
Carlos Rocha Gutiérrez —becario de la Fundación para las Letras Mexicanas— rinde homenaje a Siegfried y Roy, una dupla llamada a conquistar las miradas y los corazones de miles de personas en Las Vegas.
Carlos Rocha Gutiérrez —becario de la Fundación para las Letras Mexicanas— rinde homenaje a Siegfried y Roy, una dupla llamada a conquistar las miradas y los corazones de miles de personas en Las Vegas.
Texto de Carlos Rocha Gutiérrez 07/02/25
Carlos Rocha Gutiérrez —becario de la Fundación para las Letras Mexicanas— rinde homenaje a Siegfried y Roy, una dupla llamada a conquistar las miradas y los corazones de miles de personas en Las Vegas.
Ramo de tigres / era el amor Eduardo Lizalde
I
Cuando visité Las Vegas, habían pasado quince años desde el cumpleaños número cincuenta y nueve de Roy y del fatídico accidente; nueve del regreso a los escenarios de la pareja de artistas y del último show “The Magic Returns”; cuatro de la muerte del tigre Montecore. Muchos siglos habían pasado desde que los héroes y semihéroes de los mitos habían abandonado la tierra de los mortales.
“Hay ciudades que dan lecciones sobre cómo contar historias…”
Me hospedé en el Palazzo, la extensión del Venetian, a pocos metros del Mirage, el hotel que había sido el centro de la magia de Siegfried y Roy. En mi tercer día en la ciudad, caminé hacia ahí para ver “LOVE” del Cirque du Soleil, un show dedicado a las canciones de The Beatles, otro tipo de magia, ajena a ese espectáculo de tigres y prestidigitación. En mi camino, vi en un recodo la estatua dorada de Siegfried y Roy, acompañados de su tigre. A excepción de su fugaz aparición en Ocean’s Eleven, yo no conocía mucho de ellos. De no haber sido por esa estatua, quizá no habría sabido reconocer la cara de Siegfried, cuando más adelante me lo encontré en el casino.
Ciertas tendencias dicen que la épica se extinguió, que se mudó a la moderna novela, o que ya no es posible de escribir por sus códigos de valores e ideologías anticuadas. Yo creo que más bien se ha camuflajeado. Hay ciudades que dan lecciones sobre cómo contar historias y de su valor como sedimento de las mentalidades. Muchas de las grandes ficciones estadounidenses provienen de sus arquitectos, sus ideólogos o sus empresarios. Así se entiende la existencia de un Disney como metrópoli de más de siete parques en Orlando, sus extensiones en París, California, Tokio, Hong Kong y Shanghái, o sus cruceros. Es una posible explicación para construcciones como el destino manifiesto, el self made man o la lucha de las civilizaciones.
En el trayecto del aeropuerto al hotel, unos días antes, había atravesado el desierto de Mojave. Parecía que la ilusión óptica de un oasis se hacía más grande conforme llegaba a Las Vegas. Es increíble que alguien se haya obstinado en crear una ciudad en medio de la aridez. Hay mucho de capricho de mafiosos, un Bugsy Siegel o un personaje salido de El Último Don, en El Dorado moderno, que creció en el siglo xx, con sus atractivos hoteles con casino y formas de perseguir la libertad.
Las Vegas tiene la magia de los niños que envejecieron, comenzaron a emborracharse y a tener sexo, pero no abandonaron el reino de los sueños. Los Peter Pan y las Wendy de al menos 21 años pueden beber en la calle, fumar en los recintos cerrados de grandes bóvedas, apostar, perderlo todo, y aún seguir creyendo en la suerte del principiante.
Desde el decepcionante letrero de “Welcome to Las Vegas!” hasta la Torre Stratosphere, había caminado por los más de seis kilómetros del Strip en busca de los héroes de la ciudad. Las Vegas ha establecido sus propias edades clásicas: las remodelaciones y los nuevos edificios responden a la sepultura de un pasado sin destazar la continuidad. Cada hotel busca sus mitos propios, los que representen a la colectividad, y su armonía general se parece más a la Ilíada que a la Odisea. Cada héroe y heroína tiene su momento de gloria: Celine Dion se asemeja a Dido cuando canta All by myself, la muerte de Elvis desata el mismo furor que la muerte de Patroclo, Frank Sinatra se relaciona con la Cosa Nostra como el Cid lo hace con los moros. Al final se disuelven en el repositorio de lo mítico.
Recorrí el Stripcomo la persona común que no aparece en los cantos, esa que debería admirar a héroes inalcanzables y morir sin pena ni gloria; aquella que se sienta alrededor de la hoguera para revivir las historias orales; quien observa las grandes batallas y los grandes espectáculos como modelos de comportamiento. En años previos, la calle principal de Las Vegas era Freemont Street, una zona ahora peatonal que trata de conservar su esplendor con una estratosférica propuesta: quien camina en línea recta no ve el cielo sino montones de pantallas, siempre resplandecientes de luces, shows, caras famosas; al caminar, es casi imposible no encontrar a algún artista en un escenario, un imitador de Snopp Dog o una despedida de soltera. Ahora la ciudad se estructura en torno a The Las Vegas Strip, la calle enorme a cuyos lados se encuentran los grandes hoteles. Freemont ha quedado un tanto relegada, pero se aferra como la isla de los lotófagos.
Recorrí el Strip buscando la ilusión: muchas veces me he preguntado si los supuestos seguidores de épicas y epopeyas, que debían confiar en la guía de esos mitos, no tendrían alguna duda respecto a la veracidad de las historias. Dudo que la recepción de la Eneida haya sido fácil y que los pobladores romanos hayan aceptado tan fácilmente la inserción de nuevos héroes en su imaginario. De la implantación a la duda, de la duda a la creencia. No creo que fueran ingenuos. Ellos sabían y requerían de esas historias unidas de artificio y realidad. Escogían creer. Los visitantes de Las Vegas elegimos creer lo que se nos ha contado de ella.
Entré en el Luxor, la gran pirámide negra que albergaba lo mismo esfinges y muros de “piedra caliza” que escaleras eléctricas y el show de The Blue Man Group. El hotel conectaba con largos pasillos y bandas eléctricas con el Excalibur, cuyo tema gira en torno al Rey Arturo: sus Caballeros jugaban en su Mesa Redonda a las cartas en vez de tomar decisiones sobre el reino. Se alzaban blancas torres coronadas con picos rojos y azules, adentro las mazmorras tenían pinturas de caballeros, damiselas o magos. Al volver al Strip, la sensación había sido de inexactitud: las luces difuminaban todo. Asombrado miraba el New York-New York, con sus enormes rascacielos, su réplica de la Estatua de la Libertad y su montaña rusa rodeando todo el complejo; el Paris con su Torre Eiffel, su Arco del Triunfo y su globo azul aerostático. Me quedé 45 minutos ante la danza de las fuentes del Bellagio, al compás de All that Jazz, New York, New York y un tema de James Bond. Fui centurión en las entrañas del Caesar’s Palace, mercante en los canales del Venetian, botín de corsarios en el Treasure Island, estrella de cine conquistando el Wynn, trapecista y payaso dentro del Circus Circus. Fui parte de la masa que sigue y encuentra sentido en esas historias posmodernas a la Homero.
Los hoteles de Las Vegas permiten imaginarse un pasado mistificado que acepta, sin graves alteraciones, los anacronismos. También saben cómo cimentar el eclecticismo: todas las comodidades posibles, jacuzzis y piscinas en vigésimos pisos con shows de última tecnología. En el caldero de lo incongruente y trasnochado se funde todo. Pero los reinos necesitan a sus héroes, como Roma necesitó a su Eneas.
Las Vegas crea su propia épica. Cuando César Augusto comisionó a Virgilio la escritura de la Eneida tenía dos objetivos: deseaba darle al periodo de la pax augusta un pasado glorioso y justificar su inserción en la historia, como si su mandato fuese una consecuencia divina, ya escrita desde tiempos antiguos. Las Vegas no necesita autores concretos. Su historia mezcla elementos de ciclos diversos, pero no podía cimentarse si no de la mano de héroes representativos.
Mientras un imitador de Elvis camina por los lobbies y se toma fotos con los turistas, mientras en “O” los artistas del aire retan los límites del agua, y en alguna habitación dos amantes se entregan fascinados por las luces, en el casino del Mirage, en medio de una horda de turistas, Siegfried aparece, cansado, glorioso, para posarse frente a las cámaras.
II
El señor Fischbauer y el señor Horn se conocieron por azar: habían nacido en pueblos distintos de Alemania y coincidieron a bordo del TS Bremen, ocupando puestos dentro de la tripulación como camareros. Siegfried comenzó un pequeño show de artificios. Pidió a Roy que lo asistiera. Tras haber introducido a algún felino clandestinamente en el crucero, fueron despedidos. En cierto momento, abandonaron sus apellidos y su origen para volverse americanos; se denominaron a sí mismos Siegfried y Roy: ya no seres individuales, sino una dupla indivisible.
Pero entonces solo eran dos alemanes sin trabajo que se esforzaban por construir una historia propia, para después consolidar la compartida. Aún no llegaban los vestidos de crinolina y lentejuelas, ni las fundaciones para proteger a las estirpes felinas de su extinción. Faltaban años para que crearan su palabra mágica, “SARMOTI”, acrónimo de “Siegfried and Roy Masters of The Impossible”, para remplazar el “Abracadabra” de los magos de circo. Faltaban años aún para que Michael Jackson, quien sería gran amigo suyo, les compusiera un theme song. Faltaban aún más para que una estrella con sus nombres fuese incluida en el Paseo de la Fama.
En la tradición del self-made man, los inmigrantes europeos han tenido mayor suerte que los hispanos; y, dentro de dicho grupo, los migrantes de Europa del Este han tenido menos fortuna que los provenientes del lado occidental. Muchos han sabido demostrar cómo se cuentan las historias de triunfo: en los noventa, cuando Steve Wynn (dueño del Golden Nugget, Treasure Island, Bellagio, Wynn, entre otros) les dio un contrato de por vida en el Mirage, parecía que no había ninguna otra meta por alcanzar, y que el éxito, bendito remanso, había llegado. Pero en aquel momento solo eran dos alemanes sin trabajo que practicaban trucos de magia con cartas, uno frente al otro. Trataban de adivinarse el pensamiento. Imaginaban la gloria. No creo que supieran hasta dónde llegarían, como tampoco podía prever Las Vegas la extensión de sus posibilidades.
III
Hay gestos que definen la historia: el pulgar del César determinaba si la vida de un gladiador caído debía ser preservada, la cicuta en la mano de Sócrates marcó el curso de la filosofía occidental. Algunos surgen de la ficción y se quedan marcados en la mente de espectadores y lectores: Anna se pone los anillos luego de bañar a su hijo Stepan, el barbero corta los cabellos de Humbert Humbert o Spock hace el saludo vulcano. Existen gestos escandalosos, salvajes, sutiles, etéreos.
En la épica hay gestos clave: Aquiles llora la muerte de Patroclo y toma su escudo para volver a la batalla; la nana reconoce a Ulises por su cicatriz; incluso en la épica alegórica, Virgilio se despide sigiloso de Dante; luego este último pasa a los círculos del cielo y lo recibe la mano de Beatriz. Lo mítico requiere de lo carnal. En la historia de Siegfried y Roy existen gestos clave: uno ambivalente, surgido de la ferocidad innata y de una maternidad herida, el otro simple pero sublime.
El primero fue ampliamente difundido por los medios: en su cumpleaños cincuenta y nueve, Roy caminaba hacia el público por la plataforma acompañado de Montecore, como Ulises de Argos. En la costumbre de un acto tantas noches repetido, Roy no habría podido prever que el tigre blanco, con ansia imprevista entre el cariño y la brutalidad, se abalanzaría hacia su maestro. Como cuando los niños dan golpecitos a sus madres, Montecore se aventó contra Roy; el hombre antepuso los brazos para alejar esa fuerza impropia, mientras las luces titilaban y los espectadores gritaban. Montecore besó su cuello con dientes de leche felina y se rehusó a soltarlo sin antes haberlo arrastrado por el escenario, hasta que los gritos de paramédicos y agentes de seguridad le hicieron saber que a veces el amor duele y muchos besos son sinónimos de dolor.
El otro gesto es discreto y pareciera menos importante. Se trata, en realidad, de sus residuos. En una entrevista para Entertainment Tonight, once años después del accidente, Roy lucía un semblante impasible. Por momentos asomaba una sonrisa. Su voz grave y entrecortada era difícil de entender. Hablaba de Montecore. Su mordida había sido un intento de salvarlo. Un derramelo había tirado, el tigre solo había intentado ayudarlo y, sin esa mordida, sin esa presión que el animal ejercía, él hubiese muerto. En esa entrevista, se desvive en agradecimiento infinito, en la total dedicación a una descendencia de felinos, al linaje de los amantes bruscos que agradecen con dolor, sin dolo, condoliéndose de nuestra fragilidad para el jugueteo y el erotismo.
IV
Las Vegas vive en la ambigüedad de saberse artificio y realidad. Su seducción prolifera con estruendo y lujos. Parecida al imperio romano, sus excesos son siempre innecesarios, van hacia ninguna parte. Las Vegas está siempre complacida de acercarse al abismo.
Cuando entré al Mirage, caminé entre las máquinas de apuestas y las mesas donde los croupiers guiaban las partidas. La aglomeración, en ese momento bastante pequeña, rodeaba al hombre rubio, de tenues arrugas. Los turistas se acercaban para tomarle fotos a Siegfried, quien hacía un truco para dos niños. El padre no cabía de la emoción y los pequeños, ignorantes como yo de la grandeza del héroe, se maravillaban de su audacia en las cartas. Esa misma fascinación habrá sido la que sintieron los primeros tripulantes del TS Bremen al contemplar al señor Fischbauer y al señor Horn en la sala común de un crucero, cuando aún eran dos seres en busca de ganarse un nombre.
Ahora, no entonces cuando Siegfried posaba solo en el casino del Mirage, sin la otra parte de la dupla en su retiro forzado, pienso en el momento surgido de entre los efectos especiales y las luces giratorias de sus shows: Roy y Montecore se miran en el instante previo al salto, el tigre hipnotiza al hombre con sus ojos color miel, lo amaestra, lo vuelve dúctil y dependiente, en un lapso previo a la desgarradura y que se prolonga para contener todas las formas míticas del amor.
Roy falleció durante la pandemia por COVID-19 y Siegfried, unos meses después, a causa de un cáncer pancreático. Puedo verlos antes del final: Siegfried se levanta de su cama y se acerca a Roy para ver si duerme bien, si necesita algo. Roy respira con dificultad, pero agradece la atención. Los vestidos de lentejuelas han sido cambiados por batas para dormir. La magnificencia ha desaparecido de aquellos dos hombres, pero se saben dueños de la historia: han conquistado la fama, han construido su ficción y se han vuelto los héroes de su propia épica. Siegfried acaricia uno de los mechones negros de Roy, y juntos recuerdan con cariño a aquel tigre que completó el círculo de su mito.
“La magnificencia ha desaparecido de aquellos dos hombres, pero se saben dueños de la historia…”
Un gesto prologa su historia épica, el otro su historia humana; los dos se funden en la épica moderna. Rómulo mató a Remo para gobernar el imperio. Ellos gobiernan juntos su reino de artificio, desde su jardín plagado de tigres, en la línea difusa que divide el abismo y la gloria.
Entonces, Siegfried seguía tomándose fotos en el casino del hoy extinto Mirage; yo lo abandoné, diminuto, para disfrutar del rumor suave de otras historias en el espectáculo de “LOVE”. EP