Un costal cargado de prejuicios

La periodista Luciana Wainer indaga en el estigma con el que viven las personas que padecen una enfermedad sexual, sobre todo las mujeres.

Texto de 22/09/21

La periodista Luciana Wainer indaga en el estigma con el que viven las personas que padecen una enfermedad sexual, sobre todo las mujeres.

Tiempo de lectura: 8 minutos

No sé qué sintió Danielle mientras esperaba junto a su madre en la antesala del consultorio ginecológico. No sé qué se dijeron; si mantuvieron un silencio incómodo durante algunos minutos o platicaron, en cambio, sobre nimiedades que harían la espera más amena: que el clima, el desayuno, las compras que harían horas después o cualquier otro tema del que se habla para no hablar. Lo que sí sé es que una vez adentro las preguntas de la doctora cayeron como cascada sobre ambas: ¿Cuándo comenzó tu vida sexual?, ¿cuántas parejas sexuales has tenido/tienes?, ¿cómo te cuidas?, ¿eres responsable? Y el diagnóstico, infalible: una lesión visible en el cérvix producto del virus del papiloma humano (VPH), NIC 2. Danielle tenía 17 años. También tenía miedo. 

El VPH es la infección de transmisión sexual (ITS) más común que existe. Se estima que, de las personas sexualmente activas, 9 de cada 10 van a contraerlo alguna vez en su vida. Y si bien el virus afecta a hombres y mujeres por igual, las principales consecuencias —así como sucede con un sinfín de otras catástrofes atemporales— las sufrimos nosotras. De los más de cien tipos de cepas que existen, sólo 15 son consideradas de alto riesgo y las lesiones en el cuello del útero se dividen en tres tipos: NIC 1, NIC 2 o NIC 3, dependiendo de la extensión de las células anormales que se encuentren. Sin embargo, cualquiera que busque “VPH” en internet, sin importar las características o detalles, se encontrará con su propia sentencia: cáncer. 

“Cuando piensas en cáncer, sientes que te vas a morir. Entonces me aislé, no me atreví. La indicación había sido que me tenía que hacer un cono [cirugía menor mediante la cual se extrae una porción de tejido afectado del cuello del útero], pero para mí era demasiado invasivo y costaba diez mil pesos, dinero que en ese momento no tenía”, recuerda Danielle. 

“Ni todos los tipos de virus producen cáncer, ni todas las cepas de “alto riesgo” llegan a convertirse en él. Lo sé porque cuando tenía veinticinco años también me diagnosticaron un cáncer de cuello de útero producto del famoso virus.”

Ni todos los tipos de virus producen cáncer, ni todas las cepas de “alto riesgo” llegan a convertirse en él. Lo sé porque cuando tenía veinticinco años también me diagnosticaron un cáncer de cuello de útero producto del famoso virus. Como en Danielle, la culpa también jugó en mi contra; me pasé noches enteras pensando en los cuándos y cómos, realizando listas de sospechosos de contagios y sintiendo, finalmente, que había una porción de responsabilidad —o falta de ella— que sólo recaía sobre mí. Me acuerdo que, en su momento, pregunté porqué los hombres no se vacunaban contra el VPH, si ellos eran, generalmente, los agentes transmisores. “Es una vacuna cara”, respondió quien entonces era mi ginecólogo oncólogo y con su sonrisa ancha y cara de quien ha repetido la misma frase cientos de veces añadió: “es más efectivo aplicárselas a las niñas y adolescentes; es una cuestión de costo-beneficio”.

En 2012, México incluyó la vacuna contra VPH en el calendario nacional de vacunación para niñas de nueve a once años. Los prejuicios, nuevamente, jugaron en su contra; se habló de efectos adversos y consecuencias en la vida sexual de las niñas. Tan es así, que en 2012, la Academia Estadounidense de Pediatría publicó en la revista Pediatrics un estudio de la Universidad Emory, de Atlanta, en el que relacionaba actividad sexual con vacunación de VPH. Como quien descubre el hilo negro, los investigadores afirmaron: la aplicación de la vacuna no aumenta la promiscuidad en niñas y adolescentes. Sin embargo, el sospechosismo en torno a la vacuna no aminoró y el porcentaje de mujeres vacunadas en América Latina continúa sin superar el 25% de la población.

Para la doctora Yoalli Palma, ginecóloga y médica materno fetal, el problema es doble: por un lado, asegura que las enfermedades de transmisión sexual han sido históricamente utilizadas por la sociedad como una especie de castigo por ejercer la sexualidad. Por otro, está el tema económico. Cuando le pregunto si hay negocio detrás de la problemática, la doctora Palma hace una gran pausa: «mis colegas me van a cancelar», dice con una sonrisa, «pero sí. Definitivamente». 

