BECARIOS DE LA FUNDACIÓN PARA LAS LETRAS MEXICANAS: Asgardia: The Final Frontier

Ensayo

Texto de 09/08/19

Ensayo

Tiempo de lectura: 6 minutos

Each moment and everywhere, civilizations rise and fall, much as the stars are born and die.

Ken Liu

I want to believe.

The X-Files

Recibí un correo electrónico para participar en la selección de la bandera oficial de Asgardia. Había olvidado el registro hecho en 2016 a lo que yo pensaba era un experimento muy elaborado. Acepté ser parte de un Estado regido por tres metas: asegurar el uso correcto del territorio espacial, proteger a la Tierra de amenazas provenientes de afuera del globo y crear una base de investigación científica (libre y desmilitarizada) en el espacio.

Asgardia: The Space Nation. Población actual: 1,058,929 (hasta la fecha en que se imprimió esta publicación).

Entré a la página oficial pero la votación para elegir la bandera había terminado. La ganadora se desplegaba con el orgullo de las cosas que se concretan y adquieren significado. Un símbolo nacional: azul de fondo y al centro, un círculo amarillo que representa el Sol. Alrededor, nueve órbitas se dibujan del mismo tono, elipses cada vez más grandes. Las tres últimas, lejanas a la estrella, se pintan de blanco para simbolizar las posibilidades de la humanidad en el espacio, los descubrimientos que vienen, “Asgardia’s role in the future”.

El año 0001 asgardiano comenzó. Un nuevo calendario con trece meses de veintiocho días cada uno fue decretado el 6 de marzo de 2017; entre junio y julio, el mes de asgard surge como un vaticinio del tiempo que se restaura. Leí la noticia en boletines antiguos; me percaté de que vivía simultáneamente en dos periodos, en momentos que se encuentran y cruzan representando lo que ha sido impuesto y lo que pareciera ser una elección. Con este calendario de la utopía se retornó al origen; ofreció a los pobladores (desperdigados por el globo) un sentido de unidad, la ilusión de otro inicio.

De repente me sentí inmersa en un escenario de ciencia ficción, en un episodio de Star Trek, serie a la que he dedicado tantas horas. “Space, the final frontier”, dice la voz de William Shatner rodeada de un eco suave, mientras vemos a la Enterprise surcar el espacio profundo, acercándose poco a poco a nosotros; una nave en la que recaen las ansias de conocimientos lejanos. Cincuenta minutos eran suficientes para ficcionalizar la deseada expansión del territorio intelectual del hombre; grandes ideas con efectos especiales de baja calidad. Una serie sesentera de aventuras cuyas cajas de dvd (azul, amarilla y roja, cercanas a la combinación de colores de la bandera de Asgardia) descansan en mi habitación para ser revisitadas de vez en cuando. Escucho la música que introduce el ya legendario inicio y, por alguna razón, me siento reconfortada.

Las producciones televisivas y cinematográficas de ciencia ficción dieron un giro marcado al entrar en la década de los setenta. La proyección del futuro en colores brillantes, repleto de comunicación y contacto con otras especies (puertas hacia nuevos lindes del entendimiento humano), dio lugar a distopías en las cuales no siempre era una buena noticia estar acompañados. Después de la misión Apolo 11, momento clave de la carrera espacial, y de la emoción y esperanzas suscitadas, las dudas se apoderaron de todos los que veían las complicaciones de aquellos grandes avances científicos y tecnológicos.

El cosmos, campo negro de interrogantes, se llenó cada vez más de nuestros peores temores. Todo lo que hemos hecho mal en la Tierra lo haremos mal también en el espacio y, además, tendremos que enfrentarnos a lo desconocido; las grandes corporaciones seguirán determinando nuestro destino, el poder de la milicia se expandirá desmesuradamente, la corrupción alcanzará niveles interplanetarios, la lucha se librará con monstruos internos y externos, los límites éticos se harán más borrosos. Nos daremos cuenta de que allí tampoco somos felices.

3 de asgard, año 0003. Continúo con intriga mi investigación y descubro que nuestro jefe de Estado se llama Igor Ashurbeyli. Un hombre gordinflón de piel rojiza con un bigote pequeño y recto, formado enteramente de canas. El traje azul que porta en la fotografía hace juego con sus ojos. Igor, adinerado científico ruso con una larga trayectoria en proyectos espaciales, es ahora cabecilla de una nueva nación.

En su despacho hay una mesa redonda de madera oscura. Sobre ella, justo al centro, descansa una concha marina que se enrosca entre tonos cafés y blancos. Un recordatorio, dice el comandante en un ruso suave, de la vida primitiva, de nuestra naturaleza original. Incluso entonces llevábamos la vista al cielo buscando guías y directrices en el brillo lejano de los astros. Mucho encontramos en ellos antes: el secreto augurio de la posibilidad, caminos para regresar a casa; pero las preguntas han sido siempre las mismas, las del hombre que encontró por primera vez una concha a las orillas de un mar límpido y salvaje, las mías, las de Igor. Intentamos acercarnos a las estrellas, fuente de saberes que nos traspasan; queremos conquistarlas, poseerlas, existir a su lado esperando que, tal vez ahora, algo sea contestado.

