Teuchitlán y los límites de la ficción

En la era del espectáculo del horror, ¿cuál es el lugar de la ficción?

Texto de 14/04/25

Teuchitlan y los límites de la ficción

En la era del espectáculo del horror, ¿cuál es el lugar de la ficción?

Se dice que la cultura mexicana no está para autoengaños. En una realidad que desborda cualquier intento de representación, la ficción se enfrenta al dilema de evadir o confrontar el horror. México se ha convertido en la contraseña internacional de las pesadillas de nuestra época: drogas, cárteles, asesinatos, terrorismo, desaparecidos, desigualdad extrema. Si cada época encuentra su propio género para narrarse, el nuestro tiene nombre: narcocultura.

Desde hace tiempo, la ficción se alimenta de ese horror. La alta cultura, con prosa medida y premios. La baja, con estridencia y amarillismo. La narcocultura ha borrado esa frontera porque existe como hiperrealidad. Se produce en Netflix, se empaqueta como narrativa de género, se exporta con subtítulos en inglés. La idea de México se asimila mejor así. Oswaldo Zavala nos mostró cómo la imaginación ficcional sobre México reproduce esa mitología desde inmensos puntos ciegos. Ante la pregunta sobre cómo representar la violencia y el horror, la ficción mexicana, highbrow o lowbrow, ha sido atraída por la estética y el discurso de un género que ofrece diagnósticos simples, tramas reconocibles, categorías lucrativas.

La narcocultura se beneficia de la literacidad de públicos entrenados en el orientalismo hollywoodense. De la mano de una inmensa industria de producción de imágenes espectaculares, crean y reciclan estereotipos modernos de la maldad: comunistas mostachudos, hombres de turbante y barbas largas, asiáticos inescrutables, mexicanos de bota con cuernos de chivo. Villanos estetizables que representan arquetipos sin ambigüedad moral. Suprimidas las causas sistémicas, solo queda culpar a los individuos por andar en malos pasos. Es claro que este camino de realidad, reducida a género, desciende desde, y conduce hacia, la actualidad política de Estados Unidos. Un imperio en decadencia siempre simplificará el lenguaje, cercará los términos de la discusión en su campo semántico.

Frente al horror de Teuchitlán, la narrativa está en disputa. Su caso, como significante vacío, no muestra la violencia en bruto. El horror también se manifiesta como ausencia, como resto, como olvido. El espectáculo, urgido por la lógica de la mercancía, intentará darle sentido como género o, peor aún, silenciarlo. Si la ficción puede imaginar otros mundos, ¿existe una alternativa a la espectacularización o la evasión?

El arte de la fuga

México tiene una larga tradición de cultura mediática especializada en la evasión. Entre el costumbrismo meloso de El chavo del 8 y las telenovelas de estereotipos localistas, la ficción que se escabulle de los malestares de la realidad ha dado réditos. Este modelo actualiza su vigencia con fenómenos del reality como La Casa de los Famosos, donde un elenco de personalidades hiperbólicas habita un recinto aislado, de sucesos controlados, ajeno al ambiente sucio y sórdido de las calles, para deleite de su gran público cautivo.

En este ambiente creativo asfixiado por el monopolio televiso, el público mexicano ha encontrado en propuestas importadas un tipo de humor liberador. El caso paradigmático de 31 Minutos, una suerte de Plaza Sésamo irónico que presta un escenario improbable para la crítica social, nace de una cultura –la chilena– que aprendió a eludir con ingenio las censuras de la dictadura. Bajo la dictablanda, un modelo de expresión estratégicamente liberal que canalizaba y contenía la potencia subversiva de la cultura popular, era más probable ver nacer figuras como Cantinflas y su cantinfleo nihilista, Pedro Infante y su masculinidad melodramática, Derbez y su humor del superyó.

