Esta novela, de Juan José Saer, se desarrolla en torno a una fiesta de año nuevo en el campo santafesino, y en ella, de la noche a la mañana, están todos los elementos posibles del rito, de la comida y la muerte, desgranados en una prosa casi experimental.
El limonero real: cincuenta años de un 31 de diciembre
Esta novela, de Juan José Saer, se desarrolla en torno a una fiesta de año nuevo en el campo santafesino, y en ella, de la noche a la mañana, están todos los elementos posibles del rito, de la comida y la muerte, desgranados en una prosa casi experimental.
Texto de Dante Saucedo 27/12/24
I
Leí por primera vez El limonero real, de Juan José Saer, durante el verano singular de 2020. Estoy seguro de que, entonces, en medio del encierro, cada persona creía que su caso era único, distinto al del resto de la inmensa población mundial, sumida también en la incertidumbre. Yo no creo que mi situación haya sido particularmente interesante: vivía en la ciudad en la que había habitado siempre, y podía incluso darme el lujo de caminar casi todos los días por las calles vacías de su centro histórico. El único elemento peculiar era que había pasado los cuatro o cinco años anteriores evitando, en la medida de lo posible, estar en esa misma urbe. Empujado por una energía militante, visitaba regularmente varias comunidades pequeñas, repartidas por el sur del país, y me había acostumbrado a pasar horas en camiones de redilas, a transitar caminos de tierra, y a dormir sobre catres o en hamacas protegidas por el techo de algún corredor.
Fue probablemente el recuerdo de esos viajes, su imagen viva e insistente, lo que me hizo caer maravillado ante las primeras páginas de la novela. Lector irregular y desorientado, fue la identificación —la más simple de todas las sensaciones que pueden experimentarse leyendo— lo que me hizo aferrarme a ese libro extraño en medio del aislamiento. Tendrían que pasar algunos años y varias relecturas para que pudiera comprender el espesor y la complejidad del texto que acababa de descubrir. En ese primer momento, por mi mente daba vueltas una sola pregunta: ¿cómo era posible encontrar, en una novela publicada en 1974 y situada en la región que comprende la cuenca del río Paraná, en el norte de Argentina, una descripción tan similar a los pueblos y ranchos que yo había visitado en Michoacán, Chiapas o Oaxaca?
Estoy consciente de que un comentario de este tipo puede resultar contraproducente en los tiempos que corren. La simple representación del mundo, la verosimilitud descriptiva, la cercanía con “lo real” no son características que gocen de buena prensa en la literatura contemporánea. Pero hubo aún otra cosa que me mantuvo prendado al libro: conforme avanzaba en la lectura, descubría lentamente que en el relato no sucedía, exagerando un poco, nada. Algo en ese vacío o, al menos, en esa parquedad, me hipnotizó. El libro avanzaba y en el texto se asomaban, apenas, un espacio rural bordeado por ríos y habitado por una familia extensa, la preparación de una cena de fin de año y el duelo áspero e incómodo por un hijo muerto antes de tiempo. Había nada más que un territorio preciso y una vida, común y singular al mismo tiempo, desplegándose sobre él. Justamente aquello que yo había salido a buscar en los años previos.
II
El limonero real es una novela de 250 páginas cuya acción sucede en solo 24 horas: desde el amanecer de un 31 de diciembre hasta el alba del primer día del año. Temprano por la mañana, Wenceslao abre los ojos junto a su esposa, de quien nunca sabremos el nombre. Mientras él se prepara para la jornada —cortará algunas frutas, visitará a su familia política, tomará una siesta, nadará en el río y finalmente sacrificará y asará un cordero para la cena—, Ella permanecerá sola en casa, bordando franjas negras en su ropa. Hace seis años que su hijo murió en un accidente en la construcción donde trabajaba y, desde entonces, Ella se ha aferrado a un duelo estricto y tenaz que le parece delirante incluso a sus propias hermanas.
