Reality Zoom: el peligro del narcisismo y la insignificancia en la educación virtual

¿Quiénes somos ante la pantalla?, ¿tenemos una vida pantallizada y eso nos hace ser otros? María Antonieta Mendívil responde a estas preguntas que nos hacemos en medio del confinamiento.

Texto de 24/12/20

¿Quiénes somos ante la pantalla?, ¿tenemos una vida pantallizada y eso nos hace ser otros? María Antonieta Mendívil responde a estas preguntas que nos hacemos en medio del confinamiento.

Tiempo de lectura: 4 minutos

“Esto es un reality Zoom”, me dijo mi hija de 9 años al terminar una de sus clases en línea. Con mi otra hija de 25 años, recordé aquellos tiempos en los que me preocupó profundamente el efecto de las selfies y los reality shows en la configuración de su identidad, autoconcepto, socialización.

Eran los inicios del 2000, la barra de programas televisivos estaba ocupada por realities de celebridades, donde los personajes detrás de la pantalla simulaban atravesar la pantalla para apropiarse de la “vida real”, la normalidad, la cotidianidad, mientras que los espectadores aspiraban a traspasar hacia la pantalla y simular una de esas vidas de celebrity o influencer. Si las celebridades eran como una persona anónima, las personas anónimas podrían ser también como celebridades. Un juego de espejos y de simulaciones que se vieron potenciadas con la llegada de las redes sociales. 

La vida empezó a exponerse con la mediatización de una pantalla; una vida que no se vive sino que se escenifica, a través de las selfies y los posados. El yo no fue un contenedor existencial, sino una representación. La identidad ya no era un proceso personal de exploración del yo; sino un proceso mediatizado a través de pantallas y el like de aprobación detrás de ella. La identidad propia estaba en manos (literalmente) de los otros, tan cerca o tan lejos como un clic. 

Ahora, se me ha instalado otra preocupación al ver a mi hija menor tomar sus clases vía Zoom, de verla frente a una pantalla que le devuelve la imagen de las amistades entrañables de su salón, pero también la imagen constante de ella misma, como si tomara clases frente a un espejo. He advertido en mi hija misma y en mi sobrina de la misma edad que gesticulan más al hablar, casi de una manera histriónica. Advierto eso como una novedad. ¿Tendrá algo que ver el reflejo constante de su propia imagen? ¿Qué impacto puede tener esto?, me pregunto, y corro a releer a Jean Baudrillard. 

Baudrillard había sido para mí un profeta de los riesgos de la pantallización de la realidad. Ya había advertido sobre cómo las pantallas disuelven el papel del sujeto y del objeto de la comunicación, y cómo esta disolución también afectaría las formas de producir y consumir mensajes.  Pues ya estamos ahí. 

Susana Tambutti en “Danza o el imperio sobre el cuerpo” cita a Paul Valery en una visión profética: “Como el agua, como el gas, como la corriente eléctrica vienen desde lejos hasta nuestras moradas para satisfacer nuestras necesidades, mediante un esfuerzo casi nulo, así seremos alimentados por imágenes visivas o auditivas, que nacerán y se desvanecerán al mínimo gesto, casi con una seña… No sé si un filósofo ha soñado alguna vez con una sociedad para la distribución de la Realidad sensible a domicilio”. 

Cuando paso por un lado de mi hija mientras toma clases y veo de reojo esa cuadrícula en la pantalla, llena de niñas y niños,  con sus nombres etiquetados en cada imagen, viene a mi mente el ensayo de Baudrillard, Videosfera y sujeto fractal, en el que menciona que: “podemos hablar hoy en día de un sujeto fractal que se difracta en una multitud de egos miniaturizados todos parecidos los unos a los otros, se desmultiplica según un modelo embrionario como en un cultivo biológico, y satura su medio por escisiparidad hasta el infinito”. 

La selfie, esa captura instantánea y efímera se prolonga frente a la pantalla Zoom en clases. La realidad que viven actualmente nuestras niñas y niños es una selfie permanente, hay un exceso de representación, un azuzamiento al Narciso que yace agazapado muy en el interior de cada persona. 

En Cámara lúcida (Paidós, 2012), Roland Barthes escribió “Cuando me siento observado por el objetivo (de la cámara) todo cambia: me constituyo en el acto de ‘posar’, me fabrico instantáneamente otro cuerpo, me transformo por adelantado en imagen. Dicha transformación es activa: siento que la Fotografía crea mi cuerpo o lo mortifica, según su capricho”. 

¿Cómo afecta esa representación constante a través de las pantallas al concepto del cuerpo, del yo, de la identidad, de la autoaceptación, de la aceptación de los demás hacia su ser e identidad en construcción?

Baudrillard en el mismo ensayo citado dice que “No es narcisismo y se yerra abusando de este término para describir este efecto. […] No es un imaginario narcisista el que se desarrolla alrededor del vídeo o de la estéreocultura, es un efecto de autorreferencia desolada, es un cortacircuito que inserta inmediatamente el idéntico en el idéntico y por tanto subraya, al mismo tiempo, su superficial intensidad y su profunda insignificancia”.

 Frente a este panorama terrorífico, entre Narciso y la insignificancia, contrapongo el esfuerzo denodado de educadores para trabajar desde la virtualidad en esa individualidad, en el proceso personal de cada infante para adaptarse y ganar terreno a la pantalla con una comodidad creciente, y para convertir la enseñanza al mundo digital. En el caso de mi pequeña hija, que asiste a una escuela Montessori, el reto ha sido mayor y ha significado cuestionamientos y ajustes personales de las mismas guías, quienes paradójicamente imparten clases virtuales de una metodología basada en la experiencia directa y sensorial.

¿Cuál es nuestro papel como madres, padres, tutores, cuidadores de los infantes sobreexpuestos a la mediatización de las pantallas? ¿De qué manera podemos compensar estos riesgos de la pantallización sobre su identidad, individualidad y autoaceptación?  

Como tantas cuestiones en la pandemia, mi respuesta más genuina es: no lo sé. Y creo que no hemos reflexionado lo suficiente en ello, al centrarnos en el esfuerzo de la conversión educativa del formato presencial al virtual. 

En el último día de clases de mi pequeña, antes de las vacaciones navideñas, las niñas y niños abrazaron la pantalla como una forma de abrazarse entre sí, como una vía para compensar todo este tiempo de confinamiento, y de disipar la distancia que la pandemia ha interpuesto. 

En ese gesto espontáneo veo muchas claves. El amor, el cariño, el reconocimiento deben expresarse quizá con mayor fruición de manera táctil, corpórea, física, como una forma de resistencia ante la virtualidad. Encumbrar lo humano, lo corpóreo en su soberanía frente a la realidad pantallística. Mirarles a nuestras criaturas a los ojos y decirles con nuestra mirada, palabras y verdad: yo te veo, yo te acepto, yo te reconozco, yo te amo en tu unicidad.

Quizá sea cursi o ingenuo. Pero siempre he encontrado que esa es la mejor respuesta ante la atrocidad. EP

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