Crisis o apocalipsis. Entrevista con Javier Sicilia sobre el mal en nuestro tiempo

En esta entrevista exclusiva, Javier Sicilia nos invita a explorar la crisis que sacude al mundo. Una conversación en profundidad sobre la memoria histórica, la violencia y la resistencia en tiempos de desesperanza.

Texto de 04/07/25

Sicilia

En esta entrevista exclusiva, Javier Sicilia nos invita a explorar la crisis que sacude al mundo. Una conversación en profundidad sobre la memoria histórica, la violencia y la resistencia en tiempos de desesperanza.

En un momento donde las crisis globales parecen colapsar las fronteras entre lo humanitario y lo político, surgen preguntas sobre la posibilidad de un futuro en el que el sufrimiento y el caos puedan encontrar una salida. Desde la catástrofe ambiental en el Caribe, con la llegada de hasta 400,000 toneladas de sargazo que afectan ecosistemas y comunidades, hasta las tensiones de las protestas migrantes en California, el mundo parece sumido en una sucesión de eventos que no solo amenazan la estabilidad ecológica y social, sino que también ponen en evidencia el fracaso de los sistemas globales de justicia. La detención de Greta Thunberg por las fuerzas israelíes mientras intentaba entregar ayuda humanitaria a Gaza y la continua tragedia del genocidio en Palestina son solo algunos de los recientes hitos que subrayan la urgencia de repensar las estructuras de poder que perpetúan la violencia y la indiferencia.

En medio de esta oscuridad, la conversación que tejen las figuras de Javier Sicilia y Jacobo Dayán en su libro Crisis o apocalipsis (Taurus, 2025) ofrece una reflexión profunda sobre el dolor humano, la resistencia y el papel de la ética en tiempos de crisis. Javier, católico y activista, y Jacobo, agnóstico de origen judío y también comprometido con la lucha por los derechos humanos, trazan un paralelo entre los horrores del pasado, como el Holocausto, y los dramas actuales, sugiriendo que el olvido y la negación de la memoria histórica siguen alimentando el ciclo de violencia. A través de su diálogo, ambos nos invitan a cuestionar las estructuras de poder, la moral y la política que definen nuestra era, mientras intentan encontrar un rayo de luz en medio de la desolación.

Esta entrevista con Javier Sicilia no solo explora las complejidades filosóficas y éticas que surgen en tiempos de crisis, sino también las formas en que el arte, la poesía y la memoria pueden seguir siendo actitudes de resistencia frente a lo inhumano. Aunque el futuro parezca sombrío, es en el diálogo, en la conciencia ética y en la resistencia donde puede residir una oportunidad para la reconstrucción de lo humano.


Andrés Padilla: Es un gusto tenerte aquí, Javier. Quiero empezar esta entrevista con el título, Crísis o apocalipsis, que de entrada plantea una disyuntiva profunda. Me parece que, al hacer una valoración del presente, Jacobo Dayán se inclina más hacia la crisis, mientras que tú lo haces hacia el apocalipsis. ¿Dirías que este título refleja un desacuerdo fundamental entre ambos? ¿O, si bien ambas lecturas podrían calificarse de pesimistas, son dos perspectivas que surgen de una misma oscuridad?

Javier Sicilia: Cuando se menciona “apocalipsis”, mucha gente se asusta. Es una categoría que está demasiado cargada de connotaciones de destrucción brutal, de un arrasamiento absoluto de todo. De hecho, el libro del Apocalipsis, con el que termina la Biblia cristiana, tiene esa connotación. Aunque se le llama “revelación”, el mensaje es, de alguna manera, también una destrucción, una oscuridad terrible, pero que culmina con la instauración de la Segunda Venida de Cristo, el Reino. Es decir, nos quedamos con la parte catastrófica y terrible. Ahí, en ese espacio, es donde debemos buscar el gozne en el libro.

