Presentamos un relato de Roberto Bernal.
Para Víctor Jiménez
Cuando bajaba al quiosco en bicicleta, para comprar cigarros, saludaba a mi tío Concepción Piedra sentado en las escaleras del portón. Me decía adiós con la mano en alto y la otra en las rodillas, con los ojos pequeños y llenos de cataratas puestos en el suelo, sin nada que mirar, porque nunca pasaba nadie. Detrás de él, la puerta abierta que, a mediodía, dejaba ir el sol hasta la pared al fondo, pintada de cal, y sólo se podía ver una silla en toda esa parte vacía de la habitación. Ese día que me detuve para saludarlo, extendió la mano y dijo que tenía años que no me veía. Le dije que todas las tardes, al pasar por ahí, lo saludaba. Puede ser, dijo, y me preguntó de quién era hijo. Se lo dije. Oh, sí, dijo, y me invitó a pasar. Desde el patio trajo una silla y nos sentamos uno frente al otro, yo con la espalda a la puerta, que permaneció abierta, con la luz de la calle pasando por debajo de la silla.
Mi tío Concepción Piedra, como un palo alto y seco, tenía palabras que apenas pasaban las tejas. Sus pies, también muñequitos de madera. Un par de varas recargadas en la silla. Me escuchaba como el cielo de verano, quiero decir, como si mi voz no afectara la abertura de las ventanas. Le faltaban tres o cuatro dientes. No tenía, pues, modo de morder las palabras. Tímidas como él, las escuchaba venir desde el piso. Luego se levantaban con el polvo. Cruzó conmigo frases llenas de recuerdos, todos ellos relacionados con la tarde, y con su mujer muerta hacía mucho tiempo.
Después nos sorprendió la tarde con sus nubes caídas, muy lejos de tener aguas, blancas nomás y muy calladas, pasando de largo por todo ese terreno de polvo y cruces del camposanto. Yo creo que buscaban algunos matorrales donde hacer bulto de sombras. Pero solo estábamos mi tío Concepción Piedra y yo, que no teníamos nada que ofrecer a tanta distancia hueca que hay en el cielo. Creo que una oruga cruzó por en medio de las heridas de la ventana. Después sus alas batieron en el silencio.
A la luz no le platicamos nada mi tío Concepción Piedra y yo. La consumimos con los ojos hasta que nos ardieron las pupilas.
Mi tío Concepción Piedra jugaba con la luz en sus manos como si en sus dedos se quebrara la tarde. Y ahí la sostenía. Podía agarrarla y arrastrarla hasta las arrugas. Un vasito en sus manos llenos de lumbre. Su sombra iba a la pared, donde se revelaban, también encendidas, las protuberancias del adobe. Iba a decirle algo, pero el silencio de la tarde estaba muy cómodo entre nosotros. Había remolinos de hojas allá afuera. Silbidos de árboles. Polvo llevándose el mugido de las vacas, y un solo toro, soltando mugidos detrás del corral.
Nos quedamos sin hablar, mi tío con los ojos en el suelo, luego en las suelas de sus zapatos, y yo también mirando sus zapatos. Por platicar algo, le pregunté si recordaba la Revolución. Pero dijo que no me entendía, inclinando la cabeza, al momento que clavaba los ojos llenos de cataratas en mi boca. Entonces pregunté si recordaba algún enfrentamiento armado en Altamirano, Tlalchapa o ahí mismo, en Villa Madero. Pero dijo que no, era un niño entonces; recordó, sí, una peste que mató a cientos en Cutzamala, llevaban a la gente en carretillas y los enterraban a todos en un hoyo grande lleno de cal. Fue en burro hasta Cutzamala, con otros guaches de Villa Madero, para ver cómo la gente tirada en las calles se cubría de moscas. Teníamos paliacates en la boca, dijo, y seguimos las carretillas llenas de hombres, mujeres y niños, todos podridos ya, con aquel olor hediondo que traspasaba nuestros paliacates. Cerró los dedos para explicarme el tamaño de las moscas. Después dijo que sí, ahora lo recordaba, mi tío Javier Piedra se levantó en armas en Villa Madero. Era él, dijo, y otros tres muchachos, querían una repartición justa de las tierras; eso fue mucho antes de que viniera Lázaro Cárdenas a entregar escrituras. Javier Piedra se atrincheró detrás de la barranca, que en ese entonces era una larga extensión de milpas. La primera noche encendieron una fogata y durmieron a la intemperie. Tenían carabinas y una pistola, además de un rifle para venadear. Por la mañana llegó un regimiento de catorce hombres perteneciente a Tlalchapa. Alguno de ellos, detrás de las milpas, gritó que dejaran las armas y se entregaran en paz, pero lo alzados ya estaban disparando. No quedó vivo ninguno del regimiento, lo cual enfureció al gobernador o a quien haya mandado al regimiento, ya que una semana después llegó otro regimiento desde Altamirano. Esta vez eran más de cincuenta hombres. Ninguno de ellos habló detrás de las milpas, sólo dispararon. Mataron a los tres muchachos que acompañaban a mi tío, además de un hombre que en ese momento llevaba su caballo a abrevar al arroyo. A Javier Piedra le ataron una soga al cuello, la soga la ataron a un caballo y arrastraron el cuerpo por todo Villa Madero, como advertencia para los demás, hasta que mi tío murió, o hasta que se aburrieron, porque en la tarde colgaron lo que quedó del cuerpo en un corongoro. El cuerpo no lo pudieron bajar hasta que el regimiento abandonó Villa Madero. Pero eso le duró su revolución a tu tío, una semana, dijo mi tío Concepción Piedra, riéndose. EP