, justicia, resentimiento y perdón
¡Qué grave problema es normalizar la maternidad! ¿Qué tiene de normal tomar entre tus brazos un pedazo de tu alma; parir de las entrañas vida de tu vida; enseñar a vivir a quien tiene todo por delante; cuidar de un corazón, cuando el propio aún aguarda sanar?
Normalizar lo extraordinario, qué peligroso pecado. Nadie ha visto la eternidad en unos ojos, ni tocado el cielo con las manos; no conocen la pureza del recién llegado como a ella le es revelado. Cuántas veces se le ha dicho que siga su vida, que vuelva a ser ella. Le dicen que todas lo hacen y no es para tanto. Que uno es muy poco y seis demasiado. Que sus brazos miman y sus besos malcrían, pero la firmeza arruina a la cría. Que no es la primera, ni será la última… es natural y ya pasará.
Trivializar un milagro, mira a dónde nos ha llevado. El sollozo se agota hasta ser ruido blanco. Su miedo y su agobio salen sobrando; su remordimiento es inventado y su angustia ficticia: el mundo es muy cruel y no hay nada que hacer.
Pero lo más llamativo de este brutal vicio es la enorme nobleza de su respuesta. Sus lágrimas siembran lo que otros cosecharán; nutre y protege incondicionalmente. Fuerte frente a cualquier instancia, sana el dolor un consejo a la vez. Ante cualquier absurdo, ¿quién dudaría en acudir a su centro, buscar su fuerza y su voz? Sus brazos aprehenden las veces que sea; su perdón indulta a cualquier ofensa; sus pasos acompañan a cualquier distancia. Su fiel corazón no guarda rencor. Se puede equivocar, las veces que sea pero a nadie como ella sus errores le pesan.
Si bien no es un ángel, sino una persona, es lo más parecido que camina la tierra. Si la cura del mundo se encuentra en un sitio, es en este su humilde labor; la que no lleva cuentas, ni persigue una agenda y aguarda todas las noches en vela.
Su bello mensaje no se traduce: se vive o se recibe. Lo de una madre no es silencio. Es, más bien, sordera nuestra, puesto que no comprendemos hasta convertirnos en ella. Si se trata de imaginar aquello que siente, ella es el amor que más amó, un alma dividida en dos.
Doctora en Humanidades con especialidad en Filosofía Moral y Política. Profesora y formadora de juventudes.
Como frecuentemente nos muestran diversos documentos, películas y publicaciones en redes sociales, pareciera que está en boga la idea de que dedicarse al hogar es extenuante, a diferencia de la vida profesional, que es enriquecedora, tanto en el aspecto personal como en el material. Por el contrario, poco se habla de la gratificación que resulta de donarse a los seres amados, es decir, darse sin recibir nada a cambio. Saberse acompañado y cuidado de manera incondicional trasciende el tiempo y el espacio, pues un ambiente familiar seguro y cariñoso fortalecerá a sus miembros durante toda su vida. Especialmente, casi nunca se menciona que el ámbito laboral y familiar podrían no enfrentarse, sino auxiliarse y conciliarse.
En vez de optar sólo por alguna dimensión, la laboral o familiar, habría que: 1) reconocer las labores de cuidado mediante acciones económicas, políticas y sociales que garanticen la salud y el bienestar económico de las mujeres que dedican su vida a los demás, así como leyes que protejan a las personas de la tercera edad que pasaron su vida al servicio de los otros; 2) facilitar redes de apoyo a las madres y cuidadoras en su entorno profesional, en el entendido de que la eficiencia laboral de las mujeres no depende de la cantidad de responsabilidades domésticas a su cargo; 3) asumir, tanto en la esfera económica como en la privada, que los seres humanos no son seres aislados, sino que las relaciones interpersonales construidas sobre la confianza se convierten en terreno fértil para el desarrollo individual y social. Se trata de un ganar-ganar, no de un juego de suma cero entre la prosperidad económica y el hogar.
Dígase fuerte y claro: la plenitud es posible para la empresaria, pero también para el ama de casa, la profesional de la salud, la académica, la deportista y la artista; en todos los roles a la vez, o viviendo uno solo. Para ello, basta dejar de lado el individualismo y la polarización, y suplirlos por colaboración y unidad. He allí la auténtica sororidad.
Egresada de Filosofía por la Universidad Panamericana. Coordinadora editorial en Editorial NUN. Apasionada de los idiomas, la jardinería y la literatura.
El silencio no está roto, pero se está quebrando. El inconsciente colectivo tiene noticia de lo que pasa, pero se hace de la vista gorda. El inconsciente individual se evita problemas, le llama “chismorreo de viejas”, se escuda en el “no son todos los hombres”. Todos oyen el murmullo, ¿pero lo escuchan?
