
En la columna Registro, Pablo Íñigo Argüelles escribe sobre el mundo que observa, pero sobre todo de fotografía y todo lo que implica.
En la columna Registro, Pablo Íñigo Argüelles escribe sobre el mundo que observa, pero sobre todo de fotografía y todo lo que implica.
Texto de Pablo Íñigo Argüelles 23/07/25

En la columna Registro, Pablo Íñigo Argüelles escribe sobre el mundo que observa, pero sobre todo de fotografía y todo lo que implica.
Galerista, curador, coleccionista y editor, Ramón López Quiroga (Ciudad de México, 1950-2025) logró imbuirse en la conversación del arte mexicano de los últimos 45 años, hasta convertirse en una de sus piezas fundamentales. Desde su galería, en Polanco, Ciudad de México, tejió una red sólida de artistas visuales, escritores, editores y amigos; además, promovió diversas dimensiones de la expresión artística mexicana y latinoamericana.

Para comprender la importancia de su trayectoria, basta con mencionar el trabajo de personajes con los que estuvo involucrado: artistas plásticos como Pedro Coronel, Roberto Matta, Gunther Gerzso, Manuel Felguérez, Francisco Toledo, Irma Palacios, Rufino Tamayo o Miguel Castro Leñero; fotógrafos como Graciela Iturbide, Sebastião Salgado, Manuel Álvarez Bravo, Tina Modotti o Enrique Metinides. Ya fuera como gestor o amigo, consejero o veedor agudo, su profunda sensibilidad siempre se manifestó como una presencia sutil que impulsaba la creatividad de las personas con quienes colaboró.

Poseedor de una extensa colección centrada en distintas expresiones del arte moderno mexicano y compilador de una biblioteca especializada en fotografía —con cerca de cinco mil títulos—, dedicó su vida a una búsqueda incansable de todo tipo de manifestaciones artísticas, sin importar su origen. Ramón buscaba religiosamente en sus libros, en sus viajes, en mercados de antigüedades. A la par de su labor como galerista, cultivó y profundizó su gran pasión por el arte mexicano del siglo XX.

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Es viernes 20 de junio de 2025. Han pasado más de dos semanas desde el fallecimiento de Ramón López Quiroga. La intensa tormenta que azotó el Valle de México durante la madrugada ha dejado nubes grises y un viento muy ligero que trae, desde el Bosque de Chapultepec, un intenso olor a tierra húmeda.
Cerca de las 10 de la mañana, en el segundo piso de la Galería López Quiroga, el fotógrafo Pablo López Luz hace espacio en una mesa provisional dispuesta al centro de la biblioteca, donde nos sentaremos durante más de una hora para hablar sobre su padre. A nuestro alrededor hay varios bloques de libros en proceso de clasificación; entre ellos, una nutrida sección de ejemplares del periodo estridentista, una de las vanguardias predilectas de Ramón.

Comenzamos hablando sobre los últimos años de Ramón, mientras Pablo me muestra archivos de fotógrafos, resguardados en portafolios negros: décadas de búsqueda y clasificación incansables, guiadas por el azar y el asombro. A mi alrededor todo está ordenado, aunque también cargado de un desorden natural que delata la rutina de la galería: el paso diario, la consulta constante. Cada libro tiene una funda de acetato y una etiqueta de clasificación; cada portafolio resguarda en su interior obras impecablemente conservadas y categorizadas.
Si bien la galería conserva una parte sustancial de la historia moderna del arte mexicano, todo en ella —desde el primer piso, que alberga la muestra en turno, hasta los estudios, la biblioteca y las oficinas del segundo nivel— evoca una simpleza nítida, parecida a la transparencia que inunda el espacio desde el tragaluz.
Sin dejar de concentrarse en Primer día del verano, una fotografía de Graciela Iturbide contenida en una de sus cajas-archivo, López Luz subraya el diálogo artístico que siempre mantuvo con su padre, sobre todo desde que decidió dedicarse a la fotografía, hace más de dos décadas: “Para mí, fue un gran maestro. Siempre hubo un diálogo. Contestaba a mis referencias con otras referencias. En los últimos años fue, sobre todo, un amigo. Fue un guía”.

