Autor prolífico que lo mismo escribió reportaje, novela, cuento, guión de teatro y de cine, Vicente Leñero también fue director y fundador de revistas tan importantes como Revista de Revistas y Proceso. A diez años de su partida (1993-2014), publicamos esta entrevista hasta hoy inédita que le realizó Silvia Cherem en el 2005.
A medio juego. Entrevista inédita a Vicente Leñero
Autor prolífico que lo mismo escribió reportaje, novela, cuento, guión de teatro y de cine, Vicente Leñero también fue director y fundador de revistas tan importantes como Revista de Revistas y Proceso. A diez años de su partida (1993-2014), publicamos esta entrevista hasta hoy inédita que le realizó Silvia Cherem en el 2005.
Texto de Silvia Cherem 18/12/24
Impaciente y terco, inseguro y crítico arrollador de sí mismo, Vicente Leñero (Guadalajara, Jalisco, 1933) ha construido su obra con el sello de la tenacidad. Más de una vez ha estado a punto de cejar. Tras publicar La vida que se va (1999), después de décadas de romper borradores y quejarse de su falta de imaginación, dijo que abandonaría la literatura, como ya antes lo había hecho con el periodismo. Afortunadamente, próximamente presentará Sentimiento de culpa, una antología de cuentos en su mayoría autobiográficos, bajo el sello Random House Mondadori.
Sabedor que la vida no es más que una serie de posibilidades, Leñero reconoce que su vida –como la de Norma Andrade, su personaje de La vida que se va– hubiera podido ser otra si se hubiera casado con otra mujer, hubiera seguido atado a organizaciones clericales, abrazado otra profesión, o si se hubiera sometido a los designios familiares.
A finales de la década de los cincuenta, aniquiló a los peones de su tablero, empecinados en que fuera ingeniero; y, mediante un resuelto enroque, envalentonado por Estela, aceptó subyugarse a su verdadera vocación: ser escritor. Escritor de cualquier género, ya fuera del drama de Los albañiles o de los cursis culebrones de las radionovelas, pero al fin y al cabo, capaz de desechar los culposos números de la ingeniería, para sobrevivir con las letras de la literatura.
Un jaque circunstancial, el golpe de Echeverría a Excélsior, impuso que se aferrara al periodismo cuando soñaba ya, en los setenta, con aventurarse a escribir ficción. Cómodo en las infanterías y obligado por lealtad a Julio Scherer, Leñero fue subdirector de Proceso desde el día de su creación en 1976, y durante dos intensas décadas en las que se empeñó en buscar la verdad. La Verdad con mayúsculas, aquella que quizá a la postre nutriría con personajes y situaciones su aletargada ficción, pospuesta, con reloj en mano, para ser retomada al término del ciclo periodístico.
Su vocación como dramaturgo llegó por añadidura cuando en 1967 investigaba el reformismo en la Iglesia que promovía Lemercier. Escribió Pueblo rechazado y, desde aquel primer momento, logró tal penetración con su teatro documental, que su público y su séquito de celosos actores le reclamaron que, pese a sus múltiples ocupaciones y su endémica sensación de fracaso, siguiera escribiendo teatro.
“Viví muy desesperado por desarrollarme como escritor, por abrirme camino en el teatro y en la literatura. Nunca me sentí realizado, nunca lograba lo que quería. Mis novelas las sentía incompletas y las obras de teatro se convertían en una incesante lucha con los directores. Lo único que se me dio más o menos fácil fue el cine, que encontré por casualidad”, señala.
No obstante su constante y prolífica carrera en todos los géneros –diez novelas, tres colecciones de cuentos, cinco libros varios con guiones, reportajes y memorias, once piezas de teatro, y galardonado con el Premio Biblioteca Breve de Seix Barral (1963), el Xavier Villaurrutia (2001) y el Nacional de Ciencias y Artes (2001)–, Leñero continuamente se ha sentido un escritor de ligas menores, desdeñado por el gremio.
“Mis libros pasaban inadvertidos, quizá porque el medio cultural y literario veía como un contrasentido que fuera escritor y abiertamente católico”, reflexiona.
Por ello, a sus 72 años, amenaza con claudicar al “tormento de la escritura”. Señala que quisiera escribir sólo uno que otro guión cinematográfico; releer libros –El Quijote, novelas policíacas o la obra de Coetzee–; compartir con su séquito de mujeres: 4 hijas y 5 nietas; jugar ajedrez, solo o acompañado; viajar a Cuernavaca los fines de semana; y, sobre todo, disfrutar de la compañía de Estela, la reina de su tablero.
Su obsesión por desprenderse de yugos o excesos del pasado es tal, que, a quien lo visita en su casa de San Pedro de los Pinos, le ofrece de regalo cualquier libro que elija de su biblioteca, sin importar que se trate de primeras ediciones o de libros dedicados. “Tengo demasiados, me abruman y ya no los voy a leer”. Sólo se salvan de su inclemente comezón, contados libros que heredó de su padre y los ejemplares de su “egoteca”, la repisa sobre su escritorio donde acumula las ediciones de sus libros publicados.
Sobre su pulcro escritorio destaca una reliquia casi arqueológica: su máquina de escribir amarilla marca Brother, donde aún hoy teclea sus textos, entre bocanadas de humo y sorbos de café, después de escribirlos con pluma fuente en una minúscula libreta. Nunca ha tenido computadora, ni interés en usarla. Ahí mismo está también un tablero de ajedrez a medio juego, siempre a medio juego, el mismo en el que Leñero continuará fraguando azarosas estrategias en cuanto yo me marche…
Un gigante con un poder hipnótico
Silvia Cherem: Eres chilango de San Pedro de los Pinos y, sin embargo, tu biografía insiste que eres tapatío…
Nací en Guadalajara por accidente. A mi padre le iba muy mal en los negocios, y emigró con la ilusión de ser socio de una compañía de mudanzas. No prosperó y a los seis meses ya estábamos de regreso. Ya en México, chambeaba en lo que se pudiera: puso una fábrica de refrescos caseros, de esos que en lugar de corcholata llevaban canica, fue restaurantero, comerciante, hotelero y hasta constructor.
Siendo yo niño, compró, a un peso el metro cuadrado, un primer terreno en San Pedro de los Pinos, cuando aún formaba parte del antiguo Rancho Nápoles, y sin estudios, comenzó a construir líricamente con una visión pueblerina. Hizo una casa que logró vender y así siguió comprando terrenos en la misma manzana.
Entre hipotecas y mucha estrechez, se pasó gran parte de su vida construyendo, viviendo y vendiendo casas en San Pedro de los Pinos. Uno de mis primeros recuerdos es el olor a tierra mojada que pisaban, en su paseo vespertino, las rumiantes vacas del establo colindante a mi casa.
Mi padre era un excelente comerciante, y aunque sus casas eran un horror, se hizo así de un patrimonio. A cada uno de los seis hijos nos heredó una casa en San Pedro de los Pinos. Ésta, donde ahora vivo, fue la que le hizo a mi abuela. Aquí había un pozo de agua, en el que me asomaba cuando era niño deseando descubrir secretos.
S.Ch.: Me dices que tu familia vivió penurias económicas y, sin embargo, estudiaste en el Colegio Cristóbal Colón que era para niños de familias muy acomodadas…
Es cierto. Inscribirnos ahí coincidía más con las aspiraciones de mi padre, que con su realidad. Nada lo detenía: si aspiraba a que tuviéramos una educación de primer mundo, eso nos daría. Yo era un chamaco demasiado tímido y me deslumbraba con su entereza.