Es decir, la literatura apocalíptica, lo que se llama teología escatológica, es algo que hoy en día muy pocos abordan. Sin embargo, hay pensadores como Giorgio Agamben que sí se han adentrado en ella, o Ivan Illich. Hay dos momentos: el “tiempo del fin” y el “final de los tiempos”. El final de los tiempos no se puede predecir, ni siquiera decir que, pese a la oscuridad que estamos viviendo o que se haya vivido en algún momento de la historia, haya llegado. Es importante recordar que cuando cayó el Imperio Romano también se pensaba que llegaría el apocalipsis. San Agustín está lleno de resonancias de esta naturaleza. Cuando llegó el primer milenio también: al final de ese milenio, hubo muchos sentimientos de orden apocalíptico, de que todo ya terminaba y venía la instauración del Reino. Esto ha sido una constante en la historia, especialmente en el pensamiento religioso, el cual quedó, en parte, abandonado a raíz de la Revolución Francesa y la Ilustración. Pero, en todo caso, no se puede saber, ni siquiera atisbar, si esto es el “final final”, es decir, el final de los tiempos.

El propio Jesús, en su discurso apocalíptico en el Evangelio de Mateo, dice: “Nadie sabe ni el día ni la hora, ni los ángeles del cielo, solo el Padre”. Pero, de hecho, cada vez que ocurre una crisis de esta naturaleza, desde el ángulo apocalíptico, estamos en un “tiempo del fin”, que podría equivaler a la crisis. Vivimos una crisis que, desde donde viene, determina toda la historia de Occidente. Así que, sí, es un “tiempo del fin”. Me explico: crisis y “tiempo del fin” serían la misma historia. No es el final de los tiempos, pero anuncia algo: algo que va a ser destruido y algo que probablemente va a nacer.

Andrés Padilla: Acabas de abordar mi pregunta desde el lado del apocalipsis, pero en el título también aparece la palabra “crisis”. Me parece que estamos usando esa palabra, al menos en los medios de comunicación, de manera excesiva. Hablamos de crisis económica, de crisis política, de crisis ambiental, de crisis social, de crisis sanitaria… La palabra “crisis” suena por todos lados. ¿No será que, al final, esa palabra se está vaciando de significado? ¿Acaso no se está desbordando el concepto?

Javier Sicilia: Absolutamente. Creo que eso es parte de la crisis que estamos viviendo: la crisis del lenguaje. No quiero recurrir nuevamente a esa palabra, pero creo que es necesario retomar su verdadero sentido. “Crisis” quiere decir “oportunidad”. Generalmente, cuando se menciona “crisis”, se entiende como la turbulencia del problema, pero la crisis aparece dentro de esa turbulencia como un momento de decisión, una oportunidad. Estamos en ese momento. Si todo está desfondado, si el Estado está desfondado para no hablar de crisis, si las instituciones que nacieron de él están desfondadas, si la educación está desfondada… Estamos inmersos en una oscuridad y un caos que todos percibimos, y todos sentimos un profundo malestar. Bueno, ahí es cuando ocurre la crisis, el momento de decisión. Para mí, esa es una de las diferencias con Jacobo: ese momento de decisiones se ha vuelto imposible.

Este parteaguas, o esta crisis civilizatoria, o este nuevo “tiempo del fin”, es inédito. Se parece a lo que Iván Illich llamaba “sistema”. No estamos hablando de herramientas, sino de aparatos a los que estamos conectados. No son herramientas; son cosas que nos enchufan y nos impiden tomar la distancia necesaria para que la crisis surja, es decir, para que la oportunidad surja. Como menciono en el libro, y cito a Jean Robert, quien a su vez toma esta idea de Illich, estamos en un momento muy difícil porque parece ser una “crisis sin crisis”. Es decir, no encontramos la oportunidad para salir de ella, y se vuelve un proceso descendente. Las democracias intentan reinstalarse, pero no logran responder a la emergencia y al caos que domina el mundo, particularmente México. No alcanzan a encontrar el punto dónde articular la crisis, esa oportunidad. Por un lado están las democracias que, como menciono, no pueden responder, y por otro lado están los llamados “populismos”, que son formas de fascismo y que tampoco pueden controlar nada, sino que profundizan el problema. El intento del libro es, de alguna forma, mirar la profundidad de la oscuridad: verla desde diferentes ángulos, pero a partir del desarrollo histórico de Occidente. Solo mirando la profundidad de lo que estamos viviendo podremos encontrar algo distinto. No podemos seguir repitiendo los patrones. El libro es un intento de salir de ella, mirándola con toda la objetividad que Jacobo y yo podíamos tener.

