Brillando a través del tiempo: historia de las tierras raras

De una explosión estelar hace millones de años surgieron los elementos que hoy dan color, energía y vida a nuestras pantallas. La materia de las supernovas palpita todavía en la palma de nuestras manos.

Texto de 31/10/25

SN 1054. La supernova del Cangrejo

De una explosión estelar hace millones de años surgieron los elementos que hoy dan color, energía y vida a nuestras pantallas. La materia de las supernovas palpita todavía en la palma de nuestras manos.

Podríamos decir que esto sucede hace mucho, mucho tiempo, en una galaxia no muy lejana: una estrella masiva llega al final de su vida. Incapaz de sostener las reacciones de fusión nuclear que durante eones resistieron la gravedad hacia su centro, su último suspiro cósmico se convierte en una explosión tan violenta que su brillo supera por miles de veces al del Sol: es una supernova. En el tsunami cósmico de materia y energía expulsada hacia los confines de la galaxia, y más allá, viajan átomos de elementos químicos. Algunos de ellos son más grandes, más pesados que los demás.

Eventualmente esos átomos son capturados por las redes gravitatorias de nubes de gas que se arremolinan y condensan, amalgamando rocas errantes para formar planetas. Uno de esos nuevos mundos recibirá el nombre de Tierra. Mientras gira alrededor del Sol y se enfría con el paso de millones de años, toda la materia capturada del cosmos se dispersa, estratifica y acomoda, formando una corteza de rocas y minerales. Entre todos los átomos que descansan de su viaje interestelar, existe un grupo tan afines químicamente que resultaría difícil distinguirlos: átomos con lazos fraternales, una especie de hermandad química.

Transcurren millones de años más hasta que, en 1787, un oficial del ejército suizo y mineralogista amateur, Carl Axel Arrhenius, descubre en las inmediaciones del pueblo llamado Ytterby (Suecia) un mineral oscuro nunca antes visto. Cuatro veces más denso que el agua y sin magnetismo aparente, ese hallazgo inspira su nombre: ytterbita, en honor a aquel pequeño pueblo sueco. Con ese descubrimiento comienza la historia de los elementos químicos comúnmente —aunque erróneamente— llamados tierras raras.

La ytterbita funciona como una especie de mineral matrioska: de ella, los modernos herederos de la alquimia extrajeron nueve elementos químicos —itrio, erbio, terbio, iterbio, holmio, tulio, escandio1, disprosio y lutecio— gracias al trabajo paciente de generaciones de científicos. En 1794 se identificó otro mineral similar, la cerita, que aportó siete nuevos elementos al conjunto: cerio, lantano, samario, gadolinio, praseodimio, neodimio y europio. A lo largo de más de un siglo, estos elementos poblaron la tabla periódica, ocupando un lugar discreto pero esencial en el sótano de los bloques elementales del universo: una suerte de “nota al pie” cósmica. Pocos podrían haber vislumbrado su importancia futura.

Mucho antes de convertirse en base del progreso tecnológico, en 1854 tuvo lugar una aplicación más prosaica de las tierras raras: el nitrato de cerio fue usado como medicina para aliviar las náuseas del embarazo. El profesor James Young Simpson, de Edimburgo, lo recetó como tal; luego también se empleó oxalato de cerio para tratar mareos y desórdenes nerviosos como la epilepsia, aunque con el tiempo cayó en desuso.

No fue hasta el 4 de noviembre de 1891 cuando un destello de la supernova que dio origen a los átomos de las tierras raras iluminó las calles aledañas de un café vienes. Digno heredero del inventor del mechero Bunsen, Carl Auer von Welsbach —químico y empresario— logró con una lámpara incandescente a base de torio y cerio producir una luz suave, sin olores molestos y a precio competitivo. Esa lámpara resultó un éxito comercial: ya para 1913 su compañía había vendido más de 300 millones de unidades, y el alumbrado público de ciudades como Bombay dependía en buena medida de la mezcla de tierras raras desarrollada por Auer.

La tarea de iluminar el mundo no se detiene. Fiel a su lema de vida, “Plus Lucis” (más luz), Carl Auer aprovechó los restos de tierras raras que tenía almacenados de una invención que no triunfó comercialmente para crear aleaciones con hierro que, al ser sometidas a un mínimo esfuerzo mecánico, producían chispas capaces de encender materiales inflamables. Fue la primera aplicación metalúrgica relevante de las tierras raras: pronto esa aleación, conocida como ferrocerio, llegó a las manos de millones en forma de encendedores de bolsillo. La luz de Carl Auer se extingue en 1929 y sus preciadas tierras raras se convertirán en un obstáculo para intentar sembrar una estrella aquí en la Tierra.