Más tarde se une a nuestra conversación Rosalba Luz Medrano, esposa de Ramón, con quien estuvo casada 50 años y con quien tuvo dos hijos: Pablo y Claudia. Ella me habla del amor que ambos compartían por el arte textil mexicano y de la evolución de la galería, que tuvo sus orígenes a mediados de los años setenta, en una pequeña tienda de marcos ubicada en Río Tíber y Río Lerma, en la colonia Cuauhtémoc. Ramón la llamó Galería de Goya y la inauguró unos días después de conocer a Rosalba.
”Era un espacio muy pequeño —recuerda días más tarde el doctor Haroldo Dies, uno de sus amigos más cercanos—. Ahí conocí a Ramón por casualidad. Me asomé por el vidrio polarizado. Entré tímidamente y, enseguida, Ramón me mostró unos grabados que tenía archivados en un mueble. Había unos cuantos cuadros colgados y también resguardaba obra gráfica que se podía ver si uno estaba interesado”.
Ramón fue aprendiendo el oficio de galerista con el tiempo. En 1980, abrió las puertas de la Galería López Quiroga en el número 379 de la Avenida Masaryk, su primera sede. Ahí comenzó su interés por el óleo sobre tela, aunque su fascinación principal fue el grabado y el dibujo. “Quien lo ayudó mucho desde el principio fue el pintor Pedro Coronel —rememora Rosalba—. Fue el primer artista que conoció y quien identificó las inquietudes que Ramón tenía con el arte”.
En los años ochenta, ya con dos hijos y un prestigio creciente, el espacio se convirtió en el centro de su vida familiar. “Todo giraba en torno a la galería —recuerda Pablo—. Íbamos a los estudios de los artistas. Siempre había algún poeta, escritor o arquitecto sentado a la mesa”.
La galería fue el espacio material y simbólico donde Ramón López Quiroga hizo confluir sus mayores pasiones: la literatura, la gráfica y su bibliofilia. Trabó amistad con artistas como Gunther Gerzso, Miguel Castro Leñero, Vicente Rojo y Manuel Felguérez; también inició proyectos curatoriales y editoriales con muchos de ellos, creando vínculos transgresores entre disciplinas. Algunos se materializaron en publicaciones; por ejemplo, Canto a la sombra de los animales (Galería López Quiroga, 1988), libro donde dialogan la poesía de Alberto Blanco y la gráfica de Francisco Toledo, o Naturata (Toluca Editions + Galería Lopez Quiroga, 2006), volumen que reúne las fotografías de Graciela Iturbide y textos de Fabio Morábito.

Uno de los momentos decisivos en su carrera como galerista tuvo lugar a mediados de los años ochenta, cuando conoció por azar a Francisco Toledo en una librería. ”Ramón se le acercó por coincidencia —recuerda Rosalba—. Le dijo que le encantaría ver su trabajo y Francisco lo invitó a su estudio”. Así comenzó una amistad y una relación profesional que duraría casi tres décadas. “Toledo —añade— fue una persona muy generosa, se entregó mucho a Ramón. En una ocasión, estando en nuestra casa, Francisco dijo: «Quiero hacer un mural de cerámica» Ramón, que siempre facilitaba los proyectos de los artistas, le respondió: «Si lo quieres hacer, vemos cómo le hacemos. Pero lo hacemos»”.

