
Del “caníbal” del siglo XVI a los estigmas de hoy. ¿Sigue el algoritmo alimentando nuestros prejuicios sobre “los otros”? Una reflexión necesaria sobre historia, antropología y las máscaras que nos ponemos.
Del “caníbal” del siglo XVI a los estigmas de hoy. ¿Sigue el algoritmo alimentando nuestros prejuicios sobre “los otros”? Una reflexión necesaria sobre historia, antropología y las máscaras que nos ponemos.
Texto de María Isabel Martínez Ramírez 28/03/25
Del “caníbal” del siglo XVI a los estigmas de hoy. ¿Sigue el algoritmo alimentando nuestros prejuicios sobre “los otros”? Una reflexión necesaria sobre historia, antropología y las máscaras que nos ponemos.
Hace un par de meses en mi feed apareció una serie de noticias sobre los “verdaderos caníbales”. A grandes rasgos, las notas resumían la investigación del arqueólogo William Kelson, quien, entre otros, ha indagado en las prácticas antropofágicas –es decir, gente que come gente– de los colonos británicos que en el siglo XVI ocuparon Jamestown, actual estado de Virginia en EUA. Este lugar es famoso por la presencia de los Powhatan, cuya imagen ha llegado hasta nosotros gracias a las fantasías noveladas y cinematográficas que han condenado a la hija del jefe de la confederación algonquina, Pocahontas, a ser una mujer enamorada de un colonizador europeo; cuando la verdad es que a los 11 años fue capturada, secuestrada y violentada por John Smith hasta que ella decidió, con el objetivo de finalizar el conflicto en contra de su pueblo, convertirse al cristianismo y casarse con un tal John Rolfe. De ella también se ha dicho que es una ancestra del actor Edward Norton, conocido por Historia Americana X (1998) y El Club de la Pelea (1999) (paradójicamente porque ambos casos parecen exaltar la violencia masculina). ¿Qué podría decirnos Pocahontas?, se pregunta la historiadora estadounidense Camila Townsend en su libro Pocahontas and the Powhatan Dilema (2004). Cuando consideramos los eventos reales de su vida aprendemos no sólo sobre una mujer sino, ante todo, sobre nuestro pasado y sobre nosotros mismos.
Las sospechas de las prácticas antropofágicas de los colonos de Jamestown brotan en las entrelíneas de los escritos de George Percy, presidente del consejo y posible gobernador de aquella colonia durante la llamada época de la hambruna (1609-1610). En sus relatos, habla de exhumaciones con fines gastronómicos, de un hombre que intentó comerse viva a su esposa embarazada, de otro que empanizó a su mujer. De acuerdo con los resultados publicados en la página del Instituto Smithsonian, los huesos de una niña de 14 años encontrados en 2013 son una prueba de la desesperación que llevó a estos británicos a arrancar torpemente el tejido del hueso.
¿Qué no haríamos para sobrevivir? Es el mismo cuestionamiento al que se enfrentan las deportistas varadas en medio de un siniestro bosque en la serie YellowJackets (2021) que, a diferencia de los colonos de Jamestown y ante la imposibilidad de alimentarse, inventan una ritualidad de tonos new age. Porque como afirmó Ashley Lyle, una de sus creadoras, el consumo de los otros, al menos en este caso, no se reduce a la supervivencia, como sí sucede en el clásico filme Los sobrevivientes de los Andes (1993) y recientemente en La sociedad de la nieve (2023).
La antropofagia por necesidad puede parecernos, a simple vista, un poco más aceptable que aquella nacida del deseo y del placer. Tal vez por esto, existe una producción de literatura, cine y televisión al respecto que resulta imposible abarcar. Sólo para vincular la realidad con estas producciones culturales de masas, podríamos tomar como punto de partida la polémica en torno al caso de Armie Hammer, protagonista con Timothée Chalamet de Llámame por tu nombre (2017), una adaptación de la novela homónima de André Aciman. Ahora conocido como “el apestado de Hollywood”, por mostrar los pecados bajo la alfombra persa del poder, Harmmer fue acusado de violencia sexual, acoso y canibalismo. Más allá de la veracidad o falsedad de sus prácticas antropofágicas, este jaleo deja al descubierto el grado de violencia que como colectivo toleramos ante el poder.
