En este texto, Mónica Ocampo narra su experiencia a partir de la complicada limpieza que debió realizar tras la muerte de su madre.
Huellas de recuerdos
En este texto, Mónica Ocampo narra su experiencia a partir de la complicada limpieza que debió realizar tras la muerte de su madre.
Texto de Mónica Ocampo 24/11/21
Cuando un ser querido y cercano muere, ¿qué se hace con sus cosas?, ¿qué se conserva?, ¿a dónde se va lo que no queremos? En algún momento, inevitablemente, los vivos debemos decidir cuáles objetos tienen un valor sentimental y cuáles son sólo basura. Si no lo hacemos, el tiempo y el abandono lo harán, pero ¿cómo elegir cuáles conservar?
Desmontar el consultorio de mi mamá fue la verdadera sepultura de su cuerpo. Aunque la genealogía indica que, al ser la primogénita, tengo licencia para deshacer el espacio laboral que durante dos décadas logró construir con paciencia, perseverancia y pasión, mi subconsciente insiste en repetirme que soy una intrusa. Abro cajones y encuentro medicamento herbolario, frascos de plata coloidal, pomadas con olor a menta, frascos de vitamina E y tés con efectos curativos que, desde la ausencia de su dueña, son una incógnita.
Todas las cosas que conforman ese lugar, al que mi madre llamaba “consultorio”, y que fueron sus instrumentos de trabajo hasta el último día de su vida, ahora son sólo artefactos que debo almacenar en cajas de cartón y bolsas de plástico. ¿Qué debo hacer con los objetos que tienen un pedazo de la vida de mi madre muerta? Por un momento, imagino que la tengo frente a mí para preguntarle, pero sé muy bien que como buena acumuladora me diría: “¡Guarda todo!”.
En un intento por tratar de seguir la instrucción imaginaria que me ha dado desde el más allá, observo la camilla plegable donde alineó una infinidad de columnas vertebrales, y en un intento por atesorarla pienso: ¿qué pasaría si en lugar de ser periodista y antropóloga, hubiese sido quiropráctica? Tal vez, ese objeto tendría, como lo llama el minimalismo, “una segunda vida”.
Todos los objetos de ese espacio, por más insignificantes que parezcan, me dicen algo de la mujer que me trajo al mundo. Entonces, la jornada de limpieza se convierte en un ritual de aceptación de la muerte, pero me resisto. Quiero conservarlo todo, exactamente como ella lo hizo con el taller de carpintería de mi abuelo, quien murió dos años y medio antes. Un espacio que insistió en mantener intacto: ni un clavo movió, pero eventualmente el tiempo y la negación transformaron en basura las herramientas de trabajo de su padre.
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Observo el buró de mi mamá. Huelo su perfume favorito. Me pongo sus lentes. No quiero sacar su ropa de los cajones, ni del clóset, ni del mueble del pasillo, pero no hay alternativa. Es como si todos los espacios que alguna vez fueron habitados por ella exigieran ser desalojados para darle espacio a los cambios que esta nueva vida traerá sin su presencia física. Mi hermana me pide que deje intacto el cepillo de dientes: “me hace imaginar que está aquí”. Sus palabras son tan determinantes que sigo sus indicaciones sin dejar de sentirme una intrusa, mientras sello cajas de cartón con cinta adhesiva.
Cuando separo la ropa que conserva su olor y la que no, veo la mascada floreada que utilizó para cubrir sus oídos y evitar “pescar aire” al salir del hospital, después de parirme. “Tu bisabuela me la regaló”: me confesó alguna vez durante mi infancia. Ahora, a mis 35 años y con una orfandad a cuestas, no sé qué me sorprende más: si el estado intacto en el que se conserva o que su dueña limitó su utilidad sólo al postparto de su primogénita.
Imagino que sería maravilloso repetir la escena. Por primera vez en mi vida, no me parece descabellada la idea de tener un hijo, porque tendría un pedazo de memoria materna para transmitirle. Y si es niña, mejor, así estaría obligada a guardar esa mascada de seda hasta que se volviera la protagonista de su historia. Ella haría lo mismo con su hija, y así sucesivamente. ¿Cuántas generaciones de mujeres, de mis mujeres, podrían usar esta mascada después de parir con esto? Pienso que imaginar a mi linaje femenino me da licencia para conservarla.
Mientras enrollo las medias de mi madre, se me ocurre un parámetro para identificar las cosas que debo tirar, esas que fueron utilizadas por la necedad de mantener intacto “lo bonito y bueno” sólo para “una ocasión especial”. Entonces se van a la basura los vasos de veladora, los tuppers de crema, las cucharas desechables, los platos quemados por el microondas, las ollas oxidadas y los sartenes chuecos; se quedan la vajilla y la batería de teflón que por años permanecieron guardadas arriba de la alacena.
Regalo y dono todo aquello que ya no encajaba en la última etapa de la vida de mi madre, pero que se aferró a conservar: la litera donde dormí durante mi adolescencia, la maceta en forma de camello que sobrevivió a tres mudanzas, las carpetas y juegos de baño arrinconados en el clóset; también los zapatos y la ropa que se compró, pero que jamás estrenó.