Andrés Padilla: Quiero ir un poco más atrás y hablar sobre esta colaboración, o esta amistad, que nace entre tú y Jacobo, y que deriva en este libro. ¿Cómo se fue construyendo esta conversación que luego se plasmó en papel? ¿Podrías contarnos un poco sobre cuándo decidieron que se transformaría en un libro y cómo organizaron el contenido? Porque una conversación no sucede tal como la leemos, línea a línea y página a página. En una conversación hay idas y vueltas, pero en el libro, en su artificio, existe un hilo conductor.

Javier Sicilia: La historia de nuestra amistad se remonta precisamente al momento en que asesinaron a mi hijo y a sus amigos en 2011. Fue entonces cuando se articuló el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad, que dio voz a todas las víctimas del país. Antes de eso, las víctimas y sus historias, su dolor, estaban borrados de la conciencia del país. En ese entonces, Jacobo era director de contenidos del Museo de Memoria y Tolerancia. Nosotros hacíamos nuestras conferencias de prensa en Cencos, y un día se presentó y me dijo: “Oye, Javier, el lugar adecuado para las conferencias de prensa y para comunicar lo que quieran es el Museo de Memoria y Tolerancia, es el museo de las víctimas”. Así que nos fuimos para allá. En medio del ajetreo, nos vimos poco, pero poco antes de hacer la caravana hacia Estados Unidos, a finales de 2011 o principios de 2012, me buscó para despedirse. Dimos la conferencia de prensa en el Museo de Memoria y Tolerancia, y me entregó un artículo que había escrito con el título de “México y Weimar”, donde comparaba el estado de la República. Este artículo acabaría siendo la base del libro que se publicó el año pasado. Yo leo ese artículo y pienso: “Este tipo está entendiendo bien la cosa, y va más allá”. Cuando regreso, lo busco, y comienza ese diálogo que continúa con llamadas, visitas, comidas… Bueno, como se vive una amistad. Y seguimos trabajando juntos por las víctimas.

Él es un gran experto en crímenes de lesa humanidad, en todo lo relacionado con el Derecho Internacional y los Derechos Humanos, especialmente en sus fases más radicales y profundas, entre otros temas. Ha sido un activista que siempre ha acompañado a las víctimas y a los movimientos sociales. Así que, con el tiempo, se construyó este diálogo. Yo, por mi parte, tengo un libro que se publicó en Editorial CETYS el año pasado, titulado Aproximaciones a un tiempo del fin. Digamos que el libro de Jacobo, República de Weimar, y mi libro, Aproximaciones al tiempo del fin, son también frutos de esos diálogos, aunque cada uno de nosotros expresa sus posiciones de manera abierta. Yo en siete ensayos, él desde el psicoanálisis, la cultura y el arte de la República de Weimar. Esto nos ha permitido afinar ese largo diálogo que luego se plasma, en sus particularidades, en estos dos libros a los que me refiero.