S.Ch.: Pareciera que estudiaste ingeniería por complacerlo. En aquella evasiva autobiografía que escribiste a los 33 años, dices en una de las únicas líneas rescatables: “Quiero ser aceptado padre, me acuso. Quiero ser escritor, señor Faulkner, perdóneme”…
Fue un gigante con un poder hipnótico sobre mí. Quizá inconscientemente se conjugó un mandato suyo, con mi necesidad de buscar su abrazo y aceptación. No sabía qué estudiar. Me gustaba escribir, pero consideré que estudiar Filosofía y Letras era condenarme a ser un teórico de la literatura. Además era provocar la burla, no ser nada, morirme de hambre. Por eso, y porque me fascinaban las matemáticas, ingresé a la facultad de ingeniería.
Si soy justo, mi papá determinó tanto mi gusto por la ingeniería como mi afición por las letras. Cuando éramos niños, él nos compraba carros de tierra para que “construyéramos” carreteras y colonias en las montañas de tierra lama de los terrenos que iba adquiriendo; pero también era él quien celebraba los cuentos que escribía Armando, mi hermano mayor. Yo empecé a escribir porque quería que mi padre se sintiera orgulloso de mis textos, como de los de Armando, que nos leía de sobremesa. Tenía una biblioteca muy amplia, lo recuerdo releyendo la obra de Víctor Hugo o jugando ajedrez.
Murió de un tumor cerebral en 1963, a sus 70 años. Sus amigos del Club de Ajedrez me contaban que a todos los hacía pedazos, hasta que se enfermó y, perdido de la realidad, comenzó a comerse sus propias piezas. Su final fue muy doloroso.
S.Ch.: Percibo su sombra en tus obras literarias, sobre todo en Los albañiles.
Ese libro es muy autobiográfico. El ingeniero era un poco mi padre: fuerte, contradictorio, intenso. Yo siempre dije que me identificaba con Jacinto, el maestro de obras, que es el más cabrón, pero si soy sincero me identificaba con el hijo del ingeniero, torpe para la ingeniería, apodado “El nene”.
S.Ch.: Háblame de tu madre, a quien casi nunca mencionas.
No existió mucho en mi vida, aunque de ella heredé el temperamento callado e introvertido. Se sentía tan insignificante, que dejó nuestra educación en manos de mi hermana mayor y de la nana Victoria, a quien escasamente recuerdo. Mi padre y ella eran muy diferentes. Ella, religiosa y clerical; él, guadalupano de corazón, pero más bien liberal. En mi juventud, me escondía de ella para leer los libros que la iglesia católica tenía en su índice de autores censurados y que se empeñaba en encerrar con cuatro llaves.
La visión familiar era estrecha, de puertas cerradas. Vivíamos de la calle para adentro. Jamás compartíamos con vecinos o amigos.
Clericales hasta el tuétano
S.Ch. Pareciera que tuvieran miedo de algo…
Quizá de romper el núcleo familiar. La escuela era también una prolongación de la familia. Por decisión mutua nos educaron con los lasallistas, que nos inocularon la religión hasta el tuétano. El discurso era represivo y demoledor. Me hicieron creer que el mundo exterior estaba lleno de maldad. Teníamos que recluirnos para mantenernos limpios y puros.
Afortunadamente el vicio familiar fue la literatura y así respiramos otros aires. Iniciamos con Andersen, Perrault, Grimm y todos los cuentos de hadas ingleses, franceses y noruegos; siguió Salgari y todo Julio Verne. Mi favorito era Dos años de vacaciones.
Cumplía con todos los requerimientos de matadito y buen niño. Fui el primer lugar desde primer año de primaria hasta que llegué a la prepa de ingeniería, donde José Luis Bárcenas me desbancó al segundo sitio.
S.Ch.: Es en esa época de encierro domiciliario cuando seguramente nace la “vocación teatral”, aquella de la que hablas en Vivir del teatro…
Sí, mis hermanos y yo comprábamos títeres por dos centavos en alguno de los puestos del mercado Miraflores, que se ponía muy cerca de nuestra casa. Teníamos al narigón, al charro, al cocinero, y la bella, y con ellos hacíamos funciones de teatro, primero en el escenario de almohadas de la cama de nuestros padres, y ya luego, Armando, Luis y yo construimos nuestro propio teatro con un cajón de madera, que tenía telón, mobiliario y sistema de iluminación.
En aquel “Teatro de la Mariposa” cada sábado dábamos funciones con más de 50 actores, aunque nuestra única espectadora fuera Esperanza, mi hermana menor. Al terminar la función, escribíamos además un diario a máquina, “El periódico Mariposa”, en el que dábamos cuenta del éxito de las obras, de las puestas en preparación y de los chismes de nuestros títeres actores.
Cuando Armando entró a la adolescencia dio al traste con nuestra empresa de titiriteros y cronistas. Finalmente él era el alma de las escenificaciones. Afortunadamente organizamos entonces un equipo de primos para jugar beisbol en Taxqueña, y ése fue nuestro respiro.
S.Ch.: ¿Nunca viviste rebeldía o diabluras de adolescente?
No, mis salidas de casa eran contadas. Sólo iba al teatro o al cine, de la mano de mi padre. Era tan santurrón y miedoso, producto de las culpas y castigos que mamé, que el primer amor de mi vida fue una chica que se llamaba Roxana a quien vi a diario en el tranvía, durante dos años, sin jamás atreverme a hablarle. Obsesivamente repetía su teléfono en mi cabeza, pero sólo hasta que llegué a la facultad me atreví a llamarle. Le invité un helado, no me aceptó y nunca más la volví a ver.
S.Ch.: ¿Fue Estela tu primer novia?
Sí, nos conocimos en Acción Católica, cuando estaba yo terminando ingeniería. Las chicas de la Acción Católica eran en su mayoría muy feítas, pero un día llegó ella, que era muy guapa, a vendernos unos boletos de una rifa de una máquina de escribir. Le respondí que prefería comprarme dos cafés, que uno de sus boletos.
Cuando regresé de España me atreví a hablarle. Me parecía inalcanzable. Estudiaba psicología y muy pronto me enamoré. Oriunda de Mexicali, vivía sola en el DF, y ello escandalizaba las buenas costumbres de mi familia.
S.Ch.: ¿Los unió la convicción conservadora de la Acción Católica?
No tanto, a veces pienso que la Acción Católica nos permitió conocernos, pero nos unió mucho más salir de ella. Yo era religioso, más por el legado represivo que por convicción, y por eso fue fácil que mis compañeros del Cristóbal Colón me emboletaran a trabajar en esa organización de corte excesivamente conservador.
Hoy me acuso a mí mismo de haber sido ciegamente clericalista. Con resabios de la Cristiada, los militantes concebían al gobierno como ateo y maldito, como una fuerza a derrotar, y nosotros éramos sus acólitos, su brazo para hacer proselitismo. Me deslumbraban personajes de la Cristiada como León Toral, capaces de matar por lealtad a su credo.
S.Ch.: ¿Cuál era tu labor?
Hice ahí mi primer periodiquito, Impulso, donde reseñaba las actividades del movimiento estudiantil y profesional. Además escribía para la revista Señal, clerical y moralista. Me mandaban a entrevistar a reputados católicos para preguntarles su opinión sobre distintos temas. Así conocí a José Vasconcelos. Lo iba a ver a la Biblioteca México y siempre contestaba mis tontas preguntas, como qué piensa usted de la paz, escribiendo su respuesta en papelitos para evitar que le torciera sus declaraciones.