Es el domingo 29 de enero de 1939, y el físico Luis W. Álvarez—futuro nobel de Física en 1968— está leyendo el San Francisco Chronicle mientras el barbero le corta el cabello. Su mirada se detiene en una noticia casi increíble: Otto Hahn y Fritz Strassmann, químicos alemanes, acaban de separar un núcleo de uranio —el elemento químico más pesado conocido hasta entonces— bombardeándolo con neutrones como si fueran bolas de billar. Álvarez sabe de inmediato que la fisión atómica marca un punto de inflexión en la teoría nuclear: la energía de lo infinitesimal comienza a manifestarse con sus primeros destellos. Sale disparado de la silla del barbero para mostrarle la noticia a Robert Oppenheimer.

Atónito por lo que lee, Oppenheimer arrastra el gis sobre la pizarra, trazando línea tras línea de cálculos hasta llegar a una conclusión que le parece irremediable: la fisión del uranio es imposible; algo no cuadra. Pero Álvarez no acepta el juicio del oráculo de las ecuaciones. Al amanecer, se encierra en su laboratorio donde investiga la radiación y logra replicar el experimento alemán. Convoca de inmediato a Oppenheimer. Incrédulo ante la evidencia que reluce en el osciloscopio —los pulsos, la energía liberada— bastan quince minutos para que Oppenheimer reconozca la contundencia del resultado: la fisión ha ocurrido. Caída la valla del escepticismo, su mente ya teje otros escenarios: científicos, sí, pero también militares. Un par de días después escribe a un colega: “No dudo que diez centímetros cúbicos de uranio producirán una explosión brutal”. Quién imaginaría que seis años más tarde él habría de asumir la responsabilidad de llevar esa fisión al límite final.

Declarada la Segunda Guerra Mundial, el Proyecto Manhattan marcó el comienzo de la carrera de los laboratorios: las mejores mentes trabajando contrarreloj para convertir en realidad la idea encerrada en la famosa ecuación de Einstein —liberar la energía del átomo, “el control de los poderes básicos del universo”, en palabras de Harry S. Truman—. Para lograrlo era preciso obtener uranio enriquecido y sortear un obstáculo: algunas tierras raras que, unidas de manera natural al uranio, entorpecían la posibilidad de una reacción de fisión nuclear autosostenida. ¿Cómo sembrar un sol aquí en la Tierra sin la semilla adecuada?

Entre las mentes convocadas para el proyecto Manhattan sobresalía Frank H. Spedding, de la Universidad Estatal de Iowa, especialista en separación de tierras raras mediante resinas de intercambio iónico. En mancuerna con Clement J. Rodden, del Buró Nacional de Estándares (National Bureau of Standards), desarrollaron procesos fundamentales (dignos de figurar en un hipotético Salón de la Fama de la Ingeniería química) para purificar materiales críticos. Así, produjeron más de mil toneladas de uranio de alta pureza en menos de cinco años para el Proyecto Manhattan. El esfuerzo de esas mentes se tradujo en un “pedazo de sol” que el Tío Sam dejó caer en Hiroshima el 6 de agosto de 1945: Little Boy, cuya carga de uranio desató una explosión sin paralelo.

Tras la Segunda Guerra Mundial, la tecnología parece avanzar sobre zancos: los laboratorios continúan sacando prodigios de su chistera, haciendo la vida del ciudadano común más cómoda. El horizonte resplandece como El sol de Edvard Munch, encandilado por el optimismo y la promesa del progreso. Aunque ahora es posible viajar más lejos y más rápido que nunca a cualquier recoveco del mundo, la realidad misma se ha vuelto portátil: empaquetada, manipulada y transportada a hombros de electrones, servida en objetos bidimensionales fáciles de consumir por nuestros sentidos. Ochenta años después, las tierras raras dejaron de ser obstáculos del progreso bélico para convertirse en el polvo de hadas que dota de propiedades electromagnéticas a los dispositivos que nos conectan con otros nodos de realidad.

Han transcurrido millones de años, pero la supernova sigue brillando en la palma de nuestras manos: lantano, praseodimio, neodimio, europio, gadolinio, terbio, disprosio… todos cocinados en aquella explosión estelar. Elementos que antaño se consideraban una nota al pie de página en la tabla periódica hoy habitan la cúspide de la pirámide tecnológica. Gracias a ellos, emergen los colores vibrantes en las pantallas de nuestros móviles y televisores inteligentes.

La supernova no ha muerto: brilla en cada deslíz de nuestros dedos. EP

Bibliografía

  • Bird, K., & Sherwin, M. J. (2023). Prometeo americano: El triunfo y la tragedia de J. Robert Oppenheimer. DEBATE.
  • Druyan, A. (2020). Cosmos: Mundos posibles. RBA Libros.
  • Evans, C. H. (2012). Episodes from the history of the rare earth elements. Springer Science & Business Media.
  • Reed, B. C. (2020). Manhattan Project: The story of the century. Springer Nature. Venditti, B. (2021). Infographic: Visualizing the critical metals in a smartphone. Elements by Visual Capitalist.
  1. El escandio no es, en sentido estricto, una “tierra rara”, pero su afinidad química con las tierras raras desde su descubrimiento en el mineral ytterbita hace que se le clasifique así por razones históricas. []

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