
Alejandro del Castillo Garza reseña La aristocracia ganadera (Dharma Books, 2024) de Jaime He.
Alejandro del Castillo Garza reseña La aristocracia ganadera (Dharma Books, 2024) de Jaime He.
Texto de Alejandro del Castillo Garza 30/05/25
Alejandro del Castillo Garza reseña La aristocracia ganadera (Dharma Books, 2024) de Jaime He.
Desde que leí Melancolía de los pupitres (Tierra Adentro, 2018), el primer libro de cuentos de Jaime He, me brotaron las ganas de leer el siguiente. La espera terminó en septiembre de 2024, cuando Dharma Books publicó La aristocracia ganadera.
El libro está estructurado en tres partes que funcionan como ejes temáticos: “Nuevos oficios, viejas torturas”, “Umbrales” y “Obsolescencia programada”. Tres cuentos en cada uno, nueve en total, que me aventé en un fin de semana.
Los tres primeros contrastan el peso de las tradiciones con las nuevas formas de ganarse la vida. En el relato que abre la colección, “El poodle de Pedro Infante”, el personaje nos relata su travesía en el popular oficio de pasear perros y, desde su mirada astuta y al mismo tiempo ingenua, nos arranca la risa culposa. El cuento revive el sentimiento de la complicidad adolescente en la que todo es posible.
Esta chispa corre hasta el segundo relato, “Nuevos oficios en las esquinas sin sangre”, donde Aurora se ve irremediablemente fascinada por Misha: “Me sabía de memoria sus desplantes y contorsiones para recibir el impacto: la manera de impulsarse, la postura de las piernas y de los brazos, el ángulo del torso para recibir el cofre y comenzar a rodar. —Ándale —insistió—. ¡Te encantará!”. El relato desentraña la horripilante forma de extorsión para explorar el frenesí que hay detrás: el impulso de arrojarse a cualquier cosa que rompa la monotonía. Jaime nos hace partícipes de las pasiones que desfiguran al personaje.
Este ardor juvenil se empieza a tornar ámbar hacia el tercer relato, “La aristocracia ganadera”, que, por un lado, representa la muerte de los sueños de infancia, por el otro, la entrada violenta a la adultez y, con ella, los atisbos de la finitud. En este sentido, el cuento homónimo se vuelve una metáfora de la obra. Jero, el hijo de una familia dedicada a la ganadería, espera a que vuelva su capataz. La situación es cómica y clara: tras una revisión de rutina, su brazo ha quedado inmovilizado en las entrañas de una vaca; el rancho entero lo tiene agarrado del brazo. Jero está atrapado entre la aspiración infantil de convertirse en piloto y el insostenible peso del pasado. El narrador omnisciente despliega a lo largo de tres generaciones un complejo vaivén de ganancia y pérdida, anhelo y resignación. “Han pasado solo diez minutos, pero bajo ese sol cuentan como tortura”, dice antes de narrar el golpe de los asaltantes. El presente se dispara: “Presiente que, en cuanto ponga un pie afuera de la tienda, algo se habrá terminado para siempre.” Al cruzar el umbral la vieja tortura expande su dimensión simbólica para traspasar los márgenes del relato y lograr abarcar la estructura de la obra. La sombra que entierra los sueños, que nos clava al momento y programa el tiempo restante.
Los umbrales de la adultez, en la segunda parte, nos empujan al otro lado: un padre con una infancia irresuelta, un diabético que murió antes de poder acompañar a su esposa al mercado, un niño cuyas palabras son el espejo más cruel de los otros. En “Un muro intermitente”, Teo se brinca la barda de la escuela de su hijo, a la que él mismo asistió tres décadas atrás, para encontrar una ruptura en el tiempo. Como el nadador de Cheever, Teo queda suspendido en un bucle de tiempo (la memoria) que le ofrece la ilusión de salvar lo más preciado, acaso a sí mismo.
“El viaje, debo decirlo, me tenía entusiasmado”, dice el narrador en el siguiente relato, desde el fantasmagórico lado romo de la existencia, “Como resulta bastante aburrido ser un marido etéreo, sometido al sedentarismo de su esposa, me emocioné en cuanto nos adentramos por los pasillos del mercado, y me hallé rodeado de vendedores exhibiendo su fayuca, de señoras en pants escogiendo la verdura, de diableros cargando la mercancía, de ancianos que preguntaban cuál hierba era buena para la gota y cuál para el estreñimiento.” Jaime nos lleva con una hilaridad ibargüengoitiana para revelarnos, después, el reflejo más triste del espejo, “que no corta pero igual lastima”. No sé si causar risa sea más difícil que causar miedo; lo que sí, Jaime balancea ambos opuestos en esta parte intermedia y concluye con “Elio”, un niño cuya palabra derruye la realidad de tan verdadera. “Parece un pequeño presidente, un emperador en miniatura”.
Este quiebre nos lleva a la tercera y última parte: “Obsolescencia programada”. Los tres relatos del recorrido final, como el del homónimo, predicen el tiempo que falta, el fin de lo que todavía no se celebra, la ruina que viene con saber el resto de la historia. “Solo porque seas incapaz de lidiar con una verdad no significa que todos debemos saberla. Piensas eso porque quieres dormir tranquilo en tu puta almohada, pero así no funcionan las cosas. La gente se relaciona y desdobla entre la verdad y la mentira, todo el tiempo, a todas horas. Es lo que nos sostiene por igual”, le dice su hermano al personaje principal del último relato, “Zicatela antes del invierno”. Nuestro héroe, sin embargo, alentado por lo que es correcto, en un acto de caballerosidad, le cede su lugar a la madre desesperada en la fila del supermercado. “A sus espaldas, en efecto, se alcanza a ver un nubarrón impresionante.” Fieles a la estructura, los ejes temáticos se han entrelazado para este momento. El final es la circularidad de la obra.
La aristocracia ganadera es un libro ágil, inteligente, reflejo de nuestro tiempo y del cuento contemporáneo, una alternativa sobresaliente en el catálogo de la edición independiente mexicana. Yo, cuando lo terminé aquel fin de semana, inmediatamente sentí las ganas de leer el siguiente. Ya sé que la espera valdrá la pena. EP