Tiempo después, le hice una entrevista exhaustiva que publiqué en el periódico Reforma Universitaria, donde me contó de su extraña conversión al catolicismo. Cuando él dirigía la revista Timón, había sido pro nazi y, arrepentido de algunos pasajes inmorales de su vida, expurgaba sus escritos desde el Ulises criollo, con el fin de publicar sus Obras completas en la conservadora Editorial Jus, de Salvador Abascal y la familia Gómez Morín.
En aquella época comencé también a colaborar en Excélsior. Tenía dos columnas: “Quién es quién en el cine”, que resolvía haciéndoles una o dos preguntas telefónicas a actores como Pedro Infante o Silvia Pinal, y “La linterna mágica”, donde hacía crítica de cine. Yo no sabía nada del género, pero gracias a esas entraditas, a las que se sumaba dar clases y hacer levantamientos topográficos, podía yo mantenerme dignamente.
¿Ingeniero o escritor?
S.Ch.: En 1956, antes de iniciar el noviazgo con Estela, te vas a España queriendo romper con tu historia en la ingeniería, buscando aire para tu vida. ¿Cómo se da ese viaje?
Cuando estaba en tercer año de ingeniería, me dije, si paso la materia de estabilidad del maestro Salazar Polanco, que era la más difícil, me meto de manera paralela a estudiar periodismo en la Carlos Septién García, una escuela de la Acción Católica. No quería dejar la ingeniería, pero quería aprender a escribir, me daba cuenta de lo incapaz que era para ligar las ideas.
Como sí pasé, en 1954 comencé a estudiar periodismo en las tardes. El nivel era deplorable, y más que aprender a escribir, conocí el mundo periodístico. Por buen alumno, mis maestros me becaron para cursar un diplomado en el Instituto de Cultura Hispánica de Madrid. Mi papá se opuso rotundamente.
El diplomado resultó un curso intensivo de adoctrinamiento franquista. Mi suerte fue conocer a Gonzalo Torrente Ballester, un notable escritor, clave en mi vida. No me perdía sus clases.
S.Ch.: Me sorprende escuchar que “no sabías ligar las ideas”, porque sé que desde niño mandaste poemas a la XEQ y pasaron al aire. Tenías vocación…
¿Cuál vocación? ¿Cómo sabes lo de la XEQ? Nadie se enteró y fue patético. El locutor me alabó en público, me invitó a la estación, y ya en privado me dijo que todo estaba mal escrito. Además no era tan niño, fue en 1951, durante mi primer año de ingeniería. A raíz del encuentro con ese locutor dejé de escribir poemas. Quizá no era tan malo, pero me cortó las alas.
S.Ch.: Y te seguiste con el cuento. En 1958 encontraste la convocatoria de un concurso cuyo jurado estaba compuesto por Arreola, Rulfo, Dueñas y González Casanova, y sin aliento escribiste “La polvareda” y “¿Qué me van a hacer papá?”, con los que ganaste el primer y segundo lugar.
Pensé que ese triunfo sería mi oportunidad de conocer a mi admirado Rulfo. Soñé que me daría el añorado empujón. Ya frente a él, me dijo: “Mire, de los 5 jurados, 4 votaron en favor suyo y uno en contra. Yo voté en contra”.
Mejor fui a ver a Arreola, quien además de jugar ajedrez conmigo me invitó a un taller que impartía en el Centro Mexicano de Escritores. Ahí leí en voz alta algunos cuentos de mi primer libro La polvareda y otros cuentos, y recuerdo que Arreola preguntó sarcástico: “¿A qué les suena?” Era claro, a Rulfo, y me puso como dado. Una cosa era la influencia y otra el pastiche. ¡No tenía yo la menor vocación para ser cuentista!
S.Ch.: Y a pesar de que querías ser escritor, terminaste ingeniería. Quizá fue Estela la fortaleza que necesitabas para crecer y desprenderte de las expectativas de tu familia…
A pesar de que ambos éramos mochos, ella era de un temperamento mucho más liberal y abierto que yo. Mi papá le pedía que me convenciera de continuar de ingeniero, pero ella hacía todo lo contrario. Me decía: “Si lo que quieres es ser escritor, pues órale, no te detengas”.
Trabajaba entonces en una compañía de instalaciones sanitarias y lo detestaba porque todo me salía mal. Estela le llamó a Carmenchu, una amiga que trabajaba en la Agencia Palmex, donde hacían las radionovelas para Palmolive, y así me decidí: jamás volvería al suplicio de la construcción. No quería volver a saber de albañiles, tuberías o destapar caños.
Es más, la novela Los albañiles que escribiría tiempo después no fue una exaltación del mundo de la construcción, como se decía, sino una venganza por lo mucho que me hicieron sufrir. Cuando la llevé al teatro, un hombre que dijo ser maestro de obras gritó a bocajarro que mi obra era “un insulto a la dignidad de los trabajadores de la mezcla y la cuchara”. Insistía que no todos eran borrachos ni asesinos. Tenía razón, pero yo sufrí la gota gorda con ellos.
Escritor de tiempo completo
S.Ch.: ¿Te parecía desdeñable escribir radionovelas?
¡Para nada! Me sentía el hombre más dichoso del mundo porque podía vivir de ello. Ningún género es desdeñable. Además, me liberé así del mundo católico. Escribí: “Entre mi amor y tú”, “La sangre baja del río”, “Bodas de plata”. Eran malas y cursis, pero aprendí el género del culebrón.
Con Inés Arredondo, Miguel Sabido y Guadalupe Dueñas comencé también a escribir telenovelas para Ernesto Alonso y, por la interpretación subjetiva que acompaña a la historia, tuvimos más de un conflicto serio con el gobierno. Dueñas, con un tinte conservador, glorificó a Maximiliano, y retrató a Juárez como verdugo. Díaz Ordaz montó en cólera, exigió una reivindicación. Yo, para entonces, ya había renunciado. Alonso me puso a esperar un libro de Revueltas sobre Zapata para hacer una adaptación y como Revueltas se tardó interminablemente, me harté de esperar.
S.Ch.: ¿Seguías en el taller de Arreola?
Sí, pero también en el de Arturo Souto y Ramón Xirau, maestros asimismo del Centro Mexicano de Escritores. Con ellos comencé a explorar la novela. En 1961, escribí La voz adolorida.
Sergio Galindo de la Editorial Veracruzana, se entusiasmó con esta novela y para mí esa fue la posibilidad de liberarme por completo del mundo clerical; mi editorial ya no sería Jus. Ramón Xirau escribió una crítica en la revista La palabra y el hombre, y con ello logré que me dieran la beca del Centro Mexicano de Escritores, con la que escribí Los albañiles.
S.Ch.: Y en 1963, por este último libro, recibes el prestigiado premio Biblioteca Breve Seix Barral, un año después que Vargas Llosa y uno antes que Cabrera Infante. Una entrada triunfal al mundo de las letras.
Fue muy emocionante porque, por recomendación de Emmanuel Carballo, el FCE había decidido no publicarla por considerarla una mala novela. Ese desaire me había sacudido brutalmente. Joaquín Mortiz no sólo la publicó gustoso, sino que la inscribió en el concurso. Tras el premio, ¡hasta Carmen Balcells, antes de ser la monumental agente literaria, aceptó representarme! En 1965, sólo Gabriel García Márquez, que aún no escribía Cien años de soledad, y yo, éramos en México los únicos novelistas representados por ella. Balcells construyó en torno a mí castillos en el aire, pero yo siempre tuve pies de plomo.
A diferencia del entusiasmo internacional, en el medio cultural mexicano, regido entonces por Fernando Benítez, seguí siendo un don nadie. Muy pocos críticos se interesaron por Los albañiles, y las contadas notas tuvieron un tinte devaluatorio o indiferente. Elena Poniatowska me hizo una larguísima entrevista que duró dos días y que nunca publicó. Cuando alguna vez le pregunté por qué, con franqueza respondió: “Fernando Benítez no quiso”.
