Otra agua que ahoga hasta matar

Boca de lobo es el blog de Aníbal Santiago y forma parte de los Blogs EP.

Texto de 15/09/21

Boca de lobo es el blog de Aníbal Santiago y forma parte de los Blogs EP.

Tiempo de lectura: 3 minutos

Hasta hace cinco meses, la catástrofe ambiental mexicana causaba una sed exasperante: el país sacaba la lengua porque las lluvias no llegaban, el agua caía en las casas a gotas y de pronto ya ni eso caía.  De octubre a abril, las precipitaciones fueron 20 por ciento menores a lo habitual, y eso para un país de 126 millones de habitantes causaba que imploráramos al cielo con la boca abierta

Pero la temporada de secas concluyó, y entonces la catástrofe fue la inversa: de no saber cómo atraer agua (entre otras cosas porque la lluvia sigue sin ser aprovechada y va al drenaje) pasamos al drama de ignorar cómo sacárnosla de encima. Y quizá la más terrorífica y explícita cara de la hecatombe hídrica del 2021 la vimos en el Cerro del Chiquihuite: las retinas se nos han impregnado desde todos los ángulos con una escena del lado de Tlalnepantla, en el flanco oriental. Rocas tan monumentales que parecen de utilería de película de Hollywood de 1952 cayeron sobre casas que se sostenían en la ladera pero de las que ya no vemos nada. De ellas ya solo quedan las rocas que las taparon, por desgracia reales y no cinematográficas, fusionadas con aludes de tierra y escombros sobre el que fue el hogar de mexicanos ya muertos o heridos. Ante la dimensión colosal de todo lo que se ha desgarrado los cuerpos de rescate parecen muñequitos de plástico.

La precariedad mexicana, su déficit de vivienda, es decir, la miseria habitacional, causa que los pobres desafíen a la gravedad en los lugares más inadecuados, absurdos, temibles, alarmantes: hay multitudes que viven en despeñaderos abruptos y barrancas (y para verlo ni siquiera hay que viajar a elevadas comunidades de Chihuahua, sino voltear a la derecha en la avenida Alta Tensión, en la alcaldía Álvaro Obregón): sin donde asentarse porque no hay para pagar una renta en ninguna parte, las familias vuelven su existencia un desafío a la gravedad, y el desafío lo terminan perdiendo.

Solo en estos días vimos ese suceso terrible que fue eclipsando otras noticias igual de crudas: una, las inundaciones por el desbordamiento del Río Tula. El agua que contaminan la refinería de Pemex Miguel Hidalgo, las cementeras hidalguenses y otras industrias afectó a 160 mil personas y se fue a meter hasta el Hospital del IMSS, donde mató a 17 pacientes. Las secuencias de las calles vueltas ríos son desoladoras, tanto como las que también se produjeron en 32 colonias de Ecatepec, donde las lluvias incontenibles arruinaron las casas de miles y miles y quitaron la vida a dos personas

¿Seguimos? Los municipios michoacanos de Arteaga, La Huacana, Lázaro Cárdenas y Tumbiscatío ya son, oficialmente, “zona de desastre”, después del paso del huracán Nora.

El ciclón Grace causó deslizamiento de tierra en las ciudades veracruzanas de Xalapa y Poza Rica, y se extendió hasta Puebla. Sepultados, bajo sus casas otros pobres murieron: al menos nueve, con otros tantos desaparecidos. 

¿Por qué pasa todo eso?, es la pregunta. Claro, desde una visión fatalista, resignada, cualquiera argumentaría que frente a esos fenómenos naturales, azotes repentinos e inmisericordes de la Tierra, no hay mucho que hacer. Aunque en realidad no hay mucho que hacer si en nuestro país 3 millones 800 mil ciudadanos pasaron a ser pobres en los últimos tres años y engrosaron las filas de una pobreza que abarca a 56 millones. La miseria desespera, y por eso es temeraria y tiene fe, aunque la fe sea trepar cerros para vivir como sea.

Aunque el poder político y económico de México y el mundo sacude la mano diciendo “no me vengas con historias”, el calentamiento global, al que México abona de múltiples maneras (entre otras cosas, habiendo contaminado ocho de cada 10 de sus ríos), contribuye a todos esos fenómenos meteorológicos sucesivos y furiosos. Sin embargo, hay gente con poca exposición pública y nula protección del Estado que ha luchado contra lo que le toca a nuestro territorio del calentamiento global: el problema es que muchos de ellos han muerto. No por huracanes o inundaciones, sino por balas. Aunque el presidente dice que es una mentira, su propia Secretaría de Gobernación contabiliza 68 defensores del ambiente asesinados desde el inicio del sexenio hasta julio pasado. 

¿Y algo más agrava los efectos de los fenómenos naturales que devastan a través del agua? Sí, este país que año con año vive desgracias de esa índole se quedó sin el Fondo de Desastres Naturales porque la 4T canceló ese instrumento financiero que apoyaba a gobiernos estatales y entidades federales para atender y recuperar, tanto como fuera posible, los daños provocados por los fenómenos de la naturaleza. El único bote para salvar del naufragio ya no existe.

Hay prioridades: atender a los pobres víctimas de huracanes, inundaciones o deslaves no lo es. La pobreza, el demencial ahorro público, el calentamiento global y los homicidios de ambientalistas son agua que ahoga hasta matar. EP

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