Ya lo diría Anne Signo en Triste Tigre (2024), donde como una invitación para habitar su mente narra la violencia sexual que experimentó desde los 7 años perpetrada por su padrastro; como dijo Oscar Wilde: “todo en el mundo tiene que ver con el sexo, excepto el sexo. El sexo es poder”. ¿Por qué lo hacía? Neige responde una y otra vez: “porque lo que atrae quizá sea simplemente la posibilidad de destruir la inocencia, pues eso es lo único que hay que ver en un niño”; porque “a través de la dominación, a través de la tortura, se llega a la vida misma”; “porque es una manera de dominar, de sujetar al otro, que va más allá de todas las formas posibles”. ¿Por qué, se interroga esta escritora intentando comprender las motivaciones de tales actos, “los soldados cometen los peores abusos en los escenarios de conflicto?”. “Porque pueden”, le confesó con harta melancolía un historiador que había estudiado dos guerras mundiales. “Violan porque pueden, porque la sociedad se lo permite, porque les han dado permiso; y cuando un hombre tiene permiso para violar, viola”.
Quizá, en lo profundo, la aceptación social de violencias innombrables esconde nuestro deseo de ocupar aquella posición, de participar de alguna forma y aunque sea un poquito del “se puede todo”.
Y, sin embargo, nos recuerda Neige Signo que los victimarios: “En realidad nos decepcionan. Parece que hay en el corazón del mal una banalidad”. Tal sensación también emergió ante la denuncia de Gisèle Pelicot. Y en lo personal la experimenté como un raspón profundo que arde al leer Los Divinos (2017), novela de Laura Restrepo que relata el feminicidio, la violación y la tortura de una niña indígena que también tenía 7 años, Yuliana Samboní. Su asesino, violador y torturador era un arquitecto de 38 años, hijo de una acaudalada familia colombiana; un junior que todo lo tenía y que, como también insiste Restrepo, todo lo podía, Rafael Uribe Noguera.
No es casualidad que, en ambos libros, Triste Tigre y Los Divinos, estos criminales sean calificados como monstruos. Por ejemplo, dice Michel Tournier en un epígrafe que abre el libro de Restrepo: “Para empezar ¿qué es un monstruo? Ya la etimología nos reserva una sorpresa un tanto pavorosa: monstruo viene de mostrar”. Y Neige: “¿Qué es exactamente un monstruo sino un ser tan fuera de lo común que no podemos comprenderlo, que no puede comprenderse a sí mismo? ¿Por qué no son monstruos esos tipos que metieron su sexo erecto en el cuerpo de sus hijitos y les susurraron al oído en voz baja para que nadie los escuchara que los amaban más que a nada en el mundo? (…) Y si esa cosa no es un monstruo, no sé qué es”.
La historia de Hammer es icónica porque el director, Luca Guadagnino, junto a Timothée Chalamet, en medio de aquel desbarajuste, lanzaron Hasta los huesos (2022), una película que relata la relación de dos jóvenes caníbales y que Guadagnino describiría como “extremadamente romántica”.
Volviendo al algoritmo. Supongo que una de sus tantas razones derivaron de que en aquel momento me encontraba sumergida en una frenética investigación sobre aquello que desde 1492 fue conocido como canibalismo.
Antes de las cartas escritas por Cristóbal Colón, quien sería el primero en utilizar este término, los antropófagos eran conocidos como “comedores de gente”. Famosos por habitar en las fronteras del mundo conocido, en el siglo XVI estos comedores de gente no tenían mucho que ver con Hannibal Lecter de El silencio de los inocentes (1991) y mucho menos con Mads Mikkelsen en la serie de Hannibal (2013-2015), quien por cierto ha dotado a los caníbales de un atractivo intelectual, sexual y monstruoso inigualable; como quizá Hammer, fracasadamente, intentó alcanzar.
Lejos de estas fantasías tan nuestras, los antropófagos del siglo XVI solían ser representados como personas con cabeza de perro, bárbaros, gente con el rostro en el pecho, marginales, cíclopes y gigantes. Para la élite de la Edad Media, todos y cada uno de ellos era más o menos lo mismo: eran los Otros, los enemigos o los que deberían desaparecer, pues su existencia amenazaba el orden divino.