Entonces, me llama Andrés Ramírez, el director de Penguin Random House, y me dice: “Oye, ¿tienes una novela?” Le respondí: “Mira, tengo una, pero no la voy a publicar”. Pero te propongo algo. Justo había leído un libro maravilloso, pequeño, que espero que se animen a publicar en Random. Este libro es un diálogo entre Elie Wiesel, sobreviviente de Auschwitz, y Jorge Semprún, sobreviviente de un campo de concentración mucho menos brutal que Auschwitz, como lo fue Buchenwald. En ese momento se cumplían 50 años del aniversario de la liberación de los campos de exterminio, y estos eran los sobrevivientes más importantes, las víctimas y testigos del horror más relevantes y vivos en ese entonces. Ambos se sientan a dialogar, con el auspicio de la televisión francesa, y el resultado de esa conversación se publicaría después como un libro bajo el título Es imposible callar. En el libro, ellos llaman, ya siendo mayores y en un momento de optimismo —estamos en los años 90, cuando cayó la Cortina de Hierro, cuando Scorpions cantaba esa canción fundamental, “Wind of Change”, y Fukuyama hablaba del “fin de la historia”; tiempos cuando la ONU comenzó a funcionar como debía, después de los Juicios de Nuremberg—, a tener cuidado. Ambos empiezan a valorar y hacer un análisis retrospectivo de sus experiencias desde dos visiones diferentes. Uno es religioso, Wiesel, y el otro es un resistente político, Semprún. Pero ambos pasaron por el horror y el infierno de los campos nazis. Y dicen: “Cuidado, ¡no! Cuidado, porque detrás de todo este optimismo hay un río subterráneo que va a emerger”. Bueno, ese río emergió en menos de 30 años. Esa realidad volvió a salir de otra manera, porque no emerge igual. Son procesos de oscuridad muy semejantes, ya que comprometen la vida de la gente y reducen la vida a una instrumentalidad. Eso es lo que estamos viviendo hoy. Entonces, cuando le propongo esto, Andrés Ramírez me dice: “Oye, Javier, ¿por qué no retoman tú y Jacobo, que han tenido un largo diálogo, los elementos de esa conversación entre Wiesel y Semprún? Ustedes, tú, que has sido víctima”, me dice a mí, “y tú, que eres un gran defensor de los derechos humanos; ustedes que han vivido el horror en México a profundidad, en carne propia, y continúan ese diálogo, pero 30 años después, con nuevos elementos”. Entonces, nos sentamos y dijimos: “Vamos a dialogar, vamos a partir de las víctimas”. De hecho, el primer capítulo tiene como centro a las víctimas, y de ahí nos vamos derivando a cuestiones filosóficas. Tocamos el caso de México y llegamos al límite del problema del mal. Se trata de un problema irresoluble que se expresa en destrucción, en desprecio, en horror. Es lo que estamos viviendo a nivel mundial, aunque particularmente en México. Porque, en medio de todas estas hecatombes que están sucediendo, México tiene una característica terrible: los muertos y el estado de anomia que vive este país no los tiene otro. Los países en guerra probablemente se acercan, pero este no es un país en guerra. Su horror tiene una dimensión muy particular en el espectro de la hecatombe, el sacudimiento, la crisis, o el “tiempo del fin” que está viviendo el mundo. Esto, brevemente, es de lo que trata el libro.

Andrés Padilla: Me parece que el valor del testimonio, la memoria y la víctima están en el centro de sus preocupaciones. En el libro también mencionan que este mundo, al igual que el mundo en el que escribían Elie Wiesel y Jorge Semprún, parece querer olvidar. En México, ¿cómo ven ustedes el distanciamiento de la sociedad con el pasado, especialmente en estos tiempos de la hipercomunicación?

Javier Sicilia: Es muy grave. Yo cito ahora a Santayana, con una frase que se ha oído muchas veces: “Quien no recuerda su historia está condenado a repetirla”. Y este país es la repetición constante del horror, y cada vez se ahonda más. Desde la Guerra de Independencia y hacia atrás, desde el Imperio Mexica y el zompantli. No hemos conocido ni un gramo del Estado de derecho. Nunca ha sido posible. La Independencia nunca se consolidó, un buen Estado liberal fue efímero, luego vinieron las dictaduras de Porfirio Díaz. Después, el tremendo parteaguas de la Revolución, y luego la instalación de un régimen dictatorial que duró 70 años. Una pequeña y breve tentativa de democracia, que duró 18 años, del 2000 al 2018, y luego otra vez… Y detrás de todo esto, tendríamos que hablar de millones de víctimas que no han sido reivindicadas ni reconocidas, tratadas como si fueran desechos. Pero bueno, tendríamos que situar la historia del horror a partir del 68, que es un parteaguas. A partir de ahí, se dio un atisbo de transición democrática con muchas víctimas no reconocidas, que todavía, a pesar de los intentos de verdad y justicia, no han sido reparadas. Y entre ese momento y después, Ayotzinapa, que se volvió otro emblema del horror. Hay cientos de miles de víctimas que no quieren ser reconocidas, y después de ese momento de 2011, cuando las víctimas se visibilizaron, la nación volvió a querer olvidarlas. Se discute sobre la democracia, el populismo, sobre la “deriva autoritaria” del nuevo régimen. Pero ya no está en la agenda pública: las víctimas aparecen como casos aislados. Es decir, volvemos otra vez a la época de Calderón, cuando se decía que se estaban matando entre ellos, y las demás víctimas eran consideradas “bajas colaterales”. Pero seguimos encontrando fosas y las buscadoras siguen buscando, pero no está en la conciencia pública ni en el Estado. El Estado se encarga de crear un relato de negación, y parece que la nación lo asume y olvida a las víctimas. Sin embargo, esto refleja la ausencia de un suelo democrático. Es un país tomado por el crimen organizado, un país donde hay medio millón de víctimas, miles de desplazados cientos de miles de desplazados, más bien, miles de fosas clandestinas. ¿De qué democracia hablamos? ¿Cómo salvamos el suelo para poder construir democracia? Pero si no entendemos que estamos siendo rehenes de un estado de excepción absolutamente inédito, no vamos a salir del horror. Necesitamos una respuesta de nación del tamaño del horror, y no tratarlo como problemas políticos. Es un problema que pone en entredicho y daña hasta el grado de hacer desaparecer a la nación misma, no como idea, pero sí como realidad.