Detrás de la mesa hay un antiguo reloj de piso; el péndulo en su interior danza lentamente.

Condenados a la repetición, los proyectos de naciones futuristas se moldean todavía con estructuras antiguas. El pasado se reproduce en forma y espíritu, en un discurso familiar de promesas que se renuevan: “Asgardia, creating the future”, “The dream driven space nation”. Tal vez es justamente la certeza de lo inalcanzable lo que atrae y consuela; todo simulacro es bello, pues apela al anhelo, a la esperanza. No es casual que la mayoría de los asgardianos registrados hasta el día de hoy sean gente joven, ávida de lo imposible, cuya edad va de los dieciocho a los treinta y cinco años de edad.

El deseo de una vida en el espacio intentó materializarse antes, a finales de los años cuarenta. El nombre: Celestia, con James T. Mangan como líder y visionario. Parecida a Asgardia, The Nation of Celestial Space pretendía prohibir las pruebas nucleares en la exósfera y que ninguno de los sistemas políticos existentes se expandiera más allá de las fronteras del globo. Por supuesto, ninguno de los países afiliados a la ONU, ni siquiera una de las grandes potencias, reconoció a la micronación ni tomó en cuenta su autoproclamada conquista del espacio. La muerte de Mangan fue también la muerte de Celestia.

Otras micronaciones surgieron; una de las más famosas es Sealand, que se alza cerca de las costas inglesas en una plataforma construida en la Segunda Guerra Mundial: Rough Towers. Encalladas en un banco de arena, dos grandes columnas de concreto sostienen la superficie donde habitan menos de diez personas; a lo lejos se ven barcos pasar como días mientras ellas permanecen incrustadas en su arrecife de tuercas y óxido. Aquello que antes era una elevación móvil usada para fines bélicos, se quedó quieta y se convirtió en un hogar, dando paso a una identidad comunal labrada en el retiro.

El progreso llegó de forma estática, en desplazamientos lentos. Sealand y Asgardia se proyectan sobre distintos matices de azul: islas metálicas, en el cielo o el mar, que representan la excursión del hombre hacia lo inhóspito; porque se necesitan pocos para conformar una sociedad y acaso un territorio mínimo sobre el cual construirla.

“The Bookmaking Habits of Select Species”, relato que abre el volumen The Paper Menagerie and Other Stories, de Ken Liu, indaga las posibles maneras de concebir al texto y a los libros en civilizaciones de distintos planetas inventados: los Quatzoli, los Hesperoe, los Tull-Toks, los Caru’ee y los Allatians. Estos últimos, mis favoritos, fabrican libros que precisan del contacto físico entre lector y objeto. La nariz se desliza en las inscripciones y, en su cráneo, la voz del autor se magnifica y retumba; son capturados el énfasis, las inflexiones, la entonación, el ritmo, el tono, la respiración. Cada vez que la superficie blanda es tocada (y leída), el libro se desgasta hasta el punto en que ya no es posible escuchar el sonido encapsulado. Poco a poco se pierde su contenido. Los Allatians crean tomos únicos cuyas copias no logran replicar, nunca, la voz de aquel primer ejemplar. Los libros más importantes y bellos de su literatura rara vez son leídos; tesoros incorruptos, resguardados del tiempo y los lectores.

Pienso en cómo sería la literatura asgardiana si el proyecto de nación llegara a concretarse —sus textos fundacionales, su poesía, su ensayística extraterrestre—. Sé que la escritura de Asgardia posiblemente no se parecería en nada a lo que Ken Liu imaginó en su cuento. Recuerdo las historias de ciencia ficción que conozco y no logro hacer una recopilación larga de personajes escritores. Tal vez en el futuro la literatura no sea necesaria y los libros queden como un recuerdo de nuestra época terrestre, un vestigio de nuestro lado más visceral.

Mientras tanto, un pequeño satélite, al que bien podría llamar patria, orbita alrededor de la Tierra. La única prueba material de la existencia de Asgardia. Pedazo de titanio y aluminio, minúsculo en comparación con los cuerpos naturales que lo circundan. Eventualmente, dice Ashurbeyli, tendremos una estación espacial donde vivir. Algo se va materializando; Asgardia y sus símbolos patrios se cristalizan como la mitología del futuro que soñamos tantas veces desde hace cuánto. Pienso en las posibilidades de ser habitante de otro lugar, de un territorio hasta ahora imaginario al que me unen, si acaso, algunos anhelos. Un Estado hecho de ideas, con caminos invisibles que esperan la llegada de las ruinas, la construcción del derrumbe. Mis compatriotas no tienen rostro, son un cúmulo de números en la pantalla de la computadora. Yo tampoco tengo un cuerpo reconocible en Asgardia; me tranquiliza saberme intangible y sola en una nación inventada. EP

DOPSA, S.A. DE C.V