¿Qué imaginamos cuando escuchamos la palabra canibalismo? Más allá de las series de televisión, películas y libros, esta palabra está atada, con sangre y fuego, al proceso de colonización del actual continente americano que inició en 1492. La palabra caníbal deriva del primer término en Arawak conocido en un documento colonial: canimas o caribes. El Arawak era una de las tantas lenguas habladas por los habitantes de las islas vecinas a La Española, hoy Santo Domingo; territorio que, para su infortunio, sería el primer asentamiento europeo.
A Cristóbal Colón le debemos dos cosas destacables sobre el tema. Por una parte, la proyección del paso entre América, África y los mercados esclavistas del sur de España, luego de que en 1495 llevara a cabo su primer viaje comercial para vender a 500 personas caribes bajo el argumento de ser “caníbales, gentes muy salvajes y aptas para el propósito (de ser esclavizados)”. Y por otra, el diseño de la logística esclavista transatlántica que se desarrollaría durante los siguientes siglos y que estaría definida por el hacinamiento y los altos índices de mortalidad.
Y, pese a todos los aportes de Colón, nuestras fantasías actuales sobre los caníbales del Nuevo Mundo se las debemos a Américo Vespucio, que es una figura polémica. Historiadores como Felipe Fernández-Armesto han dicho que era el hijo segundón de una familia de élite, ambicioso, estafador y proxeneta; que no era navegante y que, quizá, ni siquiera era explorador: sus cartas parecen una copia de la literatura de la época. Conocida como Mundus Novus, la tercera de estas misivas fue publicada y traducida a distintas lenguas entre 1504 y 1506. El texto de tono sensacionalista intercala anécdotas de su encuentro con comedores de gente y prácticas sexuales inauditas, incestos y guerras. Lo más destacado es que cada reproducción estuvo acompañada de grabados y representaciones que insistían en la naturaleza antropofágica y feroz de la gente del Nuevo Mundo. Sobra decir que los grabadores, diseñadores y editores que publicaron aquellos libros nunca pusieron un pie en América.
Sea como haya sido, las noticias de estos devoradores insaciables de carne que por puro placer parecían proclamar como el mismísimo Hammer: “Soy 100% caníbal, quiero comerte”, justificaron la creación de una de las primeras legislaciones de ese Nuevo Mundo. Conocida como “La Ley Caníbal de 1503”, permitía y promovía sin ningún tipo de sanción la captura, el desplazamiento y el comercio de los americanos, siempre y cuando se pagara un impuesto a la corona. De la noche a la mañana, las personas que Colón llegó a describir como superiores a la nobleza europea se convirtieron en la viva imagen de la corrupción humana. Desde entonces, llamamos Caribe que literalmente significa mar de caníbales, al que otrora fuera su hogar.
El próspero archipiélago que fue calificado como una colmena de gente, cubierta con exuberante vegetación, insectos y aves, para 1550 era un escenario devastado por el ecocidio que dejó a su paso la minería. Para aquel momento la población local había sido exterminada casi en su totalidad. Se dice que las epidemias causaron tal aniquilación, pero los primeros reportes de enfermedades aparecen hasta 1518. En la Española, por ejemplo, sólo un año después de la llegada de los europeos la población nativa se había reducido al 5 %. Para Andrés Reséndez, autor de La otra esclavitud. Historia oculta del esclavismo indígena (2019), la guerra, el hambre, el exceso de trabajo y sobre todo la esclavitud fueron los asesinos de esta población.
Y, sin embargo, estas invenciones sobre los caníbales funcionaron como antecedentes y cimientos para, durante los siguientes siglos e incluso hasta el presente, definir a los habitantes de América. “El otro mundo –afirma José Saer en El entenado (1982) inspirada en las experiencias del soldado Hans Staden quien a fines del siglo XVI vivió entre los Tupinambá de Brasil– formaba parte de éste y los dos eran una y la misma cosa; si éste era verdadero, el otro también lo era; bastaba que una cosa lo fuese para que todas las otras, visibles o invisibles, cobrasen, de ese modo, realidad”.