S.Ch.: La voz adolorida, fue el primer eslabón de tu trayectoria y, sin embargo, has dicho que te arrepientes de ella, que es “una obra muy mala”.
Soy duro conmigo mismo, pero ese libro es pésimo. Cuando en la década de los setenta, un editor extranjero me buscó para decirme que quería publicarla, la rescribí casi toda, luché arduamente con la sintaxis, y le cambié el nombre a A fuerza de palabras. Casi siempre hago y rehago los textos.
En Excélsior envidiaba a Granados Chapa que sin importar que fuera hora de cierre, se atornillaba frente a la máquina y se aventaba cuatro editoriales apenas con dos o tres tachaduras, a diferencia de Monsiváis, que era como yo, lento hasta la enfermedad. Caminaba con las cuartillas pegadas a los lentes, rascándose los resortes de la cabeza, tachando hasta quedarse sin texto. Sufría para expresarme, para tener un estilo, para darle cadencia a las frases.
Ligas mayores del periodismo
S.Ch.: Al renunciar a Televicentro, en 1965, comienzas a trabajar como colaborador de la revista Claudia, que luego dirigirías…
Gustavo Sainz, a quien conocía por el Centro Mexicano de Escritores, me contó que él y José Agustín acababan de incorporarse a la redacción de una nueva revista femenina. De inicio no me latió, pero pronto supe que no sería como Kena o Vanidades, cargadas de frivolidades, sino como Marie Claire con reportajes de fondo.
Jorge De´Angeli, el fundador de la revista, me puso a prueba. Escribí: “¿Cómo se hacen las telenovelas?”, en donde conté que algunas actrices, para evitar las tomas alejadas, se presentan en el set con atuendos elegantísimos, pero en chanclas. Era un reportaje malón, pero le gustó y me dio puesto de reportero.
Escribí sobre la Zona Rosa, sobre María Félix que me habló de su colección de porcelanas, de su cabecera de plata pintada por Diego Rivera, sobre el cantante Rafael y el legendario Cantinflas, que le daba trato de principito a su hijo. Me achicaba ante los personajes, pero a la hora de escribir los textos me salvaba porque lograba atrapar al lector.
S.Ch.: ¿Te fue mal con algún personaje?
Con Dolores del Río. A los dueños de Claudia se les ocurrió en 1965 hacer una sección llamada: “Usted pregunta, Dolores del Río responde”. Ella aceptó a cambio de una buena lana. Yo era el encargado de las respuestas. El problema era que, pese a su prestigio de diva, no recibíamos ni una sola carta y había que inventar preguntas y respuestas.
Cada mes, en jueves por la tarde, iba a su mansión a leerle penas amorosas, soluciones para las arrugas de la piel o la gordura, o recetas de cocina. Me dejaba horas esperándola en su estudio atiborrado de piezas arqueológicas que conseguía por intermediación de Carlos Pellicer, y no me ofrecía ni un vaso de agua. ¡Una vieja insoportable!
Para cuando aparecía, acompañada de sus perritas french poodle, se quejaba malhumorada de que las preguntas las escribiera yo y ella no recibiera ninguna alabanza o carta de admiración. ¡Para colmo, por no hacer nada, le pagaban el triple que a mí!
S.Ch.: Háblame de José Agustín y de Gustavo Sainz, colaboradores de Claudia y miembros de “La onda”, una generación literaria que nacía entonces…
Eran chamacos de veintitantos años que escandalizaban, no los soportaba ya nadie en la revista por relajientos e incumplidos. Gustavo Sainz aprovechó el tiempo libre en Claudia para escribir Gazapo y José Agustín para escribir Dos horas de sol y De perfil. Ellos fueron a la novela mexicana de los sesentas, lo que Jorge Ibargüengoitia y Héctor Mendoza fueron una década antes al teatro mexicano. Sus textos me gustaron tanto que influí para que Joaquín Diez Canedo los publicara.
Para fines de 1971, después de seis años en Claudia y ya casi dispuesto a dejar el periodismo para no aplazar más mi trabajo literario, recibí una llamada de Miguel Ángel Granados Chapa, a nombre de Julio Scherer. Me ofrecía la dirección de la moribunda Revista de revistas de Excélsior.
S.Ch.: Y te ganó la seducción de Julio Scherer….
El sueldo era inclusive menor que los 12 mil pesos que me pagaban en Claudia, pero acepté. Me encargaba de dirigir la revista y de escribir un artículo semanal para las páginas editoriales de Excélsior. No había línea, me dejaban hacer y decidir. Tenía yo dos reporteros de lujo: Ignacio Solares, a quien había conocido en Claudia, y Francisco Ortiz Pinchetti. Para el 2 de junio de 1972 comenzó a circular la nueva Revista de revistas con una entrevista a Erich Fromm. Solares lo visitó en su casa en Cuernavaca, y cuando Julio Scherer vio su trabajo, se fascinó tanto que dijo que merecía estar en el periódico, no en Revista de revistas.
Muy pronto éramos un complemento del periódico, aunque, si hablo con sinceridad, la revista no era muy brillante. ¡Entrevistábamos al Santo y lo sacábamos a doble página como si se tratara de un gran personaje! No recuerdo que hayamos hecho grandes cosas, pero comencé a relacionarme con gente creativa de primera: el cartonista Magú, recomendado por José de la Colina, Jorge Ibargüengoitia, Eduardo Lizalde y Luis González de Alba.
S.Ch.: Aunque seas tan lacerante en la autocrítica, hay reportajes tuyos de entonces que son magistrales. Me encanta aquel en el que con una atrevida mirada crítica, cuestionas en 1973 a la Cuba de Castro, a la Cuba “despellejada”. A contracorriente, aludiste a una sociedad presuntuosa y mitificadora, cuestionaste el fervor militar, el ciego odio antiyanqui, el deterioro y el castrante régimen.
Asistí a los actos conmemorativos del XX Aniversario del Asalto al Cuartel de Moncada y, después de dos semanas, percibí el poco sentido autocrítico. La veneración excesiva a Castro, un manipulador dogmático, me recordaba la veneración ciega de muchos feligreses ante jerarcas endiosados por la Iglesia Católica. Escribí que no bastaba el caudal de estímulos para hacer marchar a la nueva sociedad cubana, porque el aparato ideológico rallaba en la soberbia y el dogmatismo.
Más de una vez me escapé del agregado de prensa que hasta al baño me acompañaba. La ciudad, efectivamente despellejada, era como un traje guango enorme, barroco y superfluo; uno de esos trajes confeccionados para un burgués vanidoso que al marcharse acabó regalándole su suntuosa prenda a un obrero incapaz de portarla.
Después de cuatro años de dirigir Revista de revistas me cansé del periodismo, quería dedicarme a escribir una buena novela sobre el ambiente periodístico: la cotidianeidad de la redacción, las relaciones con el poder, las broncas entre los reporteros. Le pedí una cita a Julio Scherer. Esa mañana iría a visitar a un enfermo y me citó en la cafetería del Sanatorio Español, el lugar más impropio para decirle adiós al jefe. Le insistí que desde Claudia ya quería dejar el periodismo. Me propuso que me alejara sólo unos meses, no concebía que alguien quisiera “dejar el periodismo”.
S.Ch.: Y mira las paradojas de la vida, escasos meses después, a mediados de 1976, la realidad te regalaría la trama de tu añorada novela inspirada en el ambiente periodístico: el golpe de Echeverría a Excélsior, un crimen perfecto.
