Sexo y enfermedad, el estigma

Paulina Millán Álvarez, directora de investigación en el Instituto Mexicano de Sexología, aborda el estigma de las infecciones de transmisión sexual.

Texto de 22/09/21

Paulina Millán Álvarez, directora de investigación en el Instituto Mexicano de Sexología, aborda el estigma de las infecciones de transmisión sexual.

Tiempo de lectura: 6 minutos

Me llamo Paty dice una voz en off mientras la cámara del comercial de televisión se acerca a un tomacorriente. 

Yo soy Raúl y amo a Paty nos dice una clavija blanca que se conecta a Paty. 

Yo soy Laura y anduve con Raúl dice una clavija morada que ahora vemos unida a la clavija Raúl. Una nueva toma y un fondo de jazz ligero y sensual le dan la bienvenida a Luis, una clavija multicontacto con mucha suerte en el amor, amante de Laura y, a su vez, conectado a otras varias clavijas. Poco a poco, la cadena de amantes va creciendo hasta que la interrumpe una clavija negra llamada Pedro, que hace un corto circuito en cuanto se une a la fiesta. De pronto, la música se detiene, vuelan chispas, la cadena de clavijas se quema y el comercial es ahora una humareda. 

—Tengo sida —dice Pedro. 

Ese es el fin de un comercial que ya cumple 20 años de haber sido lanzado como parte de una campaña de prevención contra el virus de la inmunodeficiencia humana (VIH). Sin embargo, no es el fin de su existencia (porque YouTube no deja morir a nadie), y a juzgar por los muchos comentarios recientes al video, la gente cree que hoy, con el COVID, su mensaje está más vigente que nunca. 

Para ser sincera, yo siempre lo he odiado. En su momento me generó angustia (parte de su objetivo, sospecho), y la incomodidad de verlo, con el tiempo, se ha transformado en indignación. Pero antes de profundizar en los porqués, y sobre todo, antes de que protesten en defensa de su mensaje, quiero aclarar que entiendo perfectamente de qué va. De hecho, este comercial es el reflejo de una perspectiva que ha prevalecido desde mucho antes de que el mundo conociera el VIH; un tipo de marketing social que apela al miedo como alternativa educativa (y cuya eficacia, por cierto, ha demostrado ser muy cuestionable).

En su mejor intención, el mensaje busca crear conciencia sobre el autocuidado. En su interpretación más cotidiana, sin embargo, ha creado mucho más que eso; porque en esa labor de aprender a huir y repeler las infecciones, hemos, de paso, aprendido a hacer lo mismo con los seres humanos que las portan (esas clavijas negras a las que muchas personas no querrían ni conectarse ni invitar a su fiesta).

Curiosamente, este repele y huida fue muy similar a lo que vivimos con los primeros casos de COVID-19 que nos tocaron conocer, esta terrible infección causada por un virus microscópico al que no podíamos desdeñar más que en la forma de los seres humanos a los que infectaba (y a decir de quienes tuvieron los primeros diagnósticos positivos, les desdeñamos bastante). Después de todo, las personas tienen algo que el virus no: un rostro al cual poder señalar. Por mucho tiempo, bastaba con toser en un lugar donde hubiera otras personas para sentir el conjunto de miradas acusadoras (el “les juro que es alergia” lo oí hasta en reuniones de Zoom).   

Sin embargo, el tabú de este virus comenzó a diluirse con el paso de los meses (en parte gracias a la aparición de las vacunas y nuestra cercanía con algunos casos) y, en algún punto del camino, empezamos a entender que el riesgo de contagio lo corríamos todos, y que el enemigo a vencer seguía siendo un virus y no los seres humanos a los que enfermaba. 

Siguiendo esta misma lógica, en teoría, nuestra percepción de las infecciones de transmisión sexual (ITS) tendría que haberse transformado desde hace rato. Por un lado, estas infecciones han dejado de ser algo que le pasa al primo lejano de un amigo que viajó a una isla exótica a hacerse de un harén. De hecho, un estudio del 2020 del Women’s Health Policy encontró que un 54% de las personas adultas en Estados Unidos conoce a alguien que tiene o ha tenido una ITS (incluidas ellas mismas), y este porcentaje se eleva a 63% para el rango de personas entre los 30 y los 49 años de edad.

Por otro lado, de acuerdo con la Organización Mundial de la Salud, cada día, más de un millón de personas contraen una ITS, y actualmente existen cientos de millones de personas viviendo con el virus del herpes y del papiloma humano. Pero a pesar de su prevalencia, hoy en día todas las ITS se pueden tratar. Algunas, como la sífilis, la gonorrea, la clamidiosis y la tricomoniasis, son 100% curables, mientras que otras se consideran únicamente manejables. Aun así, la investigación científica ha avanzado tan rápida y efectivamente, que incluso los virus que antes se creían imposibles de tratar, hoy en día pueden curarse (como es el caso de la Hepatitis C) o prevenirse a través de una vacuna (como la Hepatitis B y el virus del papiloma humano o VPH).