Es de conocimiento general el matrimonio entre el sistema mediático y el sistema político en México. Aunque la relación de fuerzas ha cambiado en los últimos tiempos, el sector privado ha cerrado filas en torno a un modelo dedicado a manufacturar consensos. En este reacomodo han surgido nuevas formas de comedia que, aunque imitan el naïveté de la comedia estadounidense, introducen una variable en un contexto de marcadas desigualdades que resuena con el público mexicano: la lucha de clases. Si Nosotros los nobles y Cindy la regia abrieron el camino, Mirreyes contra Godínez y Vgly han reconocido la racialización de estos antagonismos.

Es un error ver la ficción evasiva como apolítica. Desde Marcuse hasta Fisher, sabemos que existen intereses ideológicos en mantener a las audiencias en una fuga consoladora. Pero la realidad se desnuda una y otra vez para recordarnos que no somos meros espectadores, sino partícipes involuntarios en procesos que sostienen el mismo horror del que buscamos escapar.

El mercado del horror

Así como la mayoría de las películas en cartelera están en inglés, la literatura y la televisión mexicanas son parcelas de un tejido de consumo transnacional. La ficción contemporánea se produce con un receptor cosmopolita en mente —anglosajón o hispanohablante— que navega un mercado sin fronteras.

El arco dependiente, que une el boom con la narcocultura, formó una generación de artistas nacionales conscientes del mercado y, en ese sentido, conscientes del artificio. No es casualidad que Perras de reserva, Reservoir bitches para el mundo, haya sido nominada al prestigioso Booker Prize. Desde su título, que referencia al maestro norteamericano del cine de violencia (también evocado por Julián Herbert en su libro de relatos), la novela se hace legible para los mexican curios que desean escrutar nuestro abismo a una distancia segura. México sucede como tragedia, después se consume como farsa. Parte de la crítica ha querido encasillar otros éxitos literarios recientes —Páradais, El invencible verano de Liliana, Antígona González— como una variante highbrow de la pornomiseria. Con las adaptaciones de One hundred years of solitude, Hurricane season y la venidera The savage detectives, Netflix está más atento que nunca a nuestra república de las letras. Aunque la mirada mercantil aplana toda representación de la violencia, también imponen a nuestros escritores nacionales una responsabilidad particular: cómo narrar en el horror.

En la literatura que se toma a sí misma en serio, la compulsión de no evadirse es poderosa. Ciertamente, quien se aparta de esta expectativa pronto enfrenta a los gatekeepers, notablemente hombres, que velan el rostro de la ficción mexicana ante el mundo. Es conocida la invectiva de Tryno Maldonado contra la supuesta banalidad de la literatura contemplativa de Valeria Luiselli. Maldonado, con su sensibilidad de hombre fresazapatista, dado a la lambisconería de consignas radicales que disimulan su machismo, se le escapa que su literatura de protesta está bañada en la misma ansiedad elitista que considera no apta para México. Resulta difícil imaginar por ello que pudiera crear algo con la sensibilidad de Los niños perdidos.

Escribir en el horror es una vieja pregunta en el arte. Cada gran convulsión social, en tiempos de modernidad autorreflexiva, ha dado a sus artistas. Sin embargo, el aforismo de Adorno, “escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”, parece recibirse, en nuestra época, como una sentencia que clausura toda posibilidad del arte después de la catástrofe. Lejos de una rendición, Adorno trazaba una advertencia ética: frente al horror, el arte no puede ser complaciente ni reconciliador. Debe, además, asumir una forma que revele la imposibilidad de representar plenamente el sufrimiento. 

Esta postura encontró en W.G. Sebald a un discípulo especialmente melancólico. En Historia natural de la destrucción, Sebald examina la omisión del bombardeo de ciudades alemanas en la literatura y el arte de posguerra. A diferencia del Holocausto, los bombardeos de ciudades alemanas no generaron una catarsis narrativa proporcional a su devastación. El trauma y la culpa colectivos, argumenta Sebald, pueden generar silencios en la memoria cultural. Ante su propia postura teórica, en la novela Los anillos de Saturno asume una estética fragmentaria que discurre entre la fotografía, la memoria y la ficción documental para evocar la dificultad de representar el horror. Para Sebald, como para Joyce, la historia es una pesadilla de la que se trata de despertar. Pero la estética, contestaría el primer Lukács, es la herida, el lado abierto de la historia.

