“No pensar en formas, sino en un espacio libre y limpio donde la palabra se presente sin sufrir una alteración por la memoria literaria. Ser un testigo cuando la palabra aparece, salta y se va. Y de nuevo nace la espera, con la sospecha de que allá donde regresa y habita la palabra, la oscuridad, de ahí vienen sonidos nuevos, que son los que siempre se esperan; no lo bello ni lo poético, sino un nuevo decir de la palabra.”
El lenguaje invisible
“No pensar en formas, sino en un espacio libre y limpio donde la palabra se presente sin sufrir una alteración por la memoria literaria. Ser un testigo cuando la palabra aparece, salta y se va. Y de nuevo nace la espera, con la sospecha de que allá donde regresa y habita la palabra, la oscuridad, de ahí vienen sonidos nuevos, que son los que siempre se esperan; no lo bello ni lo poético, sino un nuevo decir de la palabra.”
Texto de Roberto Bernal 20/01/20
Para el maestro José Luis Bobadilla (1974-2019)
Me cuesta mucho trabajo reflexionar sobre la escritura, sobre la creación misma, porque sospecho que la naturaleza del lenguaje siempre está cambiando, y no sólo eso, sus formas y ritmos son impredecibles. Nunca he entendido a quienes han logrado un estilo —que es muy diferente al tono—. Quiero decir que no logro entender cómo se puede escribir igual que ayer, igual, incluso, que hace un par de horas, ya que el lenguaje nunca es el mismo. Intuyo, en cambio, que las palabras atraviesan el mundo, lo perforan, y muestran otro, uno invisible, poblado de luces y sombras, donde no existe el tiempo. El cuerpo y la mente también son penetrados por ese mundo, y logran, digamos, una comunión con las palabras, que actúan como seres vivos que saltan y desaparecen rápidamente sobre la hoja. Pero pasan por el cuerpo y culminan en la mano, en la escritura. El cuerpo es testigo de esta aparición —rápida y fugaz— de la palabra, que siempre se mueve en el más violento desorden. Entonces, “eso” que ocurre no tiene nombre ni formas ni ritmos reconocibles, porque su naturaleza es indescifrable. A la palabra no la podemos poseer nunca, tampoco podemos manipularla; lo que sí podemos es aproximarnos a ella y lograr un tanteo del mundo. Cuando logramos eso, logramos, al mismo tiempo, penetrar cierto misterio que rodea a las cosas y a los seres que nos parecen hermosos, justamente por eso, porque nos causan extrañamiento. Basta mirar un árbol para saber a qué me refiero: no sabemos nada de su fuerza, de dónde proviene, pero intuimos su vigor y nos emociona, así como su fruta, y eso, de algún modo, se traduce en lenguaje.
En mi caso llegué con un montón de desventajas como lector. La más significativa de ellas fue el tiempo: era muy viejo cuando aprendí a leer y escribir, lo cual, digamos, no me permitió reflexionar mucho sobre literatura. Lo que yo quería era leer rápido y ponerme al tanto lo más pronto posible en relación con las cosas importantes que se habían escrito, para después olvidarlas y no repetirlas nunca. Quiero decir que no tuve mucho tiempo —no contaba con él— para discutir con otros acerca de literatura. Alguna vez un amigo me dijo: “Yo leo para olvidar”, sin agregar más, dando por hecho que el asunto quedaba entendido, lo que agradecí como otra de las muchas consideraciones que tuvo conmigo. Esa manera suya de situarse frente a la lectura era, desde luego, notoria en su escritura y en su trabajo como editor, y se evidenciaba en su forma muy personal de leer: una voz acompasada, con un fondo tembloroso, que se aproximaba a poemas muy queridos a través de tanteos llenos de vacilaciones, de tartamudeos incluso, con lo cual se verificaba la alteridad del poema, su constante movimiento, de tal manera que daba la sensación de que no conocía esos versos, que eran nuevos para él, y que el hecho de asistir a la vivacidad del lenguaje, a su novedad, le resultaba deslumbrante, y a uno, perturbador; pero también estaba la sensación de que, al escucharlo, uno atestiguaba un nuevo decir de la palabra, y que ésta nunca antes había sido pronunciada.
“Leer para olvidar” son palabras que han tenido un efecto permanente en mí y que me han permitido vislumbrar la importancia de la creación como la posibilidad de una escritura sin respaldos; incluso la importancia, también, de negarse a la confianza, a la certidumbre y a las formas. Quizá, sólo así, uno sea apto para que la palabra se mueva de forma natural, es decir, sin dirección ni sentido, porque, en realidad, el sentido que uno le encuentre al movimiento de la palabra no tiene ningún valor. No pensar en formas, sino en un espacio libre y limpio donde la palabra se presente sin sufrir una alteración por la memoria literaria. Ser un testigo cuando la palabra aparece, salta y se va. Y de nuevo nace la espera, con la sospecha de que allá donde regresa y habita la palabra, la oscuridad, de ahí vienen sonidos nuevos, que son los que siempre se esperan; no lo bello ni lo poético, sino un nuevo decir de la palabra.
Recuerdo, cuando chamaco, allá en mi pueblo, que por las noches, acostado, veía la iluminación del relámpago por encima de las tejas. Después, el trueno. Lo que me invadía entonces era el terror. Pero también una especie de devoción por toda esa fuerza. Mi abuela me decía: “Oí el trueno”, y me parecía que la palabra trueno pronunciada por ella estaba cargada de esa misma fuerza que iluminaba la noche. De alguna forma todas esas experiencias, relacionadas con el miedo, generaban palabras en mi lengua. Palabras sin ninguna articulación. Sin ningún sentido. Pero no podía resistirme a expulsarlas. Esas palabras estaban cargadas de energía, de tal manera que se apoderaban de todo mi cuerpo.
De esa misma época recuerdo un corongoro en el patio de la casa, vecino de las hamacas. Era, también, el árbol más viejo entre todos los que sustituyeron la hierba mala, posiblemente más viejo que los propios abuelos de mis abuelos, perteneciente a una época en la que a mi pueblo lo llamaban El Potrero. De ese tiempo sólo me tocó asistir a las noches alumbradas con lámparas de petróleo y al ramerío que se arrastraba con el calor. Previo a secarse, ese árbol vivió una época de esplendor para la familia. Había todo tipo de animales, reses y burros, principalmente, pero también caballos. Caballos y yeguas. Potrillos a los que vi nacer y a los que incluso ayudé en ello tomándolos por las patas. Me ponía en cuclillas y veía cómo el potrillo se serenaba apenas se ponía en pie y sentía su propio galope. Y supongo que lo asombraba el golpeteo de su sangre. Su corazón. En ese entonces me bombardeaban montones de sensaciones. No paraba de estar atento; pero todo aquello —todas esas sensaciones— me rebasaban y ponían en alerta. Quiero decir que mi lenguaje dudaba frente a lo que ocurría, porque siempre buscaba una palabra certera, como lo es, por ejemplo, buganvilia, que, me parece, condensa toda la inscripción de la tarde en las hojas rojas. Nombrarla, decir buganvilia, expresar la exactitud de su nombre, me significa reponerme de la relación abstracta que, a la fecha, guardo con el mundo. EP