Varias doctoras con las que he platicado para este reportaje concuerdan en que hay intereses que entran en juego a la hora del tratamiento o diagnóstico del VPH, aunque pocas —por evidentes razones—, quieren hacerlo de forma pública. La forma más común de monetización es el sobretratamiento; es decir, utilizar métodos quirúrgicos o invasivos —que cuestan miles de pesos—, ante una lesión que no lo necesita. «Es muy probable que ya tengas la infección, pero muy poco probable que te vaya a dar cáncer. La historia natural del VPH indica que es una infección que se quita sola en la mayor parte de las personas. Generalmente, hay que darle de un año a dos, y si vemos que la lesión persiste, ahí recién se utilizan otros métodos», afirma la doctora Palma. 

Si el VPH no es sinónimo de cáncer, hay una vacuna preventiva y un tratamiento efectivo en caso de contraer la enfermedad, ¿por qué sólo en 2018 murieron más de 4 mil mujeres por cáncer de cérvix? La respuesta no es determinante, pero sí identifica problemas severos. O, como dirían los mercadólogos, áreas de oportunidad. Según la Secretaría de Salud, sólo el 50% de las mujeres se hace pruebas de detección oportunas, lo que deja a la otra mitad en la absoluta indefensión. La pandemia, por otra parte, ha empeorado las cosas. 

“Según la Secretaría de Salud, sólo el 50% de las mujeres se hace pruebas de detección oportunas, lo que deja a la otra mitad en la absoluta indefensión. La pandemia, por otra parte, ha empeorado las cosas.”

Según el informe elaborado por Nosotrxs —un movimiento integrado por organizaciones de la sociedad civil y ciudadanxs de todo el país—, el 2020 fue un año marcado por el desabasto: mientras todos los ojos estaban puestos en el virus SARS CoV-2 y la vacunación contra la COVID-19, la aplicación de vacunas para otro tipo de enfermedades disminuyó un 41% respecto al año anterior. Lo mismo ocurrió con el diagnóstico de otros padecimientos; la hipertensión, las enfermedades cerebrovasculares y el cáncer de mama sufrieron bajas de hasta 30% respecto al 2019.  Entre ellas, la vacuna contra el VPH pasó de 950 mil vacunas aplicadas en 2019 a 260 mil aplicadas en 2020 como consecuencia de la falta de oferta en el mercado mundial. Es decir, una caída del 73%.

En este punto, el círculo desvirtuoso vuelve a comenzar: si en el sector público hubo desabasto de vacunas contra el VPH en 2020, la única opción real para las mujeres recayó en el sector privado, donde la vacuna se cotiza entre 3 mil y 4 mil pesos, es decir, 70% del salario mínimo mensual. 

Le pregunto, hacia el final de la entrevista, a Danielle si consideraría que fue víctima de violencia ginecológica o médica. Ella responde lo siguiente: “Me juzgaron con roles de género, sexualizaron mi cuerpo. Incluso, recibí comentarios como ‘estás muy guapa como para que ahora tengas una ETS [Enfermedad de Transmisión Sexual]’. Me enfrenté a los estigmas por mi apariencia y por el tiempo que tardé en atenderme. Cuando nos diagnostican una ETS, al mismo tiempo nos dan un costal cargado de prejuicios. Incluso, desde lo legal. En México hay una ley horrible que habla de “riesgo de contagio”… Hay vías de transmisión, pero no somos contagiosos.” 

Una ley horrible

La ley a la que Danielle hace referencia es el artículo 199-bis del Código Penal Federal que sanciona con cárcel a quien “a sabiendas de que está enfermo de un mal venéreo u otra enfermedad grave en período infectante, ponga en riesgo la salud de otro (…)”. Este delito apareció por primera vez en 1936 en el Código Penal de Veracruz y, poco a poco, fue adoptado por muchas legislaciones locales, incluido el Código Penal Federal. Si bien en un principio estuvo pensado para sancionar a quienes transmitieran sífilis, a raíz de la pandemia del Virus de Inmunodeficiencia Humana (VIH) este delito se usó para perseguir a las personas que vivían con VIH y criminalizar el ejercicio de la sexualidad. Colectivos como la Red Mexicana de Organizaciones contra la Criminalización del VIH, Yaaj, el Consejo para Prevenir y Eliminar la Discriminación de la Ciudad de México (COPRED) y hasta la propia Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) llevan décadas denunciando que este artículo fomenta la discriminación contra las personas de viven con VIH y tiene un nulo efecto en la prevención del contagio. 