La asombrosa realidad siempre supera a la ficción. Estaba negociando con Julio, cuando se vino el golpe y ya no hubo manera de irme. Quedarme a fundar Proceso fue un compromiso moral. Sin embargo, como a los 5 años de trabajo incesante, Julio y yo hicimos un pacto: “Cuando cumpla la revista 10 años, nos vamos”. Él duplicó el plazo a 20 y agregó: “pero nos vamos juntos”. La mancuerna de trabajo, amistad y lealtad se volvió muy especial, muy especial.
Los entretelones de Proceso
S.Ch.: Dices en Los periodistas que son las circunstancias las que permiten que el hombre se convierta en héroe. Cuando Gustavo Alatriste te quiso comprar el guión de Los periodistas para cine, te dijo que era imperdonable que al final huyeran del periódico. Su versión, que tendría a Héctor Suárez en el papel de Julio Scherer, terminaría con un taxista recorriendo las calles que, al verlos salir de Excélsior sin gloria, les gritaría: “Pendejos, sacatones”. ¿Hubo oportunidad de quedarse?
Quedarnos, quizá no, pero sí de entrarle a la bronca. Nosotros jamás imaginamos perder aquella última reunión del Consejo de Administración de Excélsior, porque el periódico funcionaba muy bien con Julio y sentíamos que a nivel directivo conformábamos un equipo inmejorable. Superamos el boicot de anunciantes, los funcionarios decían que no podían prescindir de “la saludable irritación” que les provocaba cada mañana la lectura de nuestras páginas, y era creciente el número de lectores. No quisimos ver, sin embargo, que las innumerables deficiencias de la estructura de la cooperativa y los vicios acarreados durante años, abrían grandes resquebrajaduras por donde podían infiltrarse intereses que dañarían lo más valioso del periódico: nuestra línea independiente y liberal.
La asamblea, como sabes, resultó ser balín. Llegó una enorme cantidad de ensombrerados, gentes de Regino Díaz Redondo que desde que iban subiendo por las escaleras amenazaban con soltar trancazos y balas. Con sus rechiflas no dejaron hablar a nuestros oradores: Miguel Ángel Granados Chapa y Samuel del Villar. Aprovechando el acceso hacia los puestos del consejo de administración, Echeverría impulsó con el anzuelo de la ambición a una pandilla de truhanes que darían un golpe político, disfrazado de guerra civil. Compró voluntades para derrocarnos, para hacer creer que todo era un problema entre las bases trabajadoras y sus dirigentes.
Fausto Zapata, Subsecretario de la Presidencia, y Francisco Javier Alejo, Secretario de Patrimonio Nacional, nos llegaron a decir que Regino veía constantemente a Echeverría. ¿Quién iba a pensar que pudieran ser tan maquiavélicos, tan brutales? Echeverría se sentía el dueño del país, insistía que “no era honrado que mordiéramos la mano de quien nos daba de comer”, pero jamás imaginamos los alcances de su ambición de poder, ni el servilismo traicionero de Regino.
Adolfo Aguilar Quevedo luego nos confirmaría que los trabajadores de la Confederación Nacional Campesina fueron los verdaderos invasores de los terrenos de la cooperativa en Taxqueña. ¡Nos ganó la ingenuidad!
S.Ch.: Con respecto al golpe, hay diferencias fundamentales entre las dos versiones públicas, la tuya y la que expone Aguilar Camín en La guerra de Galio, diferencias por ejemplo con respecto a la invasión de los terrenos de Taxqueña.
No sólo eso, siento que Aguilar Camín se burla un poco de Julio. Consideró que la invasión de los terrenos de Taxqueña era banal, un suceso nimio e incapaz de justificar una bronca con el poder de ese calibre y, por eso, buscó un motivo más brutal: un problema con terrenos madereros.
Cuando el libro de Aguilar Camín se publicó, Julio me pidió que se lo contara porque no pensaba leerlo. En realidad su historia no era calumniosa, simplemente guardaba una cierta ironía con respecto a Julio. A Julio esto no le importó, al contrario, invitó a Aguilar Camín a colaborar en Proceso.
Sabes, a mí de Los periodistas no me acaba de gustar su aparato formal; no lo necesitaba, la historia ya era de por sí interesante y debería haberla contado más como un reportaje. Lo publiqué en 1978, con la herida aún fresca.
S.Ch.: El golpe fue en julio y sorprende que el ímpetu y la indignación los movilizaron para iniciar Proceso en noviembre…
A mí me aterraba que Julio se empecinara en sacar el primer número antes de que Echeverría dejara la presidencia. El reto era escupirle en el rostro que no salió ganando, que no nos derrotó. Y lo logramos. Salimos un mes antes de que dejara el poder.
Nunca he conocido a nadie tan reportero como Julio. Todo el tiempo está platicando y reporteando. Tiene además una facilidad impresionante para tratar con los poderosos sin doblarse. Con Jesús Reyes Heroles, Secretario de Gobernación con López Portillo, los encuentros se convertían en verdaderos duelos de inteligencia.Julio lo criticaba, lo impugnaba, lo cuestionaba y Reyes Heroles respondía de igual forma. Respetaba a Julio por su tesonera necedad.
S.Ch.: ¿Nunca lo viste doblarse?
Quizá una única vez. Hay una historia con las sobrinas de Manuel Bartlett, entonces Secretario de Gobernación. En Los ex presidentes Julio lo cuenta, pero no lo cuenta bien. La hermana de Bartlett, viajó con su marido y sus hijos a Venezuela y se incorporó a una comunidad religiosa manejada por un gurumai. Después de un tiempo, el marido se regresó y la mujer comenzó a cuestionarse. Espantada de pertenecer a esa secta, se empecinó en sacar de ahí a sus hijos, ya renuentes a volver. Ella le pidió ayuda a su hermano y, como hombre de poder, movilizó sus influencias, y mandó a un comando de guaruras a rescatar a sus sobrinos a Venezuela.
Los dos hijos mayores se resistieron al embate, y sólo lograron expatriar a los dos menores: una chica y un jovencito. Enrabietada, ella amenazó a su madre de ir a Proceso a contar cómo su tío hizo uso de la fuerza pública para sacarla de Venezuela. La encerraron en su casa, pero se escapó por la ventana. En Proceso le contó todo a Enrique Maza. No era un asunto escandaloso, aunque sí había abuso de autoridad e intervención del gobierno mexicano en los asuntos de Venezuela. Decidimos dedicarle dos páginas de la revista para contar la historia de la chica, no más.
En la noche del cierre, llegó a Proceso José Antonio Zorrilla, Director de la Federal de Seguridad. Amenazó a Julio, le dijo que por órdenes de Bartlett tenía que declinar la publicación del reportaje. Julio se empecinó. Eran ya como las 11 de la noche y Zorrilla estaba desesperado. Carlos Marín, en broma, le dijo: “Julio no toma ninguna decisión sin que Vicente la apruebe”.
No tardó en decirlo, cuando Zorrilla ya estaba encerrado conmigo frente a una mesa oval. Sorbiendo una coca cola espetó intimidatorio: “Ustedes son muy rectos, ¿no?” “Sí”, respondí sin que siquiera me escuchara. Continuó iracundo: “Este es un asunto secundario, pero Julio es de una necedad increíble”. De nada servían mis aclaraciones. Insistí envalentonado: “Si mi jefe dice que se publica, se publica, porque mi obligación no es con usted, sino con Julio Scherer”.
