El matiz viene después

Yolanda Segura hace un recorrido por la representación lésbica en los productos culturales, la cual todavía deja mucho que desear.

Texto de 23/08/21

Yolanda Segura hace un recorrido por la representación lésbica en los productos culturales, la cual todavía deja mucho que desear.

Tiempo de lectura: 7 minutos

Dos de mis películas favoritas se estrenaron en 1991. Green Fried Tomatoes  y Thelma & Louise. En ambas, hay un subtexto lésbico insinuado, patente para quien quiere verlo, y ambas son, sin duda, parte del imaginario lésbico. Esas películas que son tema de conversación entre nosotras cuando nos estamos conociendo.  Aunque Thelma y Louise parecen que pagan con la muerte su libertad, me gusta imaginar que ese salto al vacío es en realidad una metáfora: renunciamos al heteropatriarcado conocido, y vamos a eso que no conocemos. (Ojo con esta escena que no apareció en el corte final y que, aunque quizá arruinaría la historia poniendo un final feliz poco verosímil, da mucho que pensar) Puede salir mal o salir bien, pero vamos juntas. En Green Fried Tomatoes la historia es un poco menos terrible para ellas, aunque no así para todos los personajes. El aire nostálgico que cuenta una historia que pasó hace muchos años da la impresión de estar frente a algo excepcional, algo que no pasaba casi nunca. Pienso también en películas más recientes como Portrait of a Lady on Fire, también ambientada en un tiempo lejano, o Gentleman Jack, basada en una historia real; Vita & Virginia, Ammonite, Elisa y Marcela, un etcétera larguísimo. Dice Clara Bradbury-Rance que ya desde hace más de dos décadas la lesbiana alcanzó el ámbito de lo visible. No ya como excepción o como insinuación, sino como una identidad representable. Aunque al buscar porcentajes encuentro que, según GLAAD, el 9.1% de lxs personajes de series estadounidenses son LQBTTTQIA, menos que el 10.2% del año pasado. 

Las representaciones de lesbianas en la cultura audiovisual parecen tener todavía ciertos tópicos que se repiten, aunque los personajes varíen más o menos en sus circunstancias. Hace un tiempo, se acuñó el término bury your gays para referirse a esta actitud de retratar personajes LGBTTTQIA con finales desgraciados. En específico, para las lesbianas existe el lesbian dead syndrome. Como símbolo de este tropo, fue famosa la queja colectiva contra la historia de Lexa en The 100, que murió por una bala perdida. Entonces, o tienen un accidente inexplicable (onda deus ex machina) para no llegar al final del relato, o  tienen una relación tormentosísima, o les da una enfermedad terminal, cualquier cosa así. La mayoría de las veces ni siquiera son personajes principales. Aparecen como side-stories, en el papel de la mejor amiga o como ese toque de que justifica la corrección política del producto audiovisual en cuestión.

Cuando de historias heterosexuales se trata, estamos acostumbradxs a finales más o menos trágicos también, pero casi siempre son porque el dispositivo del amor falla. Falla o se lleva a sus últimas consecuencias, que quizá sea otra forma de lo mismo. Pero hay también una cantidad ridícula de finales melodramáticos que reconcilian a quien ve esas películas con la idea de que el amor es posible, que basta confiar, superar una cuota de dolor, insistir y ser paciente para disfrutar las mieles de ese amor duradero, único y eterno. El amor de la vida ahí existe aunque a veces los personajes se tarden la vida misma en alcanzarlo. Incluso cuando el tema principal que se nos cuenta no es amoroso, casi todas las historias tienen ese trasfondo erótico para dar tensión, sabor y complejidad. Es decir: nos hablan de otra cosa para hablarnos de amor. 

