Taberna: Pensar con el cuerpo

En esta columna, Fernando Clavijo reflexiona sobre cómo nuestro cuerpo es capaz de crear conexiones con los objetos, las emociones y las vivencias que van más allá de lo intelectual y lo racional.

Texto de 09/05/24

memoria

En esta columna, Fernando Clavijo reflexiona sobre cómo nuestro cuerpo es capaz de crear conexiones con los objetos, las emociones y las vivencias que van más allá de lo intelectual y lo racional.

Tiempo de lectura: 6 minutos

Cuando hablamos de “memoria”, típicamente nos referimos a los recuerdos que, como escenas, guardamos en nuestra biblioteca cerebral: anécdotas, situaciones de peligro, viajes o momentos decisivos de la vida. Pero hay otro tipo de memoria que es menos intelectual sin ser menos significativa: la sensorial. El cuerpo sabe cosas que la mente consciente no.

“El cuerpo sabe cosas que la mente consciente no.”

He aquí un ejemplo: en una ocasión me hablaron sobre un chico vietnamita que se ocultaba bajo el escritorio cuando escuchaba la sirena de las ambulancias inglesas. Le “recordaban” los bombardeos.1 Puse “recordaban” entre comillas porque esto no era propiamente un recuerdo, algo que vive en el intelecto, sino una respuesta aprendida —o heredada— quizás desde antes de haber logrado el uso de razón. Una memoria sonora, algo más allá del lenguaje. Mi madre con Alzheimer, para dar otro ejemplo, había olvidado hasta su nombre, pero podía completar las estrofas del poema A Margarita Debayle, justamente por su sonoridad. De este modo, hay otros tipos de memoria, como la visual, con lo cual no me refiero a recordar el mapa o los apuntes de historia, sino a cómo la poca luz que se cuela por las cortinas recrea para mi amigo Alberto la sensación de su madre acercándose a su cuna.

Hay también —y para entrar en la vocación de esta columna­— memoria olfativa y gustativa.2 Tienen un sentido evolutivo, por supuesto, pues nos protegen de lo que nos ha hecho daño, nos alejan de lo que parece malsano; un ejemplo extremo es el desarrollo de alergias cuando nos ha hecho mal un crustáceo en mal estado. Pero más allá de la supervivencia, estas memorias alumbran un camino que nos conduce, alteran la conducta y nuestra vida sin ser notadas, como una forma de intuición. ¿Por qué tomamos uno u otro camino en una bifurcación en el campo? Puede ser por el olor dulce que se parece al agua de colonia de la abuela, puede ser por un ligerísimo cambio de luz que nos anuncia que es más tarde de lo que pensábamos. Puede ser incluso por algo que sabía nuestro padre, es decir, que dicho camino evoque el de una casa de su infancia, una casa que nosotros nunca conocimos. El gusto por el amanecer, ya lo he escrito antes, está en nuestra memoria genética. Todos sabemos cuándo va a llover porque lo olemos, pero, ¿cómo sabemos cuando alguien nos sigue o nos observa?

No voy a relatar recuerdos gastronómicos. La memoria gustativa ya ha dado pie a innumerables comentarios nostálgicos, a la escena famosa donde el personaje Anton Ego se transporta a su niñez gracias a una ratatouille bien ejecutada, a las miles de páginas de Proust respecto a una madeleine.3 Pero tal vez más importante que la facilidad con la que se traen vivencias del pasado, es la capacidad del cuerpo de percibir detalles que nos ayudan a vivir y asumir el presente. Estos detalles o sensaciones nos hacen actuar en consecuencia aun sin racionalizar las cosas. Así pues, con quien compartimos la mesa se convierte en nuestra familia, y no viceversa.

