En México, proteger el medio ambiente es causa de muerte. La conservación del ambiente está en nuestras manos, pero también está la responsabilidad de oponernos al Estado que sobrepone intereses políticos y económicos, cueste la vida que cueste.
Y todo es normal
En México, proteger el medio ambiente es causa de muerte. La conservación del ambiente está en nuestras manos, pero también está la responsabilidad de oponernos al Estado que sobrepone intereses políticos y económicos, cueste la vida que cueste.
Texto de Luis Mendoza Ovando 15/12/21
A Fidel Heras Cruz lo asesinaron a las puertas La Esperanza. Encontraron su cuerpo el 23 de enero: muerto a balazos, tirado como si fuera nada, a 300 metros de la entrada de este pueblo en Santiago Jamiltepec, Oaxaca. El día que se confirmó la muerte de Fidel se llevó a cabo la “Ceremonia de depósito del instrumento de ratificación del acuerdo de Escazú”, este acuerdo, si se respeta, podría llevar a nuestro país a la vanguardia en la protección de las personas que se dedican a la defensa del territorio y la naturaleza respecto a los derechos de justicia, acceso a la información y participación.
“El acuerdo de Escazú no establece derechos nuevos y no establece necesariamente obligaciones nuevas; sino que desglosa, profundiza, explicita obligaciones generales en materia de derechos humanos. Entonces, si antes se decía que México tenía la obligación de garantizar el derecho de acceso a la información en materia ambiental, el Acuerdo de Escazú dice que, para garantizar el derecho de acceso a la información ambiental, México tiene que hacer ‘A, B y C’ para lograrlo”, explica Andrea Cerami, gerente de Derechos Humanos en el Centro Mexicano de Derecho Ambiental (CEMDA).
El CEMDA es una organización no gubernamental creada en 1993 para brindar ayuda legal a defensores del medio ambiente, así como realizar investigación que permita entender el origen de estas amenazas y qué hacer, desde las leyes y las políticas públicas, para resolverlo. La labor del CEMDA es notable porque implica hacer frente a una realidad frustrante: la ley es letra muerta que mata. Ellos mismos han documentado 499 ataques —amenazas, desplazamientos, golpizas, secuestros y hasta asesinatos— a defensores del ambiente entre 2012 y 2019. De esas casi 500 agresiones, 83 terminaron en homicidios. El 2020, en este tema, fue un año igual que los anteriores.
‘Yo alzo la voz por él’
Homero Gómez y Raul Hernández Romero, protectores de la mariposa monarca en Michoacán, desaparecieron y —con una semana de diferencia— sus cadáveres fueron encontrados, flotando en pozos y con golpes en la cabeza. La Fiscalía de Michoacán no ha podido resolver los casos.
Paulina Gómez, defensora de la naturaleza en el territorio Wirikuta en San Luis Potosí, fue asesinada a tiros y la abandonaron en la carretera, cerca de Clavellinas, Zacatecas. Su crimen sigue sin resolverse.
Benito Peralta Arias, protector del agua y los bosques de San Jerónimo Amanalco en Texcoco, fue secuestrado y asesinado. Los habitantes de la comunidad de Benito dijeron a medios que una banda de huachicoleros eran los responsables del crimen. A la fecha la investigación sigue abierta.
Al abogado ambientalista y activista por el cuidado de la reserva natural “Los Venados” en Morelos, Isaac Medardo Herrera Avilés, fue asesinado afuera de su casa. Pese a que la CNDH hizo pública su condena y su compromiso de acompañar el caso, las autoridades no han podido encontrar al culpable.
Adán Vez Lira, guardián de los humedales de La Mancha en Veracruz, fue asesinado en la carretera rumbo a ese sitio. La Fiscalía General del Estado de Veracruz confirmó el homicidio y sigue investigando.
Juan Zamarrón, vigilante de los bosques en San Juanito en Chihuahua, fue asesinado en su casa cuando hombres armados —que la gente del lugar identifica como narcos— entraron a su hogar y le dispararon con un cuerno de chivo.
Eugui Roy Martínez estudiante de biología y entusiasta divulgador del mundo de los anfibios y reptiles, fue asesinado en Loxicha, Oaxaca; tenía sólo 21 años y apenas estaba cursando el segundo semestre de la carrera. “Hoy su voz ha sido silenciada de la manera más cruel y cobarde, por eso yo alzo la voz por él, exigiendo que se haga justicia”: dijo Rosalinda Martínez, la hermana de Eugui, en una nota publicada por Animal Político.