Andrés Padilla:  Las palabras que dices son muy potentes, pero el libro también transmite otra cosa, que ubico más en las intervenciones de Jacobo Dayán: una especie de desazón o de nostalgia por ciertas instituciones, por una idea de democracia, y por unas instituciones internacionales que se fundaron para evitar que el horror se repitiera: la ONU, las Cortes Internacionales. ¿Hay un deseo de restituirlas o de dotarlas de un nuevo sentido? ¿Hay esperanza en estas instituciones que nacieron de la Ilustración, de la razón ilustrada, de la cual, al mismo tiempo y paradójicamente, derivó el Holocausto?

Javier Sicilia: Sí, yo creo que llegamos precisamente a su agotamiento. Por eso hay esa nostalgia y esa lucha. Me parece que el mundo se divide entre liberales demócratas, y populistas, fascistas y monstruos. A veces, el populismo es un eufemismo, al igual que el término “crisis”, para nombrar lo terrible. Son totalitarismos, dictaduras al estilo fascista y al estilo comunista más vil, más terrible. Parecen realidades superadas. Pero también el proyecto democrático, tal como lo concebimos, con sus instituciones, se desfondó. Tenemos que pensar en algo distinto, a partir de nuestra historia. Pero no podemos regresar al pasado, por desgracia. Cada vez que regresamos, el problema se ahonda, porque el modelo se acabó. Se nos olvida que los Estados, o las estructuras que fabricamos los seres humanos a nivel político y social, son fabricaciones históricas que, como parte del ser humano, tienen su nacimiento, su crecimiento, su crisis brutal y su decadencia. Bueno, llegamos al final de esa decadencia.

¿Qué vamos a hacer ahora? Ese es el gran problema. Cada vez que tratamos de regresar al pasado, nos enfrascamos en una lucha polarizante que ahonda el caos y aumenta la violencia. No necesitamos seguir atrapados en ese ciclo. Lo que propone, de alguna forma, el libro, es detenernos, mirar las circunstancias, para poder encontrar una luz, una oportunidad, una crisis que no nos deje atrapados en una “crisis sin crisis”.

Andrés Padilla: En lo que dices se encuentra el tema de las ideologías. Tanto las ideologías de izquierda como las de derecha han cometido crímenes de lesa humanidad y ha operacionalizado el horror. Ahora bien, siendo humanos como somos, ¿podemos ir más allá de las ideologías o estamos irremediablemente atrapados en ellas?