Conservo los objetos que con certeza acompañaron a mi mamá en sus últimos meses de vida: la agenda donde organizaba las citas con sus pacientes, la chamarra rosa que le regalé en su penúltimo 10 de mayo, los huipiles que aún conservan su olor. También me quedo con sus uniformes de enfermera, esos atuendos que le dieron el título de “Dra. Elvia” entre sus pacientes, quienes encontraron cura para sus cuerpos a través de sus manos.
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La escritora sueca Margareta Magnusson, en El arte sueco de ordenar antes de morir, afirma que el primer secreto para una limpieza efectiva de la muerte es hablar del tema de manera abierta con la familia para que todos se responsabilicen; pero qué difícil es hacerlo cuando las opiniones se dividen entre los que piensan “que es muy pronto” o “que entre más rápido mejor”.
Durante la efervescencia solidaria que ocasiona la conmoción de una muerte, todos te ofrecen ayuda, pero conforme los días pasan toca enfrentar la nueva vida marcada por la ausencia. Los primeros días tuve una red de apoyo femenina encabezada por mi tía y un par de amigas de mi mamá, pero según pasó el tiempo, mi única compañera ha sido —hasta ahora— “Chayito”, a quien bauticé como mi “hada mágica”.
Llevo 21 meses haciendo limpieza de la muerte. A veces de forma presencial, otras a distancia, dando indicaciones de lo que se tira o se regala. Decisiones que te obligan a llorar y otras a reír, depende del estado de ánimo con el que te levantes. En cada rincón es inevitable huir de la arqueología de la memoria.
Cada objeto, como sostiene el periodista Roberto Herrscher, “cuenta una historia”. En mi caso, encuentro objetos con la letra de mi madre que revelan rasgos de su personalidad oculta: le gustaba escribir cartas, diarios, dedicatorias en tarjetas de cumpleaños o fotografías; eso sí, todo redactado EN MAYÚSCULAS, porque tuvo que aprender a desarrollar un carácter fuerte, explosivo y controlador hasta en su redacción.
Las fotos que fueron de mi madre son ahora mi mayor tesoro. Aunque cada una me genera un sentimiento diferente, después de cierto tiempo necesito volver a ellas. Me gusta ver cómo mi madre se transformó en cada etapa de su vida. No sólo se trata de la apariencia, sino también de la forma de pensar, de sobreponerse a los obstáculos, de cómo se encargó de documentar sus procesos dolorosos, alegrías, diversiones y, por supuesto, su vida amorosa. Compruebo que mi mamá además de ser madre fue también mujer. Que amó y fue amada. Que el miedo de una ruptura nunca la paralizó. Que se reinventó una y mil veces.
Michele Filgate, en Cosas que nunca hablé con mi madre, aborda la idealización construida alrededor de las mujeres que tienen hijos. Se da por hecho que parir es sinónimo de “cuidar y dar sin fallar”. Lo que nunca nos dicen es que nuestras madres aprenden a maternar mientras sanan y curan sus propias heridas. Los hijos las acompañamos en esos procesos en los que muchas veces es inevitable salir ilesos de alguna herida emocional.
Por eso, agradezco que en medio de esa reconstrucción emocional mi madre haya tenido el ánimo y el interés en documentar visualmente los momentos especiales de sus dos hijas. Incluso en épocas en las que tener cámara fotográfica era prácticamente un lujo. Entre risas, le explico a mi hermana que al ser la “mayor” tengo la licencia para “autonombrarme” heredera universal de todas las fotografías que despegamos durante tres horas de álbumes viejos. Más tarde, me doy cuenta de que no sólo perdí a mi madre, sino a todo el hogar al que pertenecí durante 35 años.
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Desconozco en qué momento los hijos le atribuimos la obligación a los padres de vivir hasta la vejez. Siempre di por hecho que en algún momento sería la cuidadora de mi mamá y testigo de su decadencia física y mental, aunque me dijo una y mil veces que no le interesaba vivir en esas condiciones: “prefiero morir joven que ser una carga para ustedes”. Lo cumplió: partió a los 55 años.
Para mi mamá siempre fue más sencillo darme indicaciones sobre qué hacer “el día de su muerte”, que desprenderse de las cosas materiales. Nunca comulgó con la práctica budista del “soltar para recibir”. Trataba de conservar las cosas nuevas intactas: ponía fundas para los sillones, protectores de colchones, trapos entre las charolas del refrigerador, vestidos en portatrajes, zapatos en cajas, bolsas de plástico envolviendo bolsas de mano. Hacer limpieza bajo su presencia era desempolvar y envolver o cubrir perfectamente todo.
Ni qué decir de las cosas viejas: siempre les hallaba espacio. Me presumía las ollas que mi abuela le regaló cuando se casó con mi papá: “¡Mira, duraron más que mi matrimonio!”, decía entre carcajadas. Indiscutiblemente encontraba una justificación para sus hábitos de acumulación, muchos de estos, heredados de su madre.
A diferencia de ellas, mi apego por las cosas es tan mínimo que en ocasiones es todo un reto apropiarme de los espacios que habito. Me pesa llenarlos, pero con la muerte de mi madre he tenido que aprender a recibir: desde muestras de cariño en momentos vulnerables, como en su funeral, hasta las fotografías y objetos que conservan algo de su espíritu, como la mascada que utilizó después de parirme. No sé si lo que guarde volverá a tener una utilidad similar a la original; mientras tanto, usaré la mascada para cubrir mi cabello cuando visite la playa o para envolver mi cuello en días fríos, así podré sentir que conservo una parte de mi madre conmigo. EP
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