El más reciente ejemplo de la sordera común frente al reclamo por la violencia contra las mujeres en México es que “si no es viral no hay justicia”. El problema ya no es el silencio, es la indiferencia y la minimización del problema. La violencia en México no discrimina, pero las razones que la motivan son claramente diferentes entre hombres y mujeres. Mientras haya mujeres sin pleno uso de su libertad, violentadas, asesinadas y desaparecidas, la protesta es legítima. Es necesaria.
Pero hablar con quien no escucha es como hablar con una pared. ¿Cómo se hace para penetrar el concreto? ¿Qué se hace con los muros que obstruyen el camino? Se confronta, se les señala, se les da la vuelta, se les pasa por encima. Se les atraviesa. No hay que hablarle a las paredes: hay que romperlas. Esto no significa incitar a la violencia ni al repudio del “enemigo”. Al contrario. Significa que, donde sea posible, es necesario entablar una relación frontal, basada en argumentos, razones y evidencia. El grito que ha roto el silencio deberá convertirse en una conversación que impregne el espacio común.
Uno no puede obligar al otro a que le entienda. Sólo puede intentarlo. Y aunque el tiempo no siempre es nuestro aliado, sigue siendo la única esperanza. Esperanza de que el goteo sobre la roca haga mella: es la esperanza de que la inercia aumente. Para romper el silencio, hay que romper también la costumbre, la incomprensión y la desesperanza. Los movimientos sociales cumplen su papel y perduran como algo más que una performance o un símbolo, siempre que resistan en el tiempo como ejercicio constante, manifiesto e intencional.
Este diagnóstico presupone la existencia privilegiada de una cultura donde el diálogo, aunque sesgado, es una posibilidad. En los espacios donde la violencia lo impide, es asunto de la ley resolverlo. El Estado se ha demostrado reacio e incapaz de ello y por eso se merece todos los vituperios que recibe. Sigamos gritando juntas el 8M.
Filósofa y poeta queer. Artista en cuanto a ser que experimenta. Estudiante de la maestría en Agroecología, territorio y soberanía alimentaria.
¿Qué silencio necesito romper? ¿Qué complicidades mantenemos las mujeres?
Con el auge de ciertos feminismos, se ha difundido la expectativa de que los hombres con los que nos relacionamos rompan el pacto patriarcal: que no repliquen ni encubran conductas y relaciones que tienen un efecto de dominación sobre las mujeres. Es indispensable reconocer la existencia de un sistema jerárquico sexo-género que oprime mujeres. Sin embargo, una verdadera visión crítica no debe terminar ahí: no puede conformarse con la difusión de un discurso feminista internalizado por el sistema, para convertirlo en un producto de consumo y branding que mantiene tantos aspectos de nuestra vida sin cuestionar. Me refiero a que las mujeres no hemos roto todos los silencios que suponen complicidades y nos permiten mantener estilos de vida cómodos mientras afectan, oprimen y suprimen otras formas de vida y expresión.
Durante décadas, pensadoras y feministas negras, indígenas, discas y trans han señalado que el empoderamiento que se alcanza a través del feminismo es insuficiente frente a las problemáticas estructurales que atraviesan sus vidas. En el marco del Día internacional de las mujeres obreras urge subrayar que la opresión no es un fenómeno desarticulado. No es sólo la misoginia: son el racismo, el clasismo, la cis-heterosexualidad, el despojo territorial, la forma en que opera el Estado-nación, la voracidad del consumismo, la devastación ambiental.
Para quien se ha dado a la tarea de revisar y modificar sus viejos paradigmas a la luz del feminismo, esta crítica puede resultar odiosa en tanto que confrontativa, y es natural que la primera reacción sea defensiva. Pero ese malestar es sólo una etapa del proceso crítico: la respuesta que tomemos ante él decidirá si seremos cómplices o si romperemos los pactos que nos benefician (como el patriarcal). Es indispensable conocer otros movimientos por la liberación, otras subjetividades en resistencia. ¿Implica tarea? ¿Es trabajoso? Sí. Pero la otra opción es un silencio cómplice.
Historiadora y mujer transgénero nacida en la Ciudad de México.
El silencio es uno de esos temas sobre el que las mujeres han escrito —y mucho— a lo largo de su historia, aunque sea indirectamente. Lo han hecho desde varias perspectivas y casi todas parten de una profunda experiencia personal, pues el silencio es un fenómeno que ha marcado sus vidas a lo largo del tiempo: desde el olvido de su pasado hasta los obstáculos que el presente nos impone para evitar la violencia por venir.
El silencio ha sido un hecho regular en la vida de las mujeres, una verdad tan evidente a lo largo de la historia que, por sabida, se olvida. Y desde luego que el silencio es en estos casos una forma sofisticada del desprecio en la cultura del mundo en que vivimos. Pero no ha sido solo represión. Una primera forma de franquear su historia es reconocer su sentido para la vida de las mujeres, porque este carácter personal de nuestra experiencia del silencio es uno más de los tantos hechos que hoy sustenta la definitividad de nuestra vida y establece una universalidad que le es común a todas las mujeres: el silencio ha sido un fenómeno vivido no solo por nosotras, pero sí definitivamente por nosotras.
