
En la columna Registro, Pablo Íñigo Argüelles escribe sobre el mundo que observa, pero sobre todo de fotografía y todo lo que implica.
En la columna Registro, Pablo Íñigo Argüelles escribe sobre el mundo que observa, pero sobre todo de fotografía y todo lo que implica.
Texto de Pablo Íñigo Argüelles 17/01/25
En la columna Registro, Pablo Íñigo Argüelles escribe sobre el mundo que observa, pero sobre todo de fotografía y todo lo que implica.
Son casi las dos de la mañana. Estoy acostado, mirando al techo con la luz apagada. Acabo de estar con mis amigos en La Amistad, el último bar de Huexotitla, la colonia de Puebla en la que crecí. Toda la noche hablamos sobre Bad Bunny. Por eso, lo primero que hago al llegar a mi casa es abrir Spotify y escuchar “Debí tirar más fotos” por primera vez.
No sé por qué (sí sé por qué), pero cuando llego a la canción que da título al álbum, DtMF, me encuentro con un nudo en la garganta y muchos sentimientos encontrados: la generación que más ha producido imágenes en la historia de la humanidad se lamenta, en voz de uno de sus principales íconos, por no tener más fotos, por no haber disfrutado más el momento. La generación que creció con artefactos capaces de generar y almacenar millones de imágenes se encuentra de pronto añorando, cantando a la nostalgia, descubriendo que tira demasiadas fotos, pero que recuerda pocas cosas. Nuestra capacidad para producir imágenes no se relaciona con nuestra habilidad para recordar o crear recuerdos: tener mil playlists guardadas no significa que asimilemos toda esa música; tener millones de seguidores en Instagram o TikTok no define quiénes somos ni cuál es nuestro lugar en el mundo.
Veo en la pantalla de mi celular la fotografía de la portada: dos sillas Monobloc vacías frente a unos bananos, una imagen que sin duda tardaremos mucho tiempo en olvidar. La presencia de esos objetos solitarios hechos de plástico y producidos en masa habla más de una ausencia reciente que de una llegada prometida.
Algo se ha ido y ya no está. No son sillas dispuestas para alguien: son sillas que estuvieron ocupadas, así como las de la foto de Robert Rauschenberg, Quiet House—Black Mountain, y que gritan, desafiando de frente al horror vacui de una generación deslumbrada por las imágenes producidas por la IA.
Esas sillas, capturadas por Robinson Florian, representan bien el sentimiento principal del nuevo álbum-fenómeno de Bad Bunny: la gentrificación, el desplazamiento, la homogeneización de los territorios, el olvido. No obstante, de esa imagen, lo que más me llama la atención es el fondo, el lienzo: el platanar que hace que las sillas blancas sobresalgan y que a su vez representa bien el hilo conductor pero invisible de todo el disco: la falta de memoria, la falta de arraigo, la incapacidad generacional de generar recuerdos, una nostalgia prematura.
En pocos días Bad Bunny ha hecho lo que casi ningún músico de su generación: unir a todo el mundo en una especie de predisposición a la nostalgia del futuro.Si Bad Bunny es la voz de una generación, esa generación está a punto de cambiar. Quién iba a decir que las voces profetas llegarían un día en forma de perreo, salsa, bomba y plena. EP