Encantado por la minuciosidad de su lenguaje, tuve que volver más de una vez al texto para encontrar todo lo que albergaba, como escondido e insinuado tangencialmente. Poco a poco fui descubriendo allí fragmentos de un universo en miniatura: el trabajo del campo, la violencia patética y sorda de un hombre alcohólico, el incesto y el abuso sexual, la secrecía del amor entre dos mujeres, la alegría sencilla de una comida colectiva. Y por detrás de todo, latiendo sin cesar, el recuerdo recurrente del hijo cuando era solo un niño y se zambullía sin preocupaciones en el agua del río.
Quizá parezca exagerado darle a esa lista pequeña de elementos el nombre grandilocuente de “universo”, pero hay algo más en el texto que podría justificarlo. Si el espacio en el que sucede la acción es más bien reducido, los tiempos que se despliegan allí parecen infinitos. En esas 250 páginas, Saer hizo entrar una historia central en tercera persona, fragmentos narrados por Wenceslao mismo, experimentos tipográficos, un pequeño cuento de hadas e, incluso, un relato mitológico que da cuenta de la aparición de la vida y de la tierra, de la división del trabajo y de los rituales de la muerte. Aun más, la narración de ese 31 de diciembre re-inicia ocho veces en el texto: la historia vuelve y recomienza como lo hacen los días, los años y toda la vida orgánica. En medio de ese anillo temporal de renacimiento y muerte, en el libro una sola cosa permanece inamovible: un limonero milagroso, plantado en el rancho de Wenceslao, que da flores y frutos todo el año.
III
Después de esa primera lectura ya no pude detenerme y descubrí que no era un lector desordenado, sino algo un poco menos digno: una especie de fanático. En los cuatro años siguientes rastreé y devoré todo lo que pude encontrar de y sobre Saer. De su biografía me sorprendió lo mismo que de sus textos: la falta de grandes acontecimientos. Nació y creció en la región de Santa Fe, en el litoral del río Paraná, y en 1969, a los 31 años, se mudó a París, donde murió en 2005 reconocido modestamente. Detrás de ese puñadito de datos se encontraba, sin embargo, un detalle casi tierno: profesor universitario y lector universal, le dedicó cada gota de su vida y de su obra a su tierra, a su río y a los recuerdos de su infancia y juventud. Como si hubiera querido borrar la distinción entre narradores nómadas y sedentarios, Saer fue siempre un modelo único y admirable: un perfecto cosmopolita provinciano.
En ningún otro lugar de su obra se revela más esa aparente contradicción que en El limonero real. El entorno exiguo del relato, ese pequeño mundo rural, esconde, a 50 años de su publicación, un texto verdaderamente vivo que se expande y se contrae como un pecho llenándose de aire. En uno de los borradores de la novela, la sencilla universalidad que constituye el núcleo central del texto aparece contenida en una sola frase: “Que el tiempo pasa, y que cambiamos, y que morimos y desaparecemos”.
Desde ese verano de 2020 he intentado volver a algunos de los lugares que visité antes. La escritura de Saer me acompaña ahora como una especie de miembro fantasma: hay formas del agua, tonalidades de la luz y movimientos de mi cuerpo que no conocía hasta que los leí en alguno de sus libros. No quisiera llegar al grado de decir que es ahora el mundo el que se parece a sus relatos. Otra cosa es cierta, sin embargo. Desde que lo leí por vez primera hay algo que no ha dejado de reafirmarse en mi interior: el deseo de haber tenido yo también una tierra y un río, para un día recordar algo más que esta ciudad descontrolada. EP
Con el inicio de la pandemia, Este País se volvió un medio 100% digital: todos nuestros contenidos se volvieron libres y abiertos.
Actualmente, México enfrenta retos urgentes que necesitan abordarse en un marco de libertades y respeto. Por ello, te pedimos apoyar nuestro trabajo para seguir abriendo espacios que fomenten el análisis y la crítica. Tu aportación nos permitirá seguir compartiendo contenido independiente y de calidad.