En El infierno musical, de 1971, Alejandra Pizarnik tenía plena razón al decir que “el lenguaje silencioso engendra fuego”. Una idea provocativa, porque la relación entre la vida de las mujeres y el silencio nos pone de relieve el maridaje entre la historia y el lenguaje: el furor del registro, el poder de silenciar definitivamente o de consignar silenciosamente algo. Si es que hay una relación entre el lenguaje, el silencio y la vida de las mujeres, habría que decir que la esencia del lenguaje es la búsqueda del sentido dentro de la historia del silencio y no su posesión contra el silencio. La vida de las mujeres transgénero es ejemplar en la historia del silencio. Y al día de hoy, llegar a ser una mujer trans significa ganar tiempo para vivir un poco más tu propia vida. Es apropiarte de tu vida al franquearle al mundo su historia de silencios. Ser una mujer transgénero es una forma personalísima de evitar, desde la propia vida de las mujeres, el triunfo de la inhumanidad del mundo al impedir que el silencio se convierta en olvido y en violencia.
Filósofa y ensayista. Estudia la maestría en Ética y justicia global en la Universidad de Birmingham.
Solo bastaron las palabras “silencio” y “ocho de marzo” para que se hiciera perceptible la bola densa que vive en mi garganta. Es una maraña de reclamos, gritos y confesiones que no se pueden digerir ni vomitar. La fuerza gravitacional de la culpa la mantiene ahí, suspendida en la garganta de quienes hemos guardado silencio ante la violencia sufrida o atestiguada. Porque, aunque nos esmeremos por gritarlo y cantarlo el 8M, aunque confesemos y enfrentemos a algunos violentos, hay silencios que se quedan con nosotras.
En el mejor de los casos, nuestro silencio nos vuelve cómplices. Es la oscuridad donde se esconde el violento. En el peor de los casos, el silencio es nuestra manera de escapar de la pesada categoría de ‘víctima’. Es una forma retorcida e ilusa de entender la dignidad. Es el territorio fértil de una violencia discreta y persistente, como la culpa asentada en la garganta.
[Sólo me atrevo a señalar el silencio porque romperlo no tiene sentido (no viene al caso). Intento demarcar una sombra sin pretender iluminar allí dentro.] [Que los bordes de esta sombra sirvan para que las próximas o las más fuertes no caigan en la oscuridad del silencio que aisla, enferma y, sí, mata.]
Hablo del silencio como una fuerza ajena, como si no fuera una decisión libre e imputable. Pero el silencio es ambas: libertad y sometimiento. Es una condición a veces impuesta por el victimario, por las condiciones o el contexto de la violencia. Es también una decisión que casi siempre toma la víctima y quienes por estar a su lado se convierten en daños colaterales, cómplices o testigos indiferentes. [Pero no, no hablo del silencio indiferente, sólo del que pesa y duele porque es consciente de lo que implica.]
El silencio de las familias, de los entornos laborales, de los mundillos y del mundo entero es complicidad. La familia esconde a su padre, hermano, tío o primo violento [así es él]; la empresa promueve a su violento y corre a la valiente que rompe el silencio; el mundillo —artístico, editorial, político, académico, etc.— voltea conscientemente para otro lado [no quiere perder a tan valiosos elementos]; el mundo entero descansa en un sistema de explotaciones silenciosas que recae, sobre todo, en las mujeres pobres, racializadas, trans y, por otras razones, marginadas. Todo esto es posible gracias al silencio, en él participamos casi todas las personas con nuestras prioridades y valores retorcidos para encajar en las lógicas dadas. [Y si la voz es un arma, el silencio no es una medida pacifista, es la evidencia de que vivimos en guerra.]
“No supimos qué hacer. Ante lo inimaginable, no supimos qué hacer. Ante lo inconcebible, no supimos qué hacer. Y callamos. Y te arropamos en nuestro silencio, resignados ante la impunidad, ante la corrupción, ante la falta de justicia. Solos y derrotados. Solos y desechos. Triturados. Tan muertos como tú. Tan sin aire como tú. Y, mientras eso pasaba, mientras nos arrastrábamos por debajo de las sombras de los días, se multiplicaron las muertas, se cernió sobre todo México la sangre de tantas, los sueños y las células de tantas, sus risas, sus dientes (...)
Hasta que llegó el día en que, con otras, gracias a la fuerza de otras, pudimos pensar, imaginar siquiera, que también nos tocaba la justicia. Que la merecías tú. Que la valías tú también entre todas las muchas, entre todas las tantas. Que podíamos luchar, en voz alta y con otras, para traerte aquí, a la casa de la justicia. Al lenguaje de la justicia.”
Cristina Rivera Garza, El invencible verano de Liliana.