Desesperado comenzó a deslizar su vaso con coca cola por el perímetro de la mesa. Al llegar a la cabecera dijo: “Ustedes se creen muy rectos, ¿no? Pero fíjese bien la realidad se curva”. Soltó su vaso y pisando las filosas astillas desparramadas por toda la sala de juntas, amenazó: “Usted tiene cuatro hijas…”
Ya no pude seguirlo escuchando. Julio estaba acostumbrado a esa forma de conminar, yo no. Fui con Julio y le dije que yo por esa chica y por su gurumai no me jugaría mi paz familiar. Era intrascendente. Julio me agarró del brazo, fue con Zorrilla y le dijo: “Ya lo dijo Vicente: no la publicamos”.
S.Ch.: Seguramente no fue la única vez…
Había incidentes a cada rato. En otra ocasión, cuando se estaba en tratos para el TLC, nos enteramos de que Córdoba Montoya iba a hablar con un norteamericano en un restaurante de Washington. Carlos Puig, nuestro corresponsal, apartó una mesa junto a ellos, y grabó toda la conversación.
Resultó escandalosísimo que los hayamos grabado, aunque todo el tiempo había filtraciones de ida y vuelta. Carlos logró hacer una nota exhaustiva de los acuerdos fundamentales a los que estaban llegando. La noche del cierre llegó a Proceso Fernando Gutiérrez Barrios, desplegando todo su aparatote de la Federal de Seguridad.
Antes de que siquiera reclamara, Julio le enseñó la portada y sin darle espacio para responder, Julio le dijo: “Dígale al presidente que haga su trabajo, que yo seguiré haciendo el mío”. Sólo respondió: “En eso sí tiene razón”. Se dio la media vuelta, seguido por su séquito, y esa vez no pasó nada.
S.Ch.: Alguna vez balearon los cristales de tu casa…
Fue semanas después del golpe a Excélsior, cuando aquí en mi casa teníamos las reuniones para crear Proceso. Todo el tiempo que estuve en la revista sucedían cosas. De pronto descolgaba el teléfono y me decían majaderías o ya más directo: “Te vas a morir, cabrón”. Una vez le conté a Julio y muy quitado de la pena respondió: “A mí me llaman a cada rato, no hagas caso, no pasa nada”. Julio era muy audaz porque aquellos tiempos de cerrazón distaban de ser como los de ahora, en los que nadamos en una libertad desmedida.
Sé que después de la masacre estudiantil en 1968, Julio se enfrentó con Díaz Ordaz, iracundo porque Excélsior desobedecía los criterios oficiales. Julio y algunos colaboradores recibieron amenazas, estalló una bomba en las oficinas de Reforma 18 y luego, Díaz Ordaz increpó a Julio en Los Pinos por los puntos de vista que el periódico publicaba. Para responderle, Julio agarró una caja de cerillos que estaba sobre el escritorio presidencial, la paró de canto y le dijo que la perspectiva para ambos era diferente, igual que la manera en la que cada uno veía el problema de los estudiantes. Díaz Ordaz le espetó a Julio: “¡Hasta cuando dejará usted de traicionar a este país!”
Cada sexenio tuvo su color. Con López Portillo, rodeado de un séquito de lambiscones, las amenazas se agravaron aún más. Insistía que él no pagaba para que le peguen.
S.Ch.: ¿Cómo les fue con Salinas?
Ha sido el único presidente con el que yo mantuve una relación.Al principio de su gestión, después de una reunión de intelectuales, me subió a su coche. Dijo: “Dígale a Julio que ya le pare”. Buscaba hacerme sentir cómodo.
“¿Qué hacemos para trascender a Julio Scherer?”, llegó a insinuarme tiempo después. Respondí sin cortapisas: “No hay forma licenciado, le recomiendo que lo que tenga que decirle a Julio, se lo diga directamente”. Insistía que con él no se podía hablar. Nunca se dio por vencido, siguió llamando a menudo para que yo lo fuera a ver, para quejarse de Julio.
S.Ch.: ¿Cuál es el límite de la relación entre un periodista y el poder? Te lo pregunto porque Julio parecía gozar de independencia a pesar de que recibía valiosos cuadros como regalos, y en Los periodistas relatas que Luis H. Ducoing, gobernador de Guanajuato, le cedió su finca para pasar las vacaciones decembrinas con su familia, atendidos por un “ejército de sirvientes”. Las atenciones incluyeron que todas las colchas tuvieran bordada la inscripción: Julio Scherer.
Esas atenciones no alcanzaban el rango de embute. Eran secundarias frente a los ofrecimientos que se estilaban entonces. En el instante en el que un periodista recibe un verdadero embute, vende su libertad crítica, pero la relación de Julio con los políticos, nunca fue un embute, nunca nadie logró silenciarlo.
Froylán López Narváez una vez me contó que estaba con Julio cuando el mensajero de un político le entregó un sobre. Cuando se dio cuenta que contenía un cheque con muchos ceros, salió furioso en mangas de camisa, alcanzó al mensajero a media cuadra de Reforma, y le dijo: “Dígale a su patrón que muchas gracias, que el director de Excélsior no recibe cheques”.
Cientos de veces diferentes secretarios de estado lo invitaban a cenar, y entre copas de vino y apapachos, le pedían, le imploraban que detuviera las críticas que les llovían de los editorialistas. Siempre les decía lo mismo, que él no fijaba tema ni orientación a sus colaboradores. La indicación a los editorialistas era siempre la misma: “Ustedes escriban libremente, yo paro los golpes”.
Me acuerdo de las muchas veces que cenaba hasta altas horas con Hank González y en el siguiente número de Proceso, le rompíamos su madre. De pronto Julio era brutal, siempre dispuesto a volver a cenar con los funcionarios para intentar tranquilizarlos y convencerlos que, sin una prensa crítica y verdaderamente libre, el país no tendría sentido. La ética de Julio estaba comprometida con su profesión, antes que con la moral o el servilismo.
S.Ch.: Has dicho que Julio te enlistaba entre los intachables, ¿te llegaron a ofrecer dinero por motivos periodísticos?
Nunca. Nacimos como un medio contestatario del poder y hacíamos público lo que no se conocía. Televisa, con Zabludovsky a cuadro, manejaba la información al antojo del poder. Nuestro aliento era hacer un periodismo agresivo, independiente; y en la cúpula sabían que si nos ofrecían chayote, los denunciaríamos.
Ahora todo ha cambiado y quizá los excesos de hoy sean peores que los de ayer. La información ya es pública y muchos medios erróneamente aspiran a tener poder político, en lugar de cumplir con su función informativa. Hoy la información brota hasta por las alcantarillas, pero a la hora de informar no se informa y cabalgamos entre los insultos ofensivos y el insulso periodismo de banqueta. Me escandalizan los conductores de televisión que en lugar de informar, son jueces, o los caricaturistas que denigran a los políticos pintándolos con cara de cerdo o de burro. Eso, para mí, es un mal periodismo, un periodismo vulgar y facilón.
“Me escandalizan los conductores de televisión que en lugar de informar, son jueces, o los caricaturistas que denigran a los políticos pintándolos con cara de cerdo o de burro.”
S.Ch.: A Proceso se le ha acusado de eso: de erigirse como juez, de ser amarillista, de estar ideologizado…
Esa era una de mis mayores disputas con los reporteros, luchar porque se apegaran a la verdad y no tomaran partido. Siento que nunca confundimos los dos terrenos: información y subjetividad. Si tuvimos desbarres, no fue por voluntad.