Creo que casi todas las lesbianas de mi generación para arriba (intuyo que en las más jóvenes la historia puede ser distinta) nos formamos viendo películas y series, escuchando canciones, que nos enseñaban lo que era el amor. Obviamente, amor heterosexual (el epíteto a estas alturas me parece más o menos innecesario). Platico con amigas y me doy cuenta que parte de su descubrimiento, de su proceso, tuvo que ver con la búsqueda compulsiva de historias que nos representaran. Las intercambiamos como estampitas de santas que nos guían en el camino de ser lenchas. ¿Ya viste tal? ¿Y tal? ¿Esa te falta? Ahí están los modelos de cómo podríamos ser o no. Pienso, por ejemplo, en Shane, de The L Word y lo mal que ese tipo de personalidad machista ha envejecido en la cultura. Y pienso también en la actualización de la serie: The L word Generation Q: un balón bien bajado que atrapa a las lesbianas que la vieron en el inicio (¿por que a quién no le gusta enterarse del chismecito de lo que le pasó a la ex, veinte años después?) al mismo tiempo que sabe abordar muchos de los asuntos contemporáneos que complejizan a los personajes: interseccionalidad, tonos de piel, clase, identidades trans, migraciones, poliamor.  Mientras vamos ganando espacios, se va haciendo muy necesario mostrar múltiples experiencias. No es lo mismo ser lesbiana rubia y gringa que lesbiana trans de un pueblo en Latinoamérica, demás está decirlo, y pensaría que la diversidad es un cuenco que no se llena nunca en tanto nuestras identidades se repiensan, se transforman, y cada historia merece ser contada. 

Por supuesto, lo importante no es sólo contar sino la mirada con que se cuenta.  Laura Mulvey hace ya muchos años se encargó de pensar la idea de mirada masculina: mientras nuestros cuerpos sigan siendo observados desde los ojos de los hombres no podemos pensar que esa representación tiene que ver con nosotras. Ahí está Blue is the warmest color como ejemplo: las actrices, años después, denunciaron los abusos a los que fueron sometidas. El director hizo que sus vulvas sangraran por el frotamiento de los protectores porque la filmación de las escenas de sexo duraban horas. De realismo, ya ni hablar. Es como un meme: como mis amigxs heterosexuales creen que cojo (y una escena de esa película) / como en realidad cojo (y algo como Las hijas del fuego en ciertas secuencias, quizá las más vainilla en mi caso). Hay, entre algunos de los ejemplos que he mencionado, excepciones: en Ammonite, fueron las actrices quienes tomaron las riendas de las escenas de sexo y eso se nota. Ellas se mueven de acuerdo a su propia coreografía y no a partir de una mirada que las erotiza. Quizá las representaciones de sexo en el cine no-porno ni posporno ganarían mucho si aparecieran cuerpos cogiéndose y no cuerpos dispuestos únicamente para la cámara: sin sudor, sin estrías, ocultando las partes “menos favorecedoras”.   No es sólo cómo se nos sexualiza y para satisfacer a quién sino qué cuerpos son dignos de aparecer en pantalla. Y sí, muchas enloquecimos viendo a Cate Blanchett en Carol, pero ella no deja de ser una clara imagen de la perfección patriarcal (el encanto está en esa fuga: ser tan perfecta para ellos que decirles que no es una afrenta total). Insisto siempre que hablo de este tema: no se trata sólo de entretenimiento. Es una disputa ideológica, profundamente política. Ya lo decía bell hooks, hablamos poco del amor aunque parece que lo ponemos en el centro de nuestras vidas y nuestras expectativas, por eso es tan relevante cuestionar aquello que se nos ofrece como objeto cultural. La masividad del cine y la televisión no obligan a exigir contenidos críticos desde la serie más comercial hasta la película más de culto porque nuestra educación sentimental muchas veces depende de ello a falta de otras herramientas y recursos. Sí, sí, sí, ya sé que lo que importa es el arte, blabla, ya sé, pero ¿no está el arte para imaginar nuevos mundos, nuevas posibilidades, para enseñarnos que las cosas pueden ser (o al menos, verse) de otra forma?