Como estudiante de antropología, recuerdo que una de mis lecturas fundamentales fue la obra de Marvin Harris, un antropólogo estadounidense. Este señor, inspirado en su propia imaginación, se arriesgó a afirmar que los aztecas comían carne humana por falta de proteínas; lo cual, en su momento me resultó escandaloso por el racismo implicado y, años después, me pareció aún más escandaloso porque había quienes lo tomaban seriamente como parte de un diálogo académico.
Hay quienes hasta el presente afirman que todo lo que creemos sobre los caníbales es una invención, pues a ciencia cierta y más allá de los recientes hallazgos de Jamestown en 2013, no se cuenta con evidencia empírica. Efectivamente, las imágenes primigenias que todavía colonizan nuestra imaginación caníbal se las debemos a los esclavistas y conquistadores del siglo XVI y a la reelaboración que de ellas hicieron Shakespeare en La Tempestad (1611) –mediante Calibán, acrónimo de caníbal e imagen de quien se sabe etiquetado como salvaje por gente que puede resultar más bestial– y por Montaigne y Rousseau que nos enseñaron mucho sobre el relativismo cultural que hasta el día de hoy ha llegado a confundirse con el “todo se vale, sálvese quien pueda y el último que apague la luz” del multiculturalismo.
¿Alguien le preguntó a los presuntos caníbales americanos qué pensaban sobre el tema? ¿Qué diría la Pocahontas real? ¿Qué podemos hacer para escuchar la opinión de los pueblos que, desde su punto de vista y dijeran lo que tuvieran que decir los colonizadores, nunca comieron carne humana?
Breve instructivo para aguzar el oído: primero, necesitamos descartar las ideas que provienen de series como La narcosatánica (2003); donde Sara Aldrete, también antropóloga y asesina en serie, cuenta su versión sobre los rituales y sacrificios humanos que el “brujo” Constanzo realizó para el crimen organizado y no tan organizado. Segundo, también requerimos alejarnos de la historia de “la tamalera de Portales”, quien mató a su esposo en acto desesperado por detener su violencia y abusos, para luego vender su cabeza en tamales. Más aún, y como un tercer paso, este último hecho debe diferenciarse de los feminicidas conocidos como el caníbal de Atizapán y el caníbal de Playa del Carmen, Gumaro de Dios; pues ambos se aproximan al “se puede todo” del que hablábamos antes. Cuarto y último punto, olvidemos sólo por un momento, haber escuchado que la carne humana es tan sabrosa como la carne de puerco.
Conclusión: nadie quiere ser la chuleta en salsa de cereza que Hannibal Lecter saborea. Estas imágenes caníbales (la tamalera, los feminicidas caníbales, los brujos caníbales…) hacen colapsar el último piso de nuestro presente con el sótano del pasado más remoto hasta volverlos una sola ruina en donde los mexicanos, salvajes, pobres, fanáticos e ignorantes quedamos sepultados entre los escombros. Segunda conclusión: nadie quiere estar bajo estos escombros, como nos han demostrado los escándalos en torno a Emilia Pérez (2024).
Por invitación del Getty Research Institute para la exposición Reinventado las Américas. Construir, borrar y repetir, Denilson Baniwa, artista plástico de un pueblo que habita en el corazón del Amazonas brasileño, intervino un famoso grabado de Philip Galle que, dibujado por Johannes Stradanus e impreso en 1591, lleva por título América.
Durante los siglos XVI y XVII, era común representar el Nuevo Mundo como una mujer; hecho que no es arbitrario si consideramos que actualmente, en los espacios en conflicto por la defensa del territorio, las mujeres y los niños son el blanco de violencias extremas, pues sus cuerpos, dirán las voces de mujeres como Yásnaya Aguilar Gil y Aura Cumes, son asimilados a los territorios en los que se pretende exterminar la vida para acumular riqueza.
En aquel grabado, América aparece como una mujer desnuda que reposa en una hamaca. Al despertar de su propio sueño y aun adormilada encuentra su mirada con la de Vespucio quien, con un astrolabio en la mano izquierda para medir las estrellas, la tierra y el tiempo, y una cruz abanderada en la derecha, aparenta un apacible encuentro.
