
Anuar Jalife Jacobo ensaya en torno al sacapuntas.
Anuar Jalife Jacobo ensaya en torno al sacapuntas.
Si como pensaba Marx la violencia es la partera de la historia, el sacapuntas es la partera de las oficinas. Pertenece, como el frasco de tinta o el humedecedor dactilar, a la casta de los instrumentos preparatorios. Su función antecede necesariamente a la de otra herramienta. Y aunque esto puede provocar la impresión de que es un instrumento accesorio, en realidad es fundamental. Él trae a la vida al objeto arquetípico de la escritura: el lápiz. Profundamente dialéctico, el sacapuntas nos recuerda la máxima benjaminiana de que detrás de todo acto de cultura se esconde uno de barbarie. El sacapuntas destruye para crear, arrasa con lo viejo para dar lugar a lo nuevo. El sacapuntas no es sino una navaja sujetada, una agresión contenida. Suelto sería un objeto peligroso o inútil, pero abrazado por una materia hecha expresamente para domeñarlo su potencia destructora se focaliza e incrementa. Quien haya intentado afilar un lápiz con un cúter, un exacto o un estilete, conocerá, por contraste, el filo concentrado del sacapuntas. Basta un pequeño desajuste para que este revele su pulsión de muerte, para que en lugar de una punta angulosa produzca astillas, mordeduras, minas rotas. Quizás por eso, para esconder su elemental aspereza, se produce en alegres colores y pueriles formas de círculos, hexágonos, corazones o, incluso, de personajes animados. Es más fiel a sí mismo cuando se presenta como un rectángulo metálico, con dos curvaturas convexas hechas para ajustarse al pulgar y al índice, que bien pueden recordar la empuñadura de una espada. Quizás el epítome de su forma es cuando se manifiesta con una manivela o, mejor aún, cuando es eléctrico. Mitad máquina mortífera, mitad dios anhelante de un sacrificio, su boca en apariencia insaciable nos pide entreguemos la frágil carne de nuestros lápices para que la vida de las oficinas se renueve. Apenas entra algo en sus fauces, el motor se activa y puede sentirse su deseo de devorarlo todo. Su violencia seductora nos invita a proseguir hasta las últimas consecuencias. Se necesita una cierta contención moral para saber cuándo detenerse. Y ver la punta afiladísima del lápiz que ha pasado por sus rodillos no alcanza para aliviar del todo la culpa que nos deja el solo hecho de haber imaginado un acto cruel. Tal es el magnetismo de la muerte que lleva dentro el sacapuntas que, en la edad de la inocencia, suele tentarnos a que introduzcamos nuestro dedo y lo obsequiemos con nuestra sangre. EP