Quizá el caso más impactante es el de la investigación en torno al VIH. Actualmente, una persona en tratamiento con medicamentos antirretrovirales tarde o temprano se volverá indetectable (es decir, aunque todavía hay cantidades extremadamente pequeñas de VIH, las pruebas no pueden detectar el virus en su sangre). Cuando esto ocurre durante al menos 6 meses continuos, la posibilidad de que transmita el virus a través del sexo no protegido a otra persona es menor al 1%.  Actualmente, la prevención también ha progresado positivamente en la forma del famoso PREP y con el desarrollo de una vacuna que previene este virus y cuyo lanzamiento a nivel mundial es ya inminente.

“Sin embargo, con todo lo que ha cambiado en el mundo de las ITS, sigue sorprendiendo que la conversación sobre el tema esté rodeada de los mismos estigmas que han prevalecido durante siglos.”

Sin embargo, con todo lo que ha cambiado en el mundo de las ITS, sigue sorprendiendo que la conversación sobre el tema esté rodeada de los mismos estigmas que han prevalecido durante siglos. Tal vez con la intención de evidenciar esto, un colega amigo mío hace un pequeño ejercicio de reflexión con sus alumnos universitarios que consiste en presentarles dos escenarios. En el primero, deben imaginarse estar a punto de tener una relación sexual con una persona que les atrae y quien les propone usar preservativo. Todo bien hasta ahí; la mayoría aprueba una pareja previsora y el condón es un método en el que muchas personas confían. 

—Ahora —les dice—, imaginen que esta misma persona, después de proponerles usar condón, les cuenta que vive con una ITS incurable, por ejemplo, el VIH. ¿Qué harían?

Las respuestas cambian inmediatamente. Con esta información, el encuentro sexual se vuelve mucho menos deseable para la mayoría y definitivamente prohibido para algunos. 

Vale la pena puntualizar aquí, que la única diferencia entre el primer y segundo escenario es el reconocimiento de una realidad que a estas alturas ya debería ser obvia: cualquiera con una vida sexual activa puede tener una ITS. En el primer escenario, la pareja en potencia puede no saber que vive con una infección o tal vez ha decidido no comunicarlo, mientras que en el segundo, a juzgar por las reacciones de los alumnos, la honestidad de una persona que conoce su estado serológico y lo comunica, tiene grandes probabilidades de ser recompensada con rechazo. 

Desafortunadamente, este rechazo y discriminación, lejos de ocurrir únicamente en la intimidad de la vida las personas, también es institucional. El Código Penal Federal, en su artículo 199 bis establece, bajo el rubro de delitos contra la salud, el “delito por contagio”, en el que incurre “el que a sabiendas de que está enfermo de un mal venéreo u otra enfermedad grave en período infectante, ponga en peligro de contagio la salud de otro, por relaciones sexuales u otro medio transmisible”, y que se sanciona con tres días a tres años de prisión y hasta cuarenta días de multa. 

Es importante aclarar que, aunque el delito de contagio no se suscribe únicamente a la transmisión de ITS, es esto a lo que se le ha puesto énfasis en la práctica, y así como con aquella campaña publicitaria, por encima de cualquiera que haya sido la intención original de esta ley (que por cierto, varias Comisiones de Derechos Humanos en el país han urgido a derogar), sus efectos han sido principalmente negativos. Es decir, además de criminalizar a las personas que viven con VIH, la existencia de esta ley ha servido para disuadir de hacerse pruebas clínicas a muchas personas (a ojos de la ley, el conocimiento de su padecimiento constituye la base del delito) o de comunicar a la pareja un diagnóstico positivo. Y así, como con aquella orgía de clavijas, la estrategia del miedo vuelve a hacer su aparición para inquietarnos. 

Tengo que decir que la imagen de aquel comercial de televisión nunca se borró de mi memoria, pero hubo dos ocasiones en las que estuvo especialmente presente. La primera, fue cuando una alumna me confío un diagnóstico por herpes; apenas pasaba de los 30, pero ella también recordaba haberlo visto. 

—Ahora soy como el contacto que se incendia, ¿verdad? —me dijo entre sollozos—, y me pesa sentir que nadie me va a querer así.

La segunda vez fue durante una cita con Eduardo, un hombre del que recuerdo muchas cosas lindas, como la sonrisa con la que me dijo que vivía con VIH; así, sin bajar la voz ni sentirse avergonzado de contar su historia. Yo le escuchaba mientras pensaba en lo que guapo, inteligente y carismático que era (nada que ver con aquella clavija negra que tanta angustia me generó), y aunque la vida nos ha llevado por caminos distintos, la lección que me dejó su honestidad, bien podría ser una pregunta de reflexión para todos: ¿cuándo será el día en que dejemos de estigmatizar la vida sexual de las personas? EP

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