Hay incluso un tipo de conocimiento muscular. En el artículo “Getting the pump” (Harper’s Magazine, febrero 2024), Jordan Castro hace la observación de que somos la generación de la historia que consume más texto. Entre noticias, libros, aparatos móviles y hasta subtítulos, leemos todo el tiempo. Es decir, estamos sumergidos en el lenguaje. Por ello, nos dice, ir al gimnasio —donde se experimenta el cuerpo— no es una actividad de vanidad y egoísmo, sino el antídoto para la vanidad y egoísmo que significan vivir inmersos en nuestra propia cabeza.

El deporte de por sí es objeto de crítica por parte de los “intelectuales”, que ven en la armonía corporal una afronta. Baste como ejemplo la mofa que hizo el periódico Le Monde del presidente Nicolas Sarkozy por ahí del 2007, cuando salió del Palais de l’Élysée para practicar el jogging: le dijeron que correr era de tontos, que la actividad propia de un pensador era caminar. Si a esto añadimos prejuicios sociales sobre tener la piel bronceada y estar en forma físicamente, entenderemos muy bien el comentario de un terrateniente catalán frente a la fortaleza magra de sus trabajadores balcánicos cuando la guerra en Kosovo los obligaba a migrar: “Ya estaría bien ser paleto para tener esos abdominales”. Clasismo, racismo y hasta violencia de género, como evidencia la creencia de que la fuerza física alimenta la “toxicidad” masculina.

Tal vez una de las críticas al ejercicio más interesantes es la de Roland Barthes: solo una sociedad tan desconectada de la naturaleza como la nuestra podría levantar pesas o correr para mover o fortalecer músculos cuyo uso ha dejado de ser necesario para la supervivencia.4 Ya no laboramos en el campo ni caminamos en busca de alimento, sino que nos subimos a un automóvil y manejamos hasta el gimnasio, en el cual hay caminadoras eléctricas. Absurdo, sí, pero ahora pienso que en esa inutilidad es donde radica su virtud. Primero, como ya se dijo más arriba, como balance contra el ensimismamiento cerebral. Segundo, como un ejercicio de humildad, pues si bien el pensamiento no reconoce límites, el cuerpo ha aprendido a vivir con ellos.

La negación del cuerpo es una herencia oscurantista del medievo,5 y me quemarían en la hoguera aquellos inquisidores si conocieran el placer que deriva de mi hábito de la natación. Seguramente sería pecado. En mi alberca no solo disfruto el desempeño de mi propio cuerpo y su roce con el agua, sino que este —el cuerpo— tiene su propia vida, independientemente de la que tengo en el cerebro, donde normalmente pensamos que vive el “Yo”. Como es natural, muchas veces coincido en horario con las mismas personas. He hecho amigos y una muy querida en particular, con quien siento una afinidad casi inexplicable. Creo que es porque, aunque casi no nos comunicamos verbalmente, nuestros cuerpos se “hablan” bajo el agua. Si se esperan, se muestran confianza, paciencia y generosidad; si se coordinan, se dan comprensión y empatía; si tan solo se acompañan, se dan confort. Por eso, de pronto nos sentimos como grandes amigos, aun si hemos cruzado pocas palabras. Me hace pensar en la propia palabra simpatía, del griego συνπάθος, que significa “pasar (o “experimentar” e incluso “sufrir”) juntos”.

Freud clasificaba esa sensación de conexión con los demás y con el mundo como una patología narcisista, es decir un tipo de inmadurez en la cual el infante no ha admitido que es un ente separado de su propia madre. Pero Freud era medio amargado, para no entrar en las concepciones del progreso espiritual en que suele caer el eurocentrismo. Ese llamado “sentimiento oceánico” es una fuente de identificación con el mundo, lo que se siente cuando tenemos una epifanía con la naturaleza o la humanidad. Para usar otro ejemplo tomado de la natación, justamente en el océano, en estos días nadé al lado de Arleen González, una gigante de la natación que ha nadado en lugares tan impresionantes como el Lago Ness, el estrecho de Magallanes, etc. En la plática, después de nadar, me contó su experiencia nadado en el círculo polar antártico, a -1 grado °C.6 Me confesó que tenía la sensación, por supuesto contra toda racionalidad, de que tal vez el agua de esa parte del mundo era dulce. Era imposible, y lo sabía, pero yo creo que ese anhelo dulce fue una especie de negociación que su cuerpo hizo con su mente, y que la ayudó a emprender tal hazaña.7