Sabes, muy pronto en mi carrera, viví un incidente dramático que me enseñó la responsabilidad del informador. Cuando entré a Excélsior, para poder completar mi sueldo, como te dije, escribía también editoriales. En aquel momento, Granados Chapa y Miguel López Azuara, echaban pestes en sus escritos contra Roberto Guajardo Suárez, presidente de la Coparmex. Como tenía que entregar mi artículo y no tenía de qué escribir, decidí yo también ponérmelo como lazo de cochino, sin siquiera conocerlo.
Al siguiente día llegó una carta suya a Excélsior, reclamando mis juicios. Me mató la culpa porque yo sólo me había basado en chismes. Decidí escribir mi siguiente entrega pidiéndole perdón, exhibiéndome públicamente. Granados Chapa me criticó, dijo que no era necesario. Me empeñé en publicarlo. Guajardo Suárez quedó conmovido. Aprendí que es muy fácil echar mierda, y esa lección me marcó para toda la vida.
S.Ch.: ¿Consideras que Proceso protagonizó el proceso democrático de México?
La democracia no se deriva de la acción de un medio. Fue un fenómeno más complejo, pero sin duda Proceso coadyuvó a destapar el autoritarismo, la corrupción, el narcotráfico, el cacicazgo, los reporteros asesinados, el enriquecimiento de los gobernantes. Trataron de silenciarnos, pero nadie nos mató y pudimos seguir. ¡En tiempos de la irrupción zapatista y la crisis de Salinas llegamos a vender hasta 300 mil ejemplares!
“No hay peor política que la negra”
S.Ch.: El tema de la iglesia inunda tu obra. Desde Pueblo rechazado (1968), donde aludes a una jerarquía eclesiástica “cobarde, tímida y perezosa” o Redil de Ovejas (1973), hasta el guión de El crimen del Padre Amaro (2002), parece haber una suerte de rebelión contra el mundo que viviste, una necesidad de exhibir los manejos elitistas de la jerarquía eclesiástica…
Pueblo rechazado y Redil de ovejas fueron justamente eso, mi testimonio sobre el mundo contra el que yo había luchado, el mundo mocho que me había regido. Me enoja que la Iglesia eclesiástica haya sepultado al mundo religioso. Para mí fue clave el Concilio Vaticano II y la apertura que generaron el pensamiento marxista y la teología de la liberación.
S.Ch.: En la introducción de Pueblo rechazado cuentas que en 1962, cuando escribías tu novela Los albañiles, Miguel Manzur y Ramón Zorrilla te sugirieron que, para terminar de escribirla, te hospedaras en el cuestionado monasterio Santa María de la Resurrección del sacerdote Gregorio Lemercier, en Cuernavaca, quien combinaba misa con psicoanálisis….
La hospitalidad benedictina permitía a cualquier varón hospedarse en una pequeña celda individual, sin más obligación que la de compartir los alimentos con los monjes. Yo en realidad sólo viví la experiencia monacal porque nunca me tocó ver, por supuesto, las sesiones terapéuticas de grupo. Aquella primera vez, apenas conocí a Lemercier, platiqué con él no más de 20 minutos.
Pude regresar a entrevistarlo en 1967, cuando finalmente fue juzgado y condenado por el Tribunal del Santo Oficio, y tomó la decisión de renunciar al ejercicio del sacerdocio jerárquico católico para crear una comunidad nueva “Emaús”, vocablo que también significa “pueblo rechazado”.
Más que las prácticas psicoanalíticas de Lemercier y su afán de sumergirse en la conciencia individual, me pegó la necesidad de hablar de la renovación de la iglesia, la reforma ecuménica y el inminente quiebre institucional. Por eso escribí Pueblo rechazado.
S.Ch.: En este mismo tenor, siguió El juicio en 1971, donde aludes a ese mesianismo que viviste en la Acción Católica y por el que tanto admiraste a León Toral.
Cuando mi padre murió, descubrí en su biblioteca dos libros maravillosos en donde se reproducía la transcripción taquigráfica textual del juicio popular que le hicieron a Toral y a la Madre Conchita, tras el asesinato, en la delegación San Ángel. Ahí estaba el fanatismo religioso de los acusados y el fanatismo político de los acusadores. Era casi una obra de teatro en bruto y fue fácil escribir El juicio.
El gobierno ya había censurado El atentado de Jorge Ibargüengoitia sobre el mismo tema, y a Juan José Gurrola le habían impedido montar esa obra, que aún se mantenía enlatada. Sabía yo que El juicio también viviría su calvario.
Fue la primera y única vez que a mí me ofrecieron dinero por mi silencio. Por la presión de los obregonistas, el regente Octavio Sentíes me ofreció, a través de Amado Treviño, su jefe de relaciones públicas, 150 mil pesos para mí y 125 mil para Retes y los actores, con el fin de cooptarnos. Por toda la temporada yo pensaba sacar 30 mil pesos de honorarios. Creyeron que por una buena lana me doblegaría; cuando me negué, duplicaron la oferta imaginando que no me habían llegado al precio.
La obra se estrenó en el Teatro Orientación en octubre de 1971. Para el estreno invitamos a la Madre Conchita, excarcelada desde 1940, pero no asistió. Luego me reuní con ella y con Carlos Castro Balda, radical activista con quien se casó en las Islas Marías, y como lo hizo hasta el último día, negó haber estado involucrada en el crimen. Se fue a la tumba con sus secretos.
S.Ch.: También conociste a Sergio Méndez Arceo, el controvertido obispo de Cuernavaca que se acercó al comunismo, criticó de frente a Díaz Ordaz por generar “la violencia de los oprimidos o impotentes”, participó en la elaboración del Concilio Vaticano II, y a quien luego marginaría Juan Pablo II. A él le dedicas tu guión de El padre Amaro. ¿Cuál fue tu relación con él?
Lo conocí en 1967 cuando lo busqué para que intercediera con Lemercier, quien había rechazado mi libreto de Pueblo rechazado. Don Sergio lo convenció que no pusiera trabas. Con el tiempo le confesé que quería escribir su biografía y, poco a poco, Estela acabó por convencerlo. Durante 1973, obsesionado por lograrlo, constantemente le caíamos al Arzobispado de Cuernavaca.
S.Ch.: En Revista de revistas, publicaste en julio de 1973 un reportaje sobre este “rebelde” a quien la iglesia tildaba de “obispo comunistoide” y “camarada Sergio”. Tu trabajo concluye con una frase que debió haber sido el inicio de un sinfín de preguntas más. Te dijo que Chile y Cuba lo transformaron y, sin embargo, tú no preguntaste más ni del Encuentro Latinoamericano de Cristianos por el Socialismo que se realizó en Santiago, durante la gestión de Allende, en abril de 1972; ni de sus entrevistas con Fidel. Parece que te quedaste a mitad de camino.
En la entrevista que tú mencionas, sólo quiso hablar de su infancia y juventud, y concluir con su decisión de ser cura. Partí de la hipótesis que él había sido como todos los obispos, muy conservador, y que algo lo había transformado. Se evadió, insistió que siempre fue de avanzada. Mi intención era proseguir los encuentros, continuar la entrevista, pero él lo pospuso incansablemente. Efectivamente, terminé donde debía empezar. Sin embargo, seguí trabajando en aquella biografía que finalmente quedó abortada.
Para 1980, una mujer me llamó para decirme que estaba haciendo la biografía de Méndez Arceo y que él le pidió que hablara conmigo. Me enfurecí con Don Sergio, sentí que había sido un traidor. Durante años, Luis Suárez, periodista de Siempre! que lo entrevistó mil veces, y yo, nos disputamos quién haría la biografía, y resultó que a ambos, sus amigos, nos cambió por una advenediza. Después de mis reclamos, le llamó a Estela pidiéndole que lo disculpáramos, arguyó que aquella biografía no tendría importancia. En realidad, nunca quiso comprometerse a dejar un legado de su vida, y efectivamente aquel librito resultó de quinta. Luego él desapareció.
