
Leandro Arellano nos ofrece una pintura literaria y reflexiva de uno de los lugares más icónicos y emblemáticos de la Ciudad de México: la Plaza Río de Janeiro, en la colonia Roma.
Leandro Arellano nos ofrece una pintura literaria y reflexiva de uno de los lugares más icónicos y emblemáticos de la Ciudad de México: la Plaza Río de Janeiro, en la colonia Roma.
Texto de Leandro Arellano 16/10/25

Leandro Arellano nos ofrece una pintura literaria y reflexiva de uno de los lugares más icónicos y emblemáticos de la Ciudad de México: la Plaza Río de Janeiro, en la colonia Roma.
Las horas y los días, esos viajeros de la eternidad, nos lo recuerdan: todo edén es transitorio. Mas el tiempo hace lo que sabe: trascurrir y continuar fluyendo gota a gota. Por estas fechas, un cuarto de siglo atrás, arribamos a la Plaza y todavía arrancamos cada noche una hoja al calendario.
Más que la elaboración de una crónica de aniversario, veinticinco años nos dan la ocasión de levantar un inventario, de llevar a cabo un registro no exhaustivo del deber y el haber. Con la fortuna alternan los desastres: es lo humano.
La actualidad puede ser agobiante y trivial, pero siempre será el punto de ubicación para mirar hacia atrás o hacia adelante. Entre los sitios que se afanan por sobrevivir en esta ciudad arrebatada se halla la Plaza Río de Janeiro, un espacio representativo de la Colonia Roma, en el centro de la Ciudad de México.
Plaza, el vocablo cuenta con algunos sinónimos y una multitud de significaciones. Traemos a colación la primera que nos ofrece María Moliner en su Diccionario: “Espacio amplio, rodeado de edificios, en el interior de una población, al cual suelen afluir varias calles”. Su origen se remonta al latín.
La Plaza Río se mantiene como un rincón estimulante de la ciudad, por su belleza, su ubicación y su semblante. El encanto que priva en ella y sus contornos se magnifica con la marcha. Es la sensación que se trasmite al caminante. Fue trazada en 1903 —al tiempo que se levantaba la Colonia Roma— en el cruce de las calles Durango y Orizaba; en un terreno donado originalmente para el desarrollo de áreas verdes. Su primer nombre —nos informa Wikipedia— fue “Parque Roma”, que después trocó en “Parque Orizaba”. En 1922 fue rebautizada como “Plaza Río de Janeiro” —el nombre de la más atractiva ciudad de Brasil— a iniciativa de José Vasconcelos, entonces ministro de Educación Pública, posiblemente en celebración del centenario de la independencia del país sudamericano.
A más de un siglo de su nacimiento, basta con acercarse a ella para advertir la energía que la rodea. La Plaza alberga luz, sol, aire, tierra, el regocijo de sus continuos caminantes y su devoto vecindario. Enmarcada en un cuadrángulo preciso, la Plaza rebosa del boscaje que heredó la savia de sus antepasados. Un claror ambarino la baña en los días soleados.
Desde su gestación la Plaza fue dotada de una arquitectura original. El edificio emblemático es aquel que suele ser llamado “de las Brujas”, cuyo verdadero nombre es “Edificio Río de Janeiro”, construido en 1908 por el ingeniero R. A. Pigeon. El centro de la Plaza lo acapara una fuente monumental que contiene una réplica del David de Miguel Ángel, erigido allí en 1976, seguramente por el arquitecto Joaquín Álvarez Ordóñez. Observable —provista la ausencia de smog— desde cualquiera de los cuatro accesos a la Plaza, se impone como esas majestades que se expresan con sólo aparecer.
La estirpe y la ascendencia de la Plaza impidieron el establecimiento de comercios y otros asentamientos distintos a la vivienda. Con poco tino, sin duda, se han aprobado permisos para la instalación de un espacio de juegos infantiles de plástico, primero, y, después, de una suerte de gimnasio a base de sogas, en uno de los costados del parque, precisamente en la ruta ascendente del Turibús, hecho que distrae la visión del David.
Con años de presencia y de prestigio, en una esquina de la Plaza, en la planta baja del edificio más elevado, se hallaba la Librería Italiana. Su mudanza, años más tarde, causó en el vecindario un auténtico pesar. Luego, fue efímero el consuelo por la ocupación de una galería, que no perduró. El final del proceso ha concluido con el establecimiento de un restaurant.
La apertura de restaurantes, de cafés o similares ha copado todo local o espacio disponible, en un radio de no pocos cientos de metros en torno a la Plaza —si no es que en la Roma entera ya—. Cada cuadra en la Roma Norte cuenta con uno o dos restaurantes, cafés o estanquillos de alimentos. Hay manzanas que no ofrecen otra cosa. Todas parecen navegar en la prosperidad. Las colas en espera de una mesa libre son comunes.
Al escribirse esta nota, son cuatro los restaurantes establecidos en la Plaza. Las mesas —expropiadas las aceras bajo el pretexto de la epidemia de COVID— se hallan abarrotadas, con grupitos aguardando turno. Los ocupantes son jóvenes todos y con evidente capacidad económica. Entre los comensales abunda, a toda hora, un número elevado de forasteros que se comunican en inglés. Son gringos la mayoría. Muchos han sentado sus reales en la Ciudad de México, al parecer. Jóvenes y sin familia, con trabajo a distancia, se agrupan dos o tres y pagan rentas inalcanzables para los locales y dan cuerda, además, al mágico negocio del Airbnb.