Así pues, el cuerpo se adelanta a ciertas cosas, cosas en las que luego caemos en cuenta. Por ejemplo, dos personas que se atraen intercambian feromonas, y es posible que sus cuerpos se estén enamorando aun antes de que ellos siquiera lo noten. Me imagino que algo similar debe pasar con la gastronomía: que nuestras barrigas se hablan y comparten la comida a un nivel mucho más intuitivo y empático que lo que podemos expresar con palabras trilladas sobre los sabores. El cocinero casero, no el rockstar detrás de los likes, busca eso, recrear un momento que permanece indefinido en su cabeza, pero que se materializa cuando logra un compuesto de sabor, textura y aroma. Los gestos y maneras del cuerpo se expresan en movimientos, y creo que la elegancia del lenguaje corporal mexicano es excelsa.

“[…] a mí la expresión corporal que más me gusta es la del abrazo. En este se da contención, comprensión, cariño y, por qué no, amor.”

Además del baile que significa cocinar a dúo, a mí la expresión corporal que más me gusta es la del abrazo. En este se da contención, comprensión, cariño y, por qué no, amor. Se dice todo lo que no se dice, y no cuesta nada más que una pequeña entrega. Además, es delicioso. Tanto que creo que no solo deberíamos practicarlo con los demás, sino que habríamos de darnos un abrazo a nosotros mismos de vez en cuando. Y decirnos así sin palabras, sin pronunciar nada, que aceptamos todo lo que hemos compartido, que nos queremos y que aquí estamos. EP

  1. Las sirenas europeas, debe decirse, han cambiado para no parecerse en nada a las alarmas de bombardeo que hubo durante la Guerra en esos países. Así de importante es este “fenómeno”. []
  2. También lo sabe el marketing, pero es tema para otro momento. []
  3. Que bien podría haber sido un pastel de chocolate Suandy. []
  4. Mythologies, Roland Barthes. []
  5. Varios siglos previos al medievo, el médico latino Aulus Cornēlius Celsus (nacido cerca del 25 antes de Cristo), ya recomendaba el ejercicio como parte de una vida sana y equilibrada en su de medicina, liber 1.1: sānus homō, qui et bene valet et suae spontis est, nūllīs obligāre sē lēgibus dēbet ac neque medicō neque iatraliptā egēre. hunc oportet varium habēre vītae genus: modo rūrī esse, modo in urbe, saepiusque in agrō; nāvigāre, venārī, quiēscere interdum, sed frequentius sē exercēre; sīquidem ignāvia corpus hebetat, labor firmat, illa mātūram senectūtem, hīc longam adulēscentiam reddit. []
  6. Las coordenadas donde nadó son Antarctica – Port Lockroy – 64.82 S 63.49 W. []
  7. Curiosamente, la palabra inglesa arctic proviene del griego ἄρκτος (arktos), que significa “oso”. Cuando se lo dije, me contestó que su hermano se llama Ursus (también “oso”, pero en latín). []
Este País se fundó en 1991 con el propósito de analizar la realidad política, económica, social y cultural de México, desde un punto de vista plural e independiente. Entonces el país se abría a la democracia y a la libertad en los medios.

Con el inicio de la pandemia, Este País se volvió un medio 100% digital: todos nuestros contenidos se volvieron libres y abiertos.

Actualmente, México enfrenta retos urgentes que necesitan abordarse en un marco de libertades y respeto. Por ello, te pedimos apoyar nuestro trabajo para seguir abriendo espacios que fomenten el análisis y la crítica. Tu aportación nos permitirá seguir compartiendo contenido independiente y de calidad.

DOPSA, S.A. DE C.V