Además del síndrome de la lesbiana muerta, hay otro sobre el que no he leído tanto pero que he visto muchísimo: el de la lesbiana trastornada. Medio psicópata. Asesina. Todo junto. Ejemplos que me vienen a bote pronto: Ratched (ay, Sarah Paulson, ¡¿por qué?! Yo te amaba, aunque, si soy franca, sí me puso un poquito esa onda densa, densa), I care a lot, Gypsy, y la lista sigue. Esos tropos tienen el mismo subtexto: no seas lesbiana, no te conviene, tampoco te relaciones con una lesbiana, las lesbianas son problemáticas. Además de las dificultades que enfrentamos cotidianamente aparece otra quizá más sutil: el mandato de perfección. Como no somos, lo que se dice, normales, entonces hay muchos ojos puestos sobre nosotras: ¿les suena haber escuchado o haber dicho que las lesbianas son intensas?, ¿muy complicadas? Eso, personas, también es lesbofobia. Como si la gente heterosexual no tuviera conflictos, como si las relaciones convencionales estuvieran libres de violencias. Y en el cine y las series parece que se insiste en mostrar esta parte antes que las posibilidades luminosas de los vínculos entre mujeres. 

Encuentro también otra forma de configuración lésbica en la que no me detengo demasiado:  abuso sexual = lesbiana, como si no se pudiera explicar la orientación sexual fuera del trauma, como si nos tuviera que pasar una experiencia horrible para decidir relacionarnos con otras mujeres. 

De todas formas, creo que prefiero que existan estas representaciones cuestionables a que ni siquiera aparezcan. Y con todo, hay mucho miedo a nombrar: la palabra “lesbiana” incomoda más que ver a dos mujeres cogiendo. Cada personaja lesbiana es una discusión abierta, una puesta en común de nuestras preocupaciones. Y eso hay que reconocerlo. De lo que estoy cansada es de hombres heterosexuales contando lo que nos pasa. Ya saben, el asunto de dar voz en vez de soltar el micrófono. No basta con que en pantalla haya lesbianas si en el guión y en la dirección no hay, ¿estamos segurxs que lxs sujetxs hegemónicxs son los más adecuados para contar estas cosas? 

Las películas con las que comencé este texto resuenan, sobre todo, por su cualidad singular en una industria que no hablaba de estas cosas o, si lo hacía, tenía modelos específicos. Clara Bradbury-Rance propone tres categorías principales: La sexualidad lésbica representada con otros códigos (en Thelma y Louise ese discreto beso final, en Green Fried Tomatoes la escena en la que las protagonistas juegan muy sensualmente con la comida); lesbianas representadas desde el morbo (aquellas que aparecen bajo la mirada masculina o bien son castigadas); o las lesbianas asimiladas a la estructura normal y normalizante (por ejemplo, en Happiest Season, el rom com navideño con Kristen Stewart).

Siento que ya me detuve demasiado en lo que no me gusta, vuelvo a lo que sí. Fuera del centro hay cosas que vale la pena mirar: Rafiki, que da cuenta de lo difícil que es ser lesbiana en un país en que la homosexualidad es un delito; Rara, que retrata la experiencia de la maternidad lésbica y la lucha por lxs hijxs en un contexto patriarcal; La nave del olvido, sobre el descubrirse lesbiana en la madurez; Las mil y una, donde el bullying en la adolescencia se combina con marginalidad y precariedad; Las herederas, que pone en foco el lesbianismo complicado por el capitalismo y las atracciones intergeneracionales. El recuento no terminaría pronto, pero más que eso, me interesa pensar qué clase de imágenes lésbicas tenemos y, sobre todo, cuáles son las que nos faltan, las que nos merecemos. Donde se abre un sitio, podemos (y debemos) hacer nuevos. Como dice mi amiga Luciana Caamaño: “El lesbianismo no es un barrio”, no somos todas iguales, no queremos las mismas cosas y los sitios que conquistamos en el mundo son también los que queremos ver en las pantallas. 

Dejo el top 10 de las peores y las mejores películas para otra ocasión (o para que hagamos un hilo en Twitter). EP

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