En 1983, el alto clero lo aplastó. A los 75 años le pidió su renuncia, desmontó su estructura pastoral comprometida con la liberación y lo dejó desempleado, nadando entre calumnias. Para tal efecto, el Vaticano envió a México al Cardenal Girolamo Prigione, quien a su vez usó a Luis Reynoso y a Monseñor Juan Jesús Posadas, antiguo obispo de Tijuana, para perseguir de manera frontal al clero diocesano, desarticular los equipos sacerdotales y enviar curas al destierro. Como premio por su labor destructora, Prigione convirtió a Posadas, el mismo que luego sería trágicamente asesinado en 1993, primero en arzobispo de Guadalajara y, después, en cardenal.
S.Ch.: ¿Llegaste a coquetear con la guerrilla como muchos de los adeptos a la teología de la liberación?
Mi trayectoria ideológica fue más por el camino religioso que por el político. Yo hubiera preferido una política de no violencia, como la perseguida por Gandhi. Ni siquiera en la Carlos Septién, que era un semillero del PAN, me interesó la política o el poder, que hace que tantos hombrecitos pierdan el suelo.
Con los años, me decepcioné un poco de la teología de la liberación. Sentí que estaba demasiado imbuida de una visión marxista y, a los teólogos de la liberación que admiraba, comencé a verlos incompletos, radicales. A Méndez Arceo siempre lo admiré por su visión tan abierta de la Iglesia, su postura ecuménica y su apego a las corrientes de la teología de la liberación, pero acabé por guardar distancia cuando, en la década de los ochenta, se comprometió con la guerra en Nicaragua y El Salvador. Don Sergio acentuó el discurso de opresores y oprimidos; empañó la espiritualidad y la relación con Dios en su brújula religiosa. Pienso que se aferró a la pura liberación.
Sin embargo, considero que la Iglesia misma, con su conservadurismo y sus contradicciones, injustamente fue marginando la opción de los pobres y provocó esta absurda radicalización política. Juan Pablo II y nuestros obispos, la desacreditaron y condenaron hasta borrarla del pensamiento religioso. Ese conservadurismo ha sido uno de los momentos más dolorosos de nuestra historia eclesial porque acabó degollando, casi destruyendo a una Iglesia minoritaria que buscaba hacer realidad la opción de los más marginados. Lo que hicieron, por ejemplo, con don Sergio Méndez Arceo fue criminal. No dejo de lamentar y denunciar las tretas con las que el episcopado mexicano ha tratado de borrar toda su huella, del mismo modo que han intentado borrar las huellas del obispo Samuel Ruiz en Chiapas.
S.Ch.: Este mismo aliento reaparece como denuncia, con mucho mayor fuerza y claridad, más de dos décadas más tarde, en tu guión de la controvertida cinta de Carlos Carrera El crimen del Padre Amaro.
Cuando Alfredo Ripstein me propuso hacer el guión cinematográfico de la novela de José María Eça de Queiroz, me sorprendí al ver que ahí estaban todos los elementos que a mí me han obsesionado: nuestra pobre Iglesia desacreditada por un clero enfermo de soberbia y ceguera.
Jamás imaginé el revuelo y los exabruptos que la película generaría y que muestran el precario nivel de nuestra discusión ideológica. Quizá le faltó más sutileza a la dirección, sobre todo al final cuando se celebran las honras fúnebres de la chica. Mi guión terminaba en cualquier otro tiempo cuando vemos al Padre Amaro convertido en poderoso párroco, ya instalado en el juego eclesiástico político.
Durante varias semanas decidí no participar en el alboroto. A diario recibía invitaciones y ofertas de entrevistas para que les mentara la madre a los de Provida, pero no quise entrarle a ese juego barato. Sin embargo, Estela, harta de verme lastimado e irritado por ese retorno de la Iglesia a la penumbra preconciliar y por las tonterías y acusaciones exacerbadas que se difundían por doquier, me incitó a escribir unas líneas que acabé publicando en Proceso, a mediados de agosto de 2002.
En ellas lo dije claro. Soy católico y soy escritor; soy anticlerical, pero jamás anticatólico. Las secuencias pudieron resultar irreverentes, agresivas, pero ninguna tenía contenido herético. Lo que enojó a la jerarquía eclesiástica y a sus acólitos fue la visión anticlerical, la denuncia del crimen del mentado poder, que convierte a un sacerdote leal en párroco, a un párroco leal en obispo, a un obispo leal en cardenal…
“También los laicos somos Iglesia católica y tenemos el derecho y la obligación de señalar y denunciar, hasta despotricar, lo que ocurre en nuestra realidad religiosa”
También los laicos somos Iglesia católica y tenemos el derecho y la obligación de señalar y denunciar, hasta despotricar, lo que ocurre en nuestra realidad religiosa, incluyendo la sucia política eclesiástica, los sacerdotes incontinentes como Amaro, los pedófilos como Marcial Maciel, y las narcolimosnas documentadas por Leonardo Boff que patrocinan y corrompen al clero de América Latina.
El padre de Méndez Arceo le dijo a don Sergio cuando supo que iba a entrar al seminario: “Acuérdate siempre que no hay peor política que la negra”, y creo que tenía razón.
Una vida que se va…
S.Ch.: Vicente, en qué medida, tu abierto catolicismo fue una tara para ser aceptado por el círculo intelectual mexicano, tan imbuido entonces en el ateismo de izquierda…
Yo mostré ser anticlerical, pero ello no impidió que hubiera una cierta desconfianza por tildarme de mocho o por no considerarme de su estatura. Viví al margen, no encajaba: entre los ingenieros era escritor; entre los periodistas, novelista; y entre los escritores, ingeniero.
Para el grupo de Fernando Benítez, como te dije, yo no existía. Mis libros no tenían eco; o me ignoraban o indistintamente salían Emmanuel Carballo o Huberto Batis a pegarme. Hasta que no entré en Excélsior, no tuve ninguna vela en el entierro cultural. Hoy, sin embargo, me congratulo de no haber pertenecido a mafias o grupos porque no tuve que plegarme a la moda. Escogí el camino que me dio la gana, me obsesioné con los temas católicos y los abordé con toda la desfachatez que quise.
S.Ch.: Encuentro que eres un hombre introspectivo. ¿Pasaste por análisis?
Dos veces. Es imposible estar casado con una psicoanalista y no transitar ese camino que ayuda a limpiar culpas y telarañas. De joven vivía muy frustrado, creía que no tendría la capacidad para salir adelante. Es más, Estela, el periodismo y la literatura han sido mis fuerzas purificadoras. He logrado ser quien quería ser. Si cerniera mi vida en una coladera desecharía la mayoría, pero finalmente el saldo me deja satisfecho…
S.Ch.: ¿Con qué te quedas?
Con el novelista de Los albañiles y de La vida que se va. Con el dramaturgo de La noche de Hernán Cortés y Qué pronto se hace tarde. Con el guionista de Cadena perpetua y de El callejón de los milagros. Con el periodista de aquellos reportajes que escribí para Claudia y Revista de revistas. Y con el cuentista de Sentimiento de culpa, el libro que pronto publicaré.
Camus tiene una frase lapidaria: “Cuando se acaba el misterio, se acaba la vida”. Yo la tomo como una advertencia personal. No me gusta que las historias se acaben: ni en el cine, la literatura o la vida. Siempre tiene que haber más posibilidades, más caminos, más repuestas. Creo en la vida eterna, en la partida a medio juego, finalmente nunca morimos del todo… EP
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