En Tu sueño imperios han sido (2022), Álvaro Enrigue describe los ensueños de aquellos conquistadores: el anhelo del triunfo absoluto, la destrucción de mundos enteros, las ansias de construir un país futuro (que es nuestro presente) que también es puro dolor. “Tu sueño imperios ha sido” es un verso de La vida es sueño, obra escrita por Calderón de la Barca en 1636 y cuyo tema central, inquietantemente, es el conflicto entre el libre albedrío y el destino que los conquistadores que “todo lo pueden” parecen afrontar en cada una de sus decisiones.
Si miramos cuidadosamente la intervención artística y la relectura del grabado realizada por Denilson Baniwa, en el fondo de la imagen veremos un grupo de personas en una escena que hoy reconoceríamos como una carne asada. En lugar de vaca fina o de nuestros amigos los puercos, aparecen piernas humanas. Denilson, en un tono humorístico que busca dejar al descubierto la violencia de esta representación, agrega un globo de diálogo que, como en una historieta, revela los pensamientos de los personajes. Uno de los supuestos caníbales susurra a Vespucio y todo lo que ese hombre representa: “Tú no fuiste invitado a la carne asada”. A lo que podríamos agregar: “Tú no fuiste invitado a invadirnos”, “no fuiste invitado a calificarnos como salvajes y caníbales”, “no fuiste invitado a esclavizarnos”, “a exterminarnos”, “a destruir el mundo como lo conocíamos”, “a violentar nuestra tierra y a nosotras mujeres”; “no fuiste invitado y no eres invitado porque eres un monstruo”.
¿Qué dirían los aztecas sobre La Ley Caníbal de 1503 que los condenaba, por destino, a ser esclavos? Sobre los aztecas se ha dicho quizá demasiado. Me gusta leer a la historiadora Camila Townsend, porque en sus relatos las personas del pasado parecen justamente personas. Recientemente, el arqueólogo Stan Declercq publicó una cuidadosa investigación, Comer al otro. Canibalismo, guerra y ritualidad entre los antiguos nahuas (CEMCA-UNAM, 2025), que propone una relectura sobre el sacrificio y la antropofagia mexica del siglo XVI.
¿Era canibalismo? No, porque esto implicaría comer carne por puro placer como Hannibal Lecter y otros personajes que “lo pueden todo”.
¿Era antropofagia? A decir de Declercq, sí.
Sin embargo, aquí difiero. De acuerdo con las fuentes históricas revisadas por este autor y con su propia interpretación del asunto, los aztecas no comían exactamente carne humana.
Hagamos una pausa. ¿Es posible comer carne humana sin que sea carne humana? Supongo que para nosotros no. Y, pese a todo, cuando nos sentamos a la mesa a devorar un filete, no pensamos: “qué delicia de cadáver”. En los últimos años he conocido a personas que no comprenden el vínculo entre la comida que compran empacada en el supermercado y los animales vivos. Nuestras condiciones de producción del alimento, por sí mismas, son una tecnología que transforma, literalmente, un ser vivo en proteínas empacadas.
Ahora consideremos que las tecnologías de los aztecas y de otros pueblos, especialmente las tecnologías rituales, permitían transformar a un enemigo capturado en la guerra en el alimento de los dioses –porque quien comía carne no era exactamente el pueblo, sino apenas las élites y evidentemente las deidades–. Los aztecas eran parte de una red alimenticia o cadena trófica donde, a diferencia de la nuestra, la gente no estaba en la punta de la pirámide. En esa red de alimentación amerindia, la gente podía ser cazador o podía ser presa; podía ser comedor o podía ser simplemente comida.