Javier Sicilia: En este momento estamos atrapados en ellas. Pero creo que, para mí, y creo que para Jacobo también, es importante poner a las víctimas en el centro del asunto. Las víctimas no tenemos ideología. Tenemos una bronca con el poder: el poder del Estado y el poder del crimen organizado, que en este país están unidos. A lo que llamamos es a la parte ética, a la parte moral, a trascender la lógica ideológica para encontrar el punto de referencia de lo humano. Esa humanidad tiene que encontrar su base en el diálogo, en el hecho de que, a veces, tenemos que aceptar y, a veces, no aceptar. Pero es una discusión pública, y eso solo se puede hacer desde un universo ético. Creo que las víctimas manifiestan ese universo ético. No, no las estamos viendo. Ninguna ideología las está viendo. Una cosa tan simple: verdad, justicia y paz. Solo en ese universo el mundo humano puede florecer. Y poniendo límites también a la lógica industrial, a la lógica que produce muerte: el dinero, el poder, las ganas de más poder. Por eso, nuestro punto de referencia está en las víctimas.

Son los grandes movimientos de resistencia, los feminismos, los ecologistas, los indígenas, los que logran que la oscuridad no sea total. La víctima pura tiene una conciencia moral y los indígenas tienen una fuerza de conciencia moral que, creo, ha trascendido lo ideológico. Ahí está el punto de referencia: ¿cómo devolvemos un sentido ético a la vida para poder articular un sentido humano, un sentido proporcional y un sentido del cuidado del universo donde los seres y la vida florece?

Andrés Padilla: Y aquí ya podemos hablar del tema de la responsabilidad. Mientras leía el libro, me vino a la mente un experimento de la psicología social que seguramente conoces, el de Stanley Milgram. En este experimento se sometió a individuos a una situación en la que debían administrar descargas eléctricas a una persona, que en realidad era un cómplice, aunque los participantes no lo sabían. A medida que las “descargas” aumentaban en intensidad, las personas que estaban siendo “castigadas” comenzaban a gritar y pedir que se detuvieran, pero los participantes, obedeciendo las órdenes de una figura de autoridad, continuaban infligiendo dolor. El experimento muestra cómo, bajo la presión de la autoridad, las personas son capaces de realizar actos crueles, a pesar del evidente sufrimiento que están causando. Esto plantea la pregunta de si lo que nos impide asumir la responsabilidad por las atrocidades actuales es únicamente el poder que nos confiere una autoridad, o si también es consecuencia de la maquinaria, de la tecnología y las herramientas que operamos, es decir, si son ellas también las que facilitan esa deshumanización.

Javier Sicilia: Sí, para mí es eso. Creemos que son herramientas, pero en realidad no lo son. La herramienta te permite tomar distancia, te permite dejarla, irte y volver. No estamos “enchufados”. Aunque muchos de nosotros tengamos una mayor conciencia ética, estamos atrapados en el sistema. En su velocidad. El sistema cambia nuestras percepciones y nuestras prioridades. Por desgracia, los medios tecnológicos no son inocentes. Bauman tiene un libro titulado Modernidad y Holocausto, donde dice que el nazismo sería impensable, y de alguna forma lo decimos en el libro, sin el modelo industrial, sin la cadena de producción industrial. Ahora estamos asistiendo no solo a esa sofisticación industrial, sino que estamos entrando a otra fase: la del sistema, que cambia nuevamente nuestra percepción y se monta sobre el proceso industrial.

Entonces surge algo que apunto ahí: lo inhumano se imbrica con lo humano. Las máquinas nos poseen y, de alguna manera, nos vuelven “ahumanos”. Necesitamos cada vez más prótesis. Ahora ya no se mata cara a cara, ni se lanza una bomba desde un avión. En aquel entonces, ya había un desplazamiento frente al horror. Ahora, se puede matar desde una computadora. Desde ahí están enviando los misiles, y el individuo que está operando no ve el lugar que está destruyendo, lo ve como si fuera un juego de Nintendo, y probablemente se está comiendo una hamburguesa y una Coca-Cola mientras realiza esa acción. Estamos llegando a un universo ahumano que se conjunta con lo inhumano. Lo único que podemos hacer es resistir. Pero dentro, en nuestro interior, lo único que nos queda, es la espiritualidad o la ética. Ambas se retroalimentan.