Durante los últimos 25 años de su vida, los sábados Ramón iba a la Plaza del Ángel, en la Zona Rosa, en busca de esculturas, fotos, carteles o cualquier objeto que le causara asombro. Los domingos hacía lo mismo en el mercado de La Lagunilla. Podía emocionarse al ver una jarra de Chucho Reyes o al encontrar por tercera vez el primer número de la revista mexicana de cultura El Maestro (1921-1923). Para él, no se trataba solo de la búsqueda y el hallazgo, sino de la preservación.
En estas búsquedas coincidió innumerables veces con su amigo Ramón Reverté: ”Éramos amigos, pero también competíamos por ver quién encontraba algo primero —recuerda entre risas—. Ramón tiene la mejor colección de México, sin duda. No hay otra como la suya y, además, muy cuidada. Lo digo con conocimiento de causa. Coincidimos muchas veces, en Plaza del Ángel, con El Fisgón, con Carlos Monsiváis, pero Ramón era de primera división”.
Ramón López Quiroga encarnó con naturalidad la delgada línea entre lo que conocemos como alta y baja cultura. Aunque es ampliamente reconocido por su labor como galerista y por su cercanía con algunos de los artistas más influyentes del siglo XX, también cultivó una profunda sensibilidad hacia las artesanías, carteles y grabados.
Reverté, fundador de la editorial RM, subraya también su generosidad y recuerda cómo fue esencial para publicar México, la tierra del encanto (Editorial RM, 2021), que reúne más de 500 piezas de gráfica mexicana: “Ramón nunca pedía nada a cambio. Era muy buen amigo, era muy generoso. Hay libros que definitivamente no podría haber hecho sin su colaboración”.

Por su parte, el coleccionista y financiero Jorge Tejeda, amigo durante más de 25 años, está convencido de que el arte cimentó su amistad: “Ramón daba su tiempo sin pensar. Era generoso, pero sin entrometerse. Me acompañó a descubrir mi gran amor por la fotografía. Viajamos incontables veces, desde África hasta Mérida. Siempre disfrutó mucho las cosas, los sabores, la comida”.
A finales de los años noventa, aconsejado por Graciela Iturbide, Alexis Fabry —galerista, curador y editor francés, fundador de Toluca Fine Art y Toluca Editions— buscó a López Quiroga para consultarlo sobre un libro de Francisco Toledo que estaba editando. Lo que Fabry no sospechaba era que, a partir de esa llamada, se convertiría en uno de sus amigos y colaboradores más entrañables: “Compartimos entusiasmos y gustos literarios, que ahora comparto con su hijo Pablo —recuerda—. Ramón tenía un amor inmoderado por México. Conocía profundamente su país. Recuerdo con nostalgia nuestros recorridos por la Ciudad de México y las exposiciones que visitamos juntos. Lo que más voy a extrañar de él es su compañía, su entusiasmo, su humor, su cariño. Un cariño medido, no desbordante, el cual tenía gran valor porque no lo daba a la ligera. Y, claro, su curiosidad inagotable”, agrega Fabry, quien voló desde París tan pronto supo del fallecimiento para acompañar a la familia.

Como galerista, López Quiroga mantenía una relación de respeto y apoyo incondicional con los artistas. Su vínculo con ellos era cercano, pero prudente. “Para ser galerista necesitas saber mucho y tener pasión, curiosidad, formación de décadas. El galerista no se forma en tres años. Puedes aprender a gestionar una galería, pero para lo demás se necesita vocación. Y Ramón la tenía”, añade Reverté.
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Durante su vida, Ramón coleccionó miles de objetos: libros, fotografías, grabados, piezas artesanales y obras de arte, pero también recuerdos, historias y encuentros, fantasmas tangibles con los que está hecho su legado. “Mi papá viajaba para encontrar, no para buscar”, dice Pablo López Luz.

Quienes lo conocieron lo evocan como alguien siempre ávido de compartir su conocimiento: en la sobremesa o en su oficina, rodeado de libros. Su generosidad también es reconocida por decenas de curadores, museos e instituciones, dentro y fuera de México, a quienes prestó, incontables veces y sin dudarlo, su acervo para hacer posible cientos de muestras y publicaciones. Hasta el día de su muerte, su interés era encontrar para preservar y compartir su inmenso amor por el arte mexicano. EP