Los Wari’, en un pasado más cercano, eran un pueblo amazónico contactado en la década de 1950. De acuerdo con la antropóloga Aparecida Vilaça, realizaban rituales para incorporar los nombres, la memoria y los cuerpos de sus enemigos capturados en el contexto de guerras locales. Estos enemigos no sólo eran humanos, sino que incluían cerdos salvajes, monos, tortugas de tierra y otros seres. En estos mundos indígenas, un puerco salvaje se ve a sí mismo como una persona y los charcos de lodo donde los vemos revolcarse son sus aldeas, un jaguar también se mira en el espejo como una persona y desde su punto de vista no bebe sangre sino cerveza. En consecuencia, la gente, humana, es vista por ese jaguar como un puerco; así como un puerco salvaje ve a la gente humana como un jaguar. Todo es una cuestión de perspectivas y de posiciones que se alternan; así como en el parentesco donde usted puede ser madre, hija, tía, hermana y abuela, en esos mundos usted podría ser todo, al mismo tiempo, y en todas partes.
No obstante, si en esos mundos amerindios todos se autoperciben como humanos, entonces ¿todos son caníbales? La respuesta, una vez más, es no.
La humanidad del cerdo, del mono o del cocodrilo puede ser extraída y ubicada en otro lugar; por ejemplo, fuera de la carne mediante la tecnología chamánica que se parece a nuestra diplomacia internacional. Al leer los testimonios de las mujeres Wari’, afirmaban que nunca comieron gente, ¿por qué harían algo así? Ellas, estaban seguras, comían carne de presas de caza. En desquite, algunos pueblos de los Andes están completamente seguros de que quienes devoran cuerpos, consumen grasa y carne humana son los colonizadores, capitalistas, empresarios y usurpadores de los territorios colectivos. En las noches, como registró el historiador Nathan Wachtel en Dioses y vampiros: regreso a Chipaya (1997), estos seres rapaces se transforman en vampiros o kharisiri, kharikhari, khariri o lik’ichiri, para succionar la grasa corporal de los hablantes de quechua con la cual lubrica la maquinaria industrial el mundo.
Pensar que los Wari’, como los tupinambá o los aztecas históricos, comían gente, carne o sangre humana sería equivalente a afirmar que el uso de células madre, de nuestro propio sistema médico, que van de un cuerpo a otro es canibalismo. Al final ¿qué define consumir a otra persona? ¿Beber su sangre, incorporar su nombre o su memoria, usar sus células, recibir órganos de un donante, una transfusión de sangre?
Como decía el antropólogo Claude Lévi-Strauss al reflexionar sobre el problema de la EBB (enfermedad de las vacas locas) o sobre el implante de células madre: si el canibalismo existe en esos términos en consecuencia, Todos somos caníbales (título del libro de ensayos donde discute estas ideas). Algo que sospecho casi nadie estaría dispuesto a aceptar.
Hace unos días, conversaba con una amiga sobre La vegetariana (2007), de Han Kan. Me decía que “el autocanibalismo es acto fundador de toda antropofagia”. ¿Quién no se ha comido las uñas, los pellejos que crecen como pasto en los dedos, el cabello, su orina y sangre, o todo lo que podamos imaginar? Mientras la escuchaba pensé que, muy en el fondo, posiblemente todos seamos caníbales.
“¿Quién diría que el canibalismo es tan popular?”
Con esa expresión, Dakota Johnson bromeó sobre Armie Hammer.
El canibalismo es un ejemplo de esas máscaras históricas que fueron impuestas en el pasado (y que se siguen imponiendo en el presente) a “los otros”; es decir, a aquellos que no somos nosotros. Cuando era niña, recuerdo tener un tío apodado “El Caníbal”. Suponía que tal apelativo se vinculaba a su comportamiento tímido, su apariencia desalineada y descuidada, el color de su piel cobrizo, lo largo de su cabello lacio y negro, su sonrisa de dientes grandes y apretados. Tarde entendí lo que esto significaba, y como suele ser en estos casos, me dio un poco de tristeza, tantita vergüenza y un poco más de rabia; porque gracias a Cristóbal Colón, esclavista, y a Américo Vespucio, proxeneta (por mencionar sólo dos ejemplos del ejército de hombres europeos que colaboraron en esta empresa), en la imaginación de mi familia, un caníbal era una persona racializada, empobrecida y que por pura precaución era mejor mantener al margen de la vida colectiva.
Como es evidente, en mis años de formación como antropóloga, también tuve que aprender sobre las teorías de la alteridad, es decir, sobre cómo se construye la idea de los otros y cómo al mismo tiempo se constituye la identidad propia. Entendí un tanto espantada que si Caín mató a Abel fue porque, de lo contrario, Abel lo habría asesinado con la misma quijada de burro o con lo primero que encontrara a la mano. Yo y el Otro, según las lecciones de Introducción a la Antropología, era una ecuación universal donde “el otro” estaba casi obligatoriamente definido por ser menos (humano, persona, inteligente, bonito, afectuoso). “Todos somos racistas”, “todos somos misóginos y potencialmente feminicidas”, “todos somos lo mismo”, dirán los estados nacionales, “pero justo por eso –susurran los estados nacionales en los oídos de sus ciudadanos– no lo somos y para eso existe la política indigenista, para convertirte en lo que yo soy y anhelo ser”.
Décadas después, entendí que ese binomio amenazante entre el Yo y el Otro era una posibilidad entre muchas otras que durante más de cien años sirvió al poder y por eso fue presentado como algo universal, normal y natural. Aquel contraste demoniaco entre el Yo y el Otro no es la única posibilidad de entender las relaciones con la alteridad, es decir, con los otros. Para muchos pueblos amerindios contemporáneos en México, por ejemplo, lo importante NO es etiquetar al Otro como una cosa odiosa que debe exterminarse o integrarse, o en todo caso desaparecer; por el contrario, el Otro vive dentro de uno mismo (como para los tzeltales), el Otro es necesario para explorar y ampliar el mundo (como para los rarámuri), los Otros pueden ser los mexicanos y mestizos, pero también los ancestros y los muertos (como para los wixárika); los otros no son una posición monolítica sino una variación que se multiplica.
En estos escenarios, los marcos analíticos o las ideas sobre la identidad empobrecen las teorías nativas sobre la diversidad y resultan poco útiles para entender las sofisticadas prácticas de relación con todo lo existente que se expresan, en muchas ocasiones, en relaciones de cuidado y familiarización con el medio ambiente. Porque el entorno también se define como “lo Otro”, como una alteridad, y hay quienes desean exterminarlo, utilizarlo, mercantilizarlo, y hay quienes construyen ciudades jardines, como el arqueólogo Eduardo Neves ha denominado recientemente al Amazonas: un entorno que existe por la relación de los pueblos nativos con la naturaleza, los animales y, por qué no decirlo, con sus enemigos devorados.
Bárbaro, diría Lévi-Strauss, es aquel que cree en la barbarie. Tal vez el caníbal, en ese sentido, es aquel que siempre ha creído en el canibalismo.
* * *
Mientras escribía este texto sucedieron cosas que apenas puedo discernir sobre el tema migratorio. Entre más reflexionaba sobre cómo las fantasías sobre el caníbal y el canibalismo justificaron la esclavitud, el genocidio y el arrasamiento ecológico de muchos territorios que incluyen el actual valle de México, percibía profundos ecos en las discusiones, políticas y declaraciones en torno a la migración en el continente americano. Los Otros deben ser capturados, expulsados o devorados por el mercado o por la milicia. Los Otros requieren Leyes, como la Ley Caníbal de 1503, que justifique su detención en centros de concentración o en barcos esclavistas, su desplazamiento a las fronteras y orillas del mundo donde pertenecen, porque al igual que hace más de 500 años, su existencia amenaza el mundo como aquellos que detentan el poder lo imagina merecer. La ecuación entre el Yo y el Otro, caduca y podrida, renace con la fuerza de “lo puedo todo”.
El algoritmo tiene sus razones y entre el asombro y lo turbador que me resulta observar cómo hay personas que se quitan la máscara de persona para expresar cómodamente sus fobias de raza, clase, etnia y género (como si estuviese permitido que “todo lo pueden”, como si desearan dejar al descubierto al monstruo interno), insistentemente aparece en mi feed el corto titulado Johanne Sacreblu y recuerdo que nuestra venganza será ser felices; recuerdo que hay pueblos que ríen ante el miedo, el dolor y la muerte. Recuerdo que hay quienes resistieron dignamente al canibalismo de los colonos europeos del siglo XVI y recuerdo que NO todos deseamos poderlo todo, porque NO todos somos iguales. EP