Como todo ente con vida propia, la Plaza debe combatir por su sobrevivencia. No se ha abusado de la Plaza, menos mal, para mítines, asambleas u otro tipo de actividades de propaganda política o comercial, no obstante su comodidad, capacidad y ubicación.
Para los moradores originales, la elevación desproporcionada del costo de vida ha representado un desajuste, si no una desgracia. . . Pero hemos hollado así el territorio de la llamada gentrificación, de la que no nos ocupamos en este espacio.
Las estaciones son —han sido— generosas con la Plaza. Otro motivo de orgullo. La vivencia estacional, por sobre los calores estivales o los fríos del invierno, la experimentamos sobre todo mediante la lluvia. Los amplios ventanales nos dejan acariciarla con los ojos del espíritu y la carne, mientras baña la Plaza. Para nosotros la lluvia constituye más que una experiencia o una sensación. Viene siempre acompañada de melancolía.
Hasta aquí hemos considerado —es un decir— el lado escrupuloso del asunto. Veamos ahora un tanto el reverso. Lo cierto es que la Plaza ha estado atada a los vaivenes de la Ciudad de México, a su riqueza y su miseria, a sus placeres y mortificaciones, a sus gozos y malestares.
En cualquier caso, el perfil no grato de la Plaza —que se extiende a otras partes de la Roma— es bizarro. No es difícil inferir que la miseria y deshumanización que allí asoman emana, sobre todo, de al menos dos fenómenos que sujetan al país entero, frenando su pleno desarrollo: la desigualdad y la incivilidad (a las que sigue una lista, no breve).
Hemos incurrido ya en un proceso colmado de consideraciones socio-económicas en un primer plano, que se prolonga luego en otras de carácter político, que a su vez son rebasadas por fenómenos derivados y otros bordes, filosos sin excepción. Allí las dejamos.
Por su naturaleza, las colonias Roma y Condesa atrajeron el flujo de transterrados que se ha asentado en la zona. El fenómeno se ha desbordado por varias razones, con implicaciones de todo tipo. Sitiados, en fin, ambos espacios, la invasión avanza ahora sobre los territorios y espacios aledaños.
La desigualdad es, todavía, el patrón que establece los niveles de vida en México, los niveles de pobreza y de injusticia. Uno de los flancos donde se revela mejor es en la carencia enorme de vivienda. El volumen de indigentes que se ha establecido en la Plaza provoca una sensación de desconsuelo. No menos de una docena habita en ella de modo permanente, digamos, con todo lo que conlleva.
La cantidad de inmundicia y otros detritus parecen tener cada vez mayor arraigo e incidencia, aunque de ello no tiene total responsabilidad ningún grupo o sector particular. Es producto de la aglomeración que consume y arroja al suelo todo lo que no alcanza a digerir, así como de las autoridades civiles que deben procurar la instalación y limpieza de depósitos y paraderos. Produce náusea transitar por ciertos rincones y algunos senderos de la Plaza. El caminante gira entonces la cabeza y se percata del resplandor que se derrama entre la fronda recargada. El vecindario se debate entre la rabia, la indignación y la impotencia.
Destaca, a otro nivel, un fenómeno que trasciende a la Roma. A lo largo del territorio nacional persiste la presencia de “puestos metálicos” de comida callejera, de los que la Roma está repleta. Se hallan instalados al lado, frente o junto a establecimientos formales, con reputación mundial incluso, como el restaurante Roseta. Este restaurante posee —a unos cuantos metros, y a una cuadra de la Plaza— una especie de sucursal o apéndice, el cual enfrenta la competencia de tres de esos puestos montados sobre la acera y evidentemente exitosos. Pertenecen a la llamada “economía informal”. ¿Hasta cuándo?
Otra incomodidad producida por las muchedumbres —generadoras de todo bien y mal— lo concentra el ruido. Desde el amanecer hasta la medianoche o la madrugada, los motores, el vocerío, la música ambulante, los clamores, las carcajadas, los sonidos que allí se levantan, calan hasta abrumar nuestra capacidad auditiva. ¿Qué ha sido de la norma que establece límites al volumen del ruido y su duración
Las cosas nos dan el sentido de lo concreto. Las molestias producidas por causas naturales, las provocadas por turbas crecientes, la lluvia intensa y desbordada y el obstinado tráfico vehicular. ¿Qué hacer ante esas manifestaciones irrevocables?
La enumeración puede continuar por un largo rato. Pero nada nos obliga a elaborar hasta el cansancio o la necedad. No es el propósito. ¿Alguna evolución? Sí y no. Pero la celebración se impone. No demanda grandes aspavientos. Y un cuarto de siglo en la Plaza no es poco. Acaso hemos aprendido cómo conviven la constancia y la paciencia.
La claridad de las primeras luces de la mañana se extiende lentamente. En la Plaza revolotea el bullicio de la gente —no es poca— que transita por ella, con renovado regocijo. Durante la marcha se trasmina la vitalidad que le infunden a su vez los caminantes, quienes la alegran, la enriquecen y la contaminan.
La Plaza es, sobre todo, espacio de convivencia. Su mansedumbre, un estimulante. El ser humano no se haya completo si no comparte. Convivir con los demás, con los otros, no es opcional. Tampoco pueden serlo los ideales humanos. EP