Andrés Padilla: A lo largo del libro, además de tener una conversación con Jacobo Dayan, tienes un diálogo con otros autores: Jorge Semprún, Jean Amery, Hannah Arendt, Paul Celan, entre otros muchos que podemos agrupar dentro de la literatura que intenta explicar los totalitarismos o la imposibilidad de nombrar el horror. Ustedes también toman el Holocausto como referente. ¿Cómo podríamos trazar una línea común entre ese acontecimiento y otros?

Javier Sicilia: Yo creo que el Holocausto se convirtió en el paradigma del horror. Aunque ha habido otros horrores tan terribles, genocidios a lo largo del siglo XX y principios del XXI, como el que estamos viendo ahora en Gaza: este es un genocidio brutal, perpetrado de alguna manera por personas que vivieron el Holocausto y por los radicales de derecha israelí. Por el otro lado, están actores como Hezbolá. Es decir, ahí está de nuevo la población civil puesta contra la pared, como animales, como perros. No tienen ni siquiera capacidad para defenderse, ni para decir “no”. No están respondiendo, están tratando simplemente de salvar sus vidas. El paradigma de genocidio es Auschwitz. Por eso la insistencia de Wiesel, y la de Semprún, cuando dicen: “Cuidado si olvidamos”, o la de Améry cuando dice: “No, olvídense del perdón”. La víctima tiene derecho al resentimiento como una virtud ética. No se puede olvidar, no se debe olvidar. El perdón está asociado, por desgracia, con el olvido. “Ya pasó”. Pero no, no ya pasó. No ya no hay bronca.

Por eso, colocamos a Eatherly en el centro, este personaje que determinó dónde debía tirarse la bomba atómica de Hiroshima. Él, aun cuando las víctimas de Hiroshima ya lo habían perdonado de hecho pasaba tiempo con las víctimas cada vez que se conmemoraba el aniversario de Hiroshima, muere con una conciencia de culpa. Gunther Anders le dedicó un libro titulado El piloto de Hiroshima. En la correspondencia que mantuvieron, Anders le dijo: “Usted también es una víctima de Hiroshima y se dio cuenta. Los otros no. Los otros están metidos en el sistema, en el dispositivo”. El final es terrible. Cuando entrevistaron al hermano de Eatherly, un periodista le preguntó: “¿Cómo vivió la muerte de su hermano?”. Y él respondió: “Qué bueno que murió”. Cada noche se levantaba gritando: “¡Me quemo, me quemo, como toda esa gente!”.

Eso es lo que pide Améry: no pasó, sigue pasando. Eso es lo que dicen, de alguna forma, Wiesel y Semprún. No podemos olvidar. No podemos negar que está allí, presente en nosotros, como una corriente subterránea que puede eclosionar en cualquier momento. Aquí podemos estar, Andrés, sentados, platicando con una persona, y de repente resulta que estamos junto a un victimario terrible. Todo está torcido, todo. Se borraron las fronteras entre el bien y el mal, se borró todo. Entonces, existe una necesidad de ética, una necesidad de conciencia, una necesidad de que los mexicanos vivamos con una responsabilidad de culpa, porque esto no es solo cosa del Estado. El Estado existe porque lo creamos entre nosotros. No podemos abdicar de esa conciencia; debemos ponerla como la prioridad de la nación, desde una perspectiva ética, para poder encontrar soluciones. Eso es lo que yo creo, pero el libro no pretende dar respuestas, no puede dar respuestas. Plantea incógnitas y la necesidad de este tipo de diálogos.

Andrés Padilla: Este es un libro que, a pesar de su complejidad y la profundidad de los temas que trata, se lee de manera bastante fluida, tal como si presenciaremos una conversación. Sin embargo, dentro de él hay una riqueza de ideas; incluso recuperan elementos tanto de la tradición mística como de la budista. Antes de concluir, me gustaría abordar un punto fundamental. Al final del libro, citan una famosa frase de Adorno: “Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”. Javier, tú experimentaste esa renuncia poética; o, quizás, te arrebataron ese sentido poético. Pero no renunciaste a la escritura en sí. ¿Consideras que es posible escribir sobre algo que no sea el horror, el mal o las víctimas?