Susan Sontag es quizá quien mejor planteó las dificultades éticas de la representación del sufrimiento en el arte. En Ante el dolor de los demás, en diálogo con Adorno, se cuestiona si es posible representar el horror sin trivializarlo. En su lectura de fotografías icónicas de conflictos como la Guerra civil española, Vietnam y la Guerra de los Balcanes se pregunta si tienen profundidad suficiente para transformar la empatía en una autentica comprensión. El arte que documenta la violencia, nos sugiere, enfrenta un dilema moral: por un lado, es necesario para dar testimonio y crear conciencia; por otro, puede volverse un objeto morboso de consumo que refuerza la insensibilización.

Brasil, bajo la dictadura militar, enfrentó esta encrucijada con una respuesta singular. En un contexto de represión, desapariciones y censura, el movimiento Tropicália se erigió como una resistencia estética que armonizó crítica y vitalismo. No solo fue un movimiento intelectual, sino la cuna de una generación irrepetible de músicos y artistas. Las letras más sardónicas y obreristas de Caetano Veloso y Chico Buarque convivían con el afro-optimismo de Jorge Ben Jor y la voz diáfana de Gal Costa. Antes de que el neoliberalismo atomizara los movimientos de masas, el colectivo bahiano supo construir una poética del mestizaje cultural como forma de resistencia e imaginación política.

El espectáculo del horror siembra una perspectiva histórica mermada. Se nutre de la suspensión de la incredulidad. Embota la capacidad crítica de los sentidos. La ficción que se resiste a ser mero reflejo del trauma puede abrir fisuras en ese simulacro.

La política y lo político

Este dilema se puede pensar en clave posfundacional: distinguir entre lo político y la política. Según el filósofo Oliver Marchart, la política se inscribe en el ámbito de lo óntico, mientras que lo político pertenece al dominio de lo ontológico. Si la política se refiere a una determinada región de lo social, lo político tiene que ver con la institución de lo social como tal. La política se mueve dentro de un orden establecido; lo político señala su contingencia. En el arte, esta distinción puede ser vital: toda narración o representación que refleje un mundo cerrado refuerza un cierre ideológico. Aquella que revela la historicidad y la inestabilidad de los fundamentos abre espacio para la imaginación crítica y el potencial transformador de la humanidad.

Marshall Berman, en su manifiesto sobre los claroscuros del modernismo, sitúa al hombre del subsuelo de Dostoievski en el núcleo temporal de la sublevación contra el mundo establecido. Dostoievski narraba el nacimiento de las ansiedades modernas en el San Petersburgo zarista, pero su exploración de la angustia, la culpa y la locura prefiguraría el psicoanálisis y el existencialismo del siglo XX. Artista de lo humano, desdibujaba la frontera entre la político y lo político para trascender su tiempo histórico. Su ficción modernista no solo miraba al abismo, sino que descendía a él para exponer sus profundidades. Esta conciencia deconstructiva reaparece en distintas épocas: Canetti, Mishima, Yourcenar.

En México, José Revueltas dio cuerpo y voz a esta tensión. Militante de PCM y otras agrupaciones comunistas, sus textos de filosofía política operaban en el registro óntico, mientras que sus novelas —El apando, Los muros de agua, El luto humano— descendían al nivel fundacional de lo político. Su literatura del lado moridor, como le llamó Evodio Escalante, no es ni estetización del terror ni panfleto dogmático. A pesar de las atmosferas pesimistas de sus novelas y cuentos, su ficción evoluciona hacia una autentica epifanía. Su marxismo no quedó atrapado en el marco óntico de la nación o del partido; por ello, su obra tampoco estuvo exenta de crítica a la militancia de la que formó parte. Esto le costaría censura y un silencio de diez años. Aun así, su ausencia no sería absoluta: obras como José trigo sobre la huelga ferrocarrilera, Los recuerdos del porvenir y la Guerra cristera, Balún canán y las relaciones étnico-raciales hendían el umbral entre la política y lo político en la segunda mitad del siglo XX.

No es accidental que las dos grandes figuras que mejor median la política y lo político en México estén en antípodas inimitables: José Revueltas en el campo marxista y Octavio Paz en el liberal. La sensibilidad paciana, triunfante en el fin de la historia fukuyamista, introdujo un clivaje metafísico entre el arte y lo político. Siguiendo la estela filosófica del psicoanalítico Samuel Ramos y el heideggeriano Emilio Uranga, Paz dotaría a lo mexicano con una dimensión ontológica. Una esencia accidental. Revueltas, en cambio, avanzaría una apuesta estética de lo político para representar su visión materialista del mexicano: determinado por sus condiciones históricas y sociales y, por lo tanto, abierto a la contingencia. El ser se inclina al pesimismo: no cabe la redención, la reforma, ni la revolución. La mexicanidad de Revueltas, que hace su propia historia, se les revelaría a las generaciones posteriores —Bonfil Batalla, Córdova, Basave— como una ideología. Esta disputa no era menor. La tradición intelectual mexicana había reservado para sí el derecho de representar al sujeto moderno y conducir el destino nacional.

Carlos Fuentes, estimado por las instituciones, sería el tipo de autor que acabaría derrapando en el suelo de lo óntico. Seducido por la corriente de pensamiento del grupo Hiperion, abrazaría el tropo de buena parte del siglo XX que equiparaba lo mexicano con la hegemonía política. La ideología posrevolucionaria de la identidad mestiza se consolidaría con el impulso de literatos, artistas y servidores públicos, a menudo ambos a la vez: Caso, Vasconcelos, Uranga. Pero también los muralistas de filiación comunista —Siqueiros, Rivera, Orozco— ayudarían a estabilizar esa mexicanidad suspendida en el cosmos racial. Frescos revolucionarios en muros gubernamentales, les llamaría irónicamente Paz. Agrarismo, obrerismo y raza convivían íntimamente bajo el amparo institucional y discursivo del Estado de bienestar del PRI.

Decía Emilio Uranga que ahí donde la filosofía no llega, la literatura y la poesía deben iluminar. Sin embargo, los textos fundacionales de la filosofía política del siglo XVIII y XIX refutan este cisma. Las cartas a Napoleón Bonaparte de Toussaint Louverture, las páginas de Regeneración de Ricardo Flores Magón y El manifiesto comunista de Marx y Engels están surcados por referencias y figuras literarias que hinchan su potencia argumentativa. La teoría política, cuando se reviste de intuición literaria, deja ver con nitidez la indisoluble relación entre lo político y el arte, especialmente en tiempos de convulsión—ya sea en el nacimiento del capitalismo industrial, en la lucha por la abolición de la esclavitud o en la insurgencia contra un régimen absolutista. Aquel proverbio de Terencio rescatado por Marx, “Nada humano me es ajeno”, condensa la amplitud existencial de los proyectos emancipatorios de antaño. Su materialismo dialéctico no solo se oponía al positivismo—que fragmentaría el conocimiento al aislar a las ciencias entre sí—sino también a cualquier intento de escindir las actividades humanas unas de otras.

En el actual zeitgeist óntico, las vanguardias formales y discursivas han dado paso a las políticas de la representación. Su hijo más retórico, el identity politics, trajo consigo públicos con una relación peculiar con la cultura. En la familia de ojos mediatizados, la ficción se les presenta como libelos que traen su intención a flor de piel. La recepción de Anora, ganadora del Óscar a mejor película, quedaría aplanada bajo lecturas moralistas que veían una representación problemática de las trabajadoras sexuales y no el relato estimulante de una subjetividad flamígera y contradictoria. Cuando la distancia entre la enunciación y la interpretación es abolida, lo político, entonces, se desvanece; la ironía, el paralaje y el subtexto son anulados por una lectura de género sin mediaciones. La aguja hipodérmica del contenido, teoría de medios caduca, reaparece como zombi en una sociedad asediada por la incertidumbre.

En la era del espectáculo del horror, ¿cuál es el lugar de la ficción? Mientras nada humano nos sea ajeno, su tarea no es afirmar el orden establecido, sino abrirle una grieta. EP

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