La prensa da testimonio de estos ocho casos de defensores asesinados durante el 2020, pero es probable que sean más. El CEMDA durante el próximo mes publicará su informe anual con las cifras actualizadas. Cifras que confirman que llevamos el horror a cuestas desde hace una década, que no podemos ignorar este problema, que los números no alcanzan para medir el dolor de sus pérdidas.
¿Y el Estado?
La respuesta del Estado ante esta situación no es sólo la ausencia, sino que activamente obstaculiza el trabajo de los defensores ambientales a través de la estigmatización y los recortes de presupuesto.
El último informe del CEMDA sostiene que la estigmatización provoca que se normalicen las agresiones a defensores del medio ambiente. ¿Pero qué es exactamente la estigmatización? “Es el proceso de deshumanización, degradación, desacreditación y desvalorización de las personas de ciertos grupos de población, debido a un sentimiento de repugnancia, que los considera inferiores o anormales”, de acuerdo con el CEMDA. El problema con la estigmatización, en el contexto ambiental, es que genera un entorno de riesgo para las y los defensores ambientales ya que refuerza la idea de que las personas que desempeñan esta actividad no merecen respeto y protección.
Cuando el Director General de Fonatur —organismo encargado del Tren Maya— habla de los opositores al proyecto como gente que no quiere “que haya progreso”, “conservacionistas a ultranza” o “santones del conservacionismo” echa andar el mecanismo de la estigmatización. Cuando el presidente, sin prueba alguna, dice en su conferencia mañanera que las organizaciones de la sociedad civil “se disfrazan” de ambientalistas a cambio de dinero para oponerse al Tren Maya, lo que hace es vulnerar el trabajo de muchas personas y poner en riesgo a las y los defensores que dependen del apoyo de estas OSC’s para realizar su trabajo. Pero no sólo son las palabras las que hacen difícil el trabajo de defensa del medio ambiente, la política de austeridad también ha servido para desactivar estos esfuerzos.
Aunque las áreas naturales protegidas representan el 22% del territorio nacional, han sufrido en los últimos 4 años recortes brutales. En 2016 —máximo histórico presupuestal— se destinaron 74.12 pesos para proteger cada hectárea, en 2020 fueron sólo 9.56 pesos, ese año la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas (Conanp) recibió el presupuesto más bajo de su historia. Además, la Procuraduría Federal de Protección al Ambiente (PROFEPA), organismo encargado de la inspección y vigilancia de las leyes ambientales, recibió en 2020 un presupuesto equivalente al 2% del presupuesto recibido en 2013.
La política de austeridad también provocó que programas ambientales que estaban funcionando más o menos bien, como los de CONAFOR, fueran retirados de las comunidades sin previo aviso. El argumento que dio el Gobierno Federal es que pronto llegaría Sembrando vida, aunque eso no ocurrió en todos los casos. A este desmantelamiento institucional, hay que sumar la extinción del fideicomiso 10232 —junto con otros 109— a través del cual se financiaba el Mecanismo de protección a personas defensoras de derechos humanos y periodistas. Es decir, la situación de las y los defensores amenazados se agravó todavía más.
‘El Estado es un gestor de negocios’
Sin embargo, el Estado mexicano no está ausente sólo en las problemáticas ambientales. Hemos visto cómo ha mostrado su fragilidad para resolver la violencia ligada al crimen organizado o para brindar servicios de salud digna, incluso desde antes de la pandemia. ¿Por qué el tema del medio ambiente no logra tener un rol protagónico en la agenda pública?
“El mismo Estado debería de ser el que vigile que la ley se cumpla, pero no lo hace al estar en medio de negocios grandes y de intereses grandes y tristemente este tipo de intereses y de vínculos hace que se vea viable hostigar o lastimar a una defensora, un defensor, y a su familia”, explica la abogada ambiental Alejandra Serrano. Ella trabaja para el Secretariado del Environmental Law Alliance Worldwide (ELAW), una organización que surgió en 1989 en Oregon, Estados Unidos, y que hoy cuenta con más de 400 personas especialistas en derecho ambiental que trabajan en 80 países del mundo brindando apoyo y asesoría a abogados que trabajan directamente con defensores del ambiente.