A raíz de la pandemia de la COVID-19, este delito volvió a tomar relevancia en la discusión pública y las denuncias comenzaron a aumentar. En Ciudad de México, por ejemplo, las carpetas de investigación abiertas por riesgo de contagio y contagio venéreo se multiplicaron por ocho. Algunos estados, incluso, propusieron aumentar las penas para este delito, como el caso del Partido Verde Ecologista en el Estado de México, que dijo tener lista una propuesta de ley que modifique el Código Penal de la entidad y pase de una sanción de seis meses a dos años de prisión, a pedir de un año a cuatro. 

Las otras, las invisibles 

¿Cuántas enfermedades de transmisión sexual conoces? Sí, te hablo a ti, que ya superaste el promedio de tiempo que las personas invierten para leer reportajes periodísticos. Esa misma pregunta me hice al iniciar este trabajo. Por mi propia experiencia, la primera en la que pienso es el VPH. Luego se agregan algunas otras, las más comunes, las que cuentan, algunas veces al año, con el reflector de los medios de comunicación. El caso es que, según la Organización Mundial de la Salud, son más de treinta (¿treinta y uno? ¿treinta y dos? ¿treinta y nueve? ¿setenta?) y a la lista de las más conocidas —VIH, VPH, gonorrea, herpes, clamidia, hepatitis B—, se le suman otras decenas que yacen en el silencio —sífilis, tricomoniasis, condiloma, monilasis, linfogranuloma, infección por ureaplasma, entre otras—. 

Esta mezcla de desconocimiento, falta de información y rechazo —algo así como nosénoentiendoynoquierosaber— hace que las personas diagnosticadas con una enfermedad de transmisión sexual busquen otros medios para adquirir información. Durante días intenté ingresar en varios grupos privados que reúnen a personas que viven con HIV, VPH u otros. La mayoría de ellos requiere de aprobación del administrador y cuentan, como método de filtro, con las preguntas clave: ¿cuándo fuiste diagnosticadx? ¿qué quieres de este grupo? Una y otra vez escribí, con cierta vergüenza y algo de duda, los motivos periodísticos que me llevaban allí. La mayoría de las veces fui rechazada. Finalmente, logré ingresar a un grupo de personas que vivimos con VPH, un foro en el que más de 21 mil 700 miembros comparten dudas, apoyo, consejos, fotos y debaten información. Algunas veces, especialmente por las noches, el grupo también sirve como red de apoyo; miles de desconocidxs que comparten sus miedos a través de una pantalla: “estoy desesperada, hoy quiero contarle a mi pareja que tengo el virus y no sé cómo decirle”, o bien “¿me podría decir cómo hacen para vivir con el virus? Fui diagnosticada, entré en depresión y no sé cómo hablarlo con mi familia”… Los comentarios se cuentan por centenas. 

Milagros me dice, también a través de una pantalla, que ella entró para hablar de la sífilis. Su diagnóstico llegó junto con su primer embarazo, era la primera vez que iba al ginecólogo y jamás le habían explicado cómo cuidarse de una enfermedad de transmisión sexual. “Tu hijo puede nacer con retraso madurativo, incluso ceguera”, recuerda que le dijeron aquella vez. También recuerda la discriminación, las miradas con asco de los médicos, y el nulo apoyo que recibió para acceder de forma gratuita a los medicamentos. Hoy, a través de su experiencia, ayuda y apoya a otras mujeres que están pasando por lo mismo dentro del foro. “Se habla mucho del VIH, pero poco de la sífilis”, asegura. 

Ser diagnosticada con una enfermedad de transmisión sexual fue, para mí, una mezcla de miedos, prejuicios y gastos excesivos. Una desconfianza —fundada— en los tratamientos y recetas que se tradujeron en un espiral de dudas irresolubles. Con los años, se transformó en un recuerdo; anécdotas que hoy puedo contar —a veces—, hasta con toques de humor. Y aunque la verdadera responsabilidad debería estar a cargo del Estado, el mayor miedo que hoy tengo es que la problemática siga consumida por el silencio. 

La vergüenza no debería estar en nosotras; vergüenza el que no lo vea, el que mira para el otro y el que, amparado detrás de un título universitario, ejerce todo tipo de violencias con sonrisa en cara. ¿Cuánta empatía cabe en tu sello profesional? EP

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