Javier Sicilia: Creo que es una responsabilidad del escritor. Es decir, si quiere vivir en su torre de marfil o participar en su tiempo, mostrarlo y denunciarlo, eso es un asunto muy particular del creador. Yo tengo una particularidad: soy una víctima con un hijo muerto. Sé lo que eso significa. Entiendo a Améry, aunque no es muy conocido, porque su visión es tremendamente radical, tremendamente monstruosa en muchos sentidos, y especialmente frente a nuestras categorías morales, que a veces se utilizan de manera perversa: como el perdón asociado al olvido. El perdón debe estar asociado con la justicia, y aun así debe quedar la conciencia y la llaga presente en el tiempo. Pero bueno, esa es la particularidad de un poeta que le tocó vivir de esa manera, y por eso me identifico mucho con Celan.

Celan quería hacer visible que eso no pasó, sino que sigue pasando, y quería refundar una lengua que fue degradada por el nazismo. De alguna manera, la lengua también está siendo degradada ahora. La Cuarta Transformación está degradando el lenguaje de una forma muy semejante a lo que ocurre en el universo de 1984 de Orwell, y muy parecida a lo que hizo el nazismo. Victor Klemperer, otro autor que citamos, lo aborda en su libro La lengua del Tercer Reich. En este habla de cómo el lenguaje puede ser degradado. Estamos viviendo eso y nos quedamos impotentes ante ello. Celan, en su poesía, lo expresa cada vez de forma más críptica. Termina, de hecho, en el suicidio. Su poesía se vuelve más oscura, más difícil de entender.

Primo Levi tenía un juicio tremendo. Él, un contemporáneo de Celan, sobreviviente de Auschwitz, quizá el que escribió la mejor trilogía y la mejor visión de Auschwitz, decía: “Cada vez que leo a Celan, escucho los gritos de un agonizante”. Celan huyó, guardando sus proporciones poéticas y sus apuestas poéticas. ¿Hemos llegado a ese punto… donde la lengua ya no alcanza? ¿Donde ya no nos alcanza? Y si seguimos escribiendo, o si yo sigo escribiendo, algo que ya no es poesía, es porque no podemos escapar a la lengua. No sé si me explico. La lengua es la expresión de lo más humano. Como decía Octavio Paz, el mundo está hecho de palabras. Todo es palabra, incluso los objetos materiales. Y si no los volvemos a nombrar, si no sabemos qué son, no sirven para nada. Cuando los significados vacilan, las sociedades se pierden, se prostituyen y entran en la violencia, como decía Paz. De alguna forma, escribir, sea como sea, es mantener una conciencia ética. No se trata de dar recetas, sino simplemente de hacer vivir. Lo humano es también una forma de resistencia. Es una forma de memoria. Es un deber, aunque no sea escuchada. Aun cuando no se escuche a las víctimas, ellas siguen siendo un punto de referencia y una luz encendida en medio de la oscuridad.

Andrés Padilla: Finalmente, Javier, la pregunta es: ¿Quién “retiene” al mundo hoy? En su libro recuperan el concepto de kathekon, que significa “el que lo retiene”. ¿Quién lo retiene? ¿Quién tiene la capacidad para detener este proceso de degradación?

Javier Sicilia: Yo creo que son los focos de resistencia. Pienso en el movimiento fracturado de las víctimas, en el movimiento indígena, que también está fracturado, en el feminismo. El feminismo que no se vuelve radical, el que no termina por reproducir de manera femenina el patriarcado que critica. Es decir, estas resistencias tienen como punto de referencia la ética. Este tipo de cosas, lo que tú haces con tu comunidad, con tu familia, sostiene al mundo. Yo siento que ahí está el kathekon, aunque es muy débil, cada vez más débil. Pero sin ellos, el mundo sería la pura oscuridad. Ya estaríamos justamente en la destrucción del fin. En el final de los tiempos. Y esto permite abrir una hendidura. Creo que habría que pensar en lo que dicen los zapatistas, sobre todo el Subcomandante Marcos. Él, que piensa un poco apocalípticamente, dice: “La tormenta nadie la puede parar. Pero pensemos en el Día después. ¿Qué vamos a hacer el día después?”. Estas resistencias mantienen lo que podría ser el día después. EP

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