Justamente, estos grandes intereses de los que habla Alejandra Serrano se traducen en un esfuerzo activo —que llega a incluir amenazas— por impedir que las violaciones ambientales formen parte de la discusión pública y que tiene distintas fuentes: distintos niveles de gobierno, empresas, narcotráfico, etc.
Ximena Peredo, doctora en Ecología Política, formó parte del grupo de activistas ambientales que protestó contra la construcción del estadio de Los Rayados de Monterrey en el área estatal protegida del Bosque de la Pastora. “Al final de cuentas hay un montonal de justificaciones para que sigan las cosas como están, porque es muy pesado. Los activistas tienen en contra todo un discurso social bien pesado donde son el enemigo, son el que está de huevón, son el que no quiere jalar”. Ahora imagínense oponerse, además de al progreso, a un equipo de fútbol en Monterrey que es propiedad de FEMSA.
“El Estado es un gestor de negocios y que va a meterte el pie, o de plano te va a amenazar o te va a mandar golpear o se presta a una inmensidad de violaciones para detenerte. Tú como activista no cuentas con el Estado o más bien lo cuentas, pero en contra, y además está todo el poder económico que estás afectando o amenazando con tu activismo”. En este punto coinciden Peredo y Serrano sobre el rol que desempeña el Estado en este entramado de intereses.
“Y luego volteas a ver a la sociedad y tu sociedad no está entrándole. ¿Por qué no? Porque los problemas ambientales no se ven con los ojos, tienen que entrar como discusiones culturales. Podemos tener el aire más contaminado de América Latina —como le llegó a a ocurrir a Monterrey—, pero no lo vemos. Está frente a nuestros ojos, pero no tenemos referentes que nos ayuden a leer su peligrosidad y entonces no existe”, remata Ximena Peredo.
El contexto que dibujan Ximena y Alejandra es uno donde la intimidación, la privación de la libertad, la estigmatización, los desplazamientos y hasta los asesinatos no son actos violentos sin sentido, sino que tienen un objetivo claro: consolidar una visión de progreso que rechaza a la naturaleza.
“Cargamos una historia de desprecio profundo por la naturaleza que tiene mucho que ver con el proyecto de la modernidad. Y aunque uno diga ‘¡caramba, pero qué lastre! Cómo nos hemos metido en callejones sin salida por seguir creyendo en esto’, seguimos creyendo que a la naturaleza la tenemos como enemiga, como adversaria del proyecto modernizador, industrial, de progreso o de bonanza económica, etcétera; y esto lo mantuvo la izquierda y lo mantuvo la derecha: ha sido uno de los pocos acuerdo ideológicos entre dos corrientes que se estuvieron peleando por el poder político”, explica Ximena Peredo.
Por eso, desde el poder actúan contra la información y la participación, porque sin información es muy complicado plantear en común la existencia de un problema y, al elevar los costos de participar, se obstaculiza la posibilidad de exigir al Estado que haga su trabajo.
Los mecanismos del silencio
Lauro Rodríguez es periodista del sur de Jalisco y sólo por eso ya lleva las de perder. Si ser periodista fuera de la Ciudad de México ya tiene un riesgo asociado, realizar este trabajo fuera de las capitales es casi imposible. “Me he dado cuenta de que los periodistas en regiones estamos muy desamparados en el tema de la seguridad. Por ejemplo, si a mí hubiera llegado a pasar algo allá, pues hubiera pasado, a lo mejor hay revuelo un ratito y después ya no sucede nada”, dice Lauro con una calma que contrasta con el tema discutido. “Allá” es Ciudad Guzmán en Jalisco y “pasar algo” refiere la posibilidad de ser golpeado, desaparecido y quizás hasta asesinado.
Lauro continúa su trabajo periodístico desde la ciudad de Guadalajara. Él y Martha Guillén, quien además es su novia, tuvieron que huir debido a un trabajo que publicaron en el portal El Suspicaz, un medio que fundaron entre los dos cuando todavía eran estudiantes. El reportaje en tres entregas titulado El “Gigante Agroalimentario” de políticos y empresas no jaliscienses que acaba con bosques y agua del sur evidenciaba las condiciones de los trabajadores en las huertas de aguacate, quiénes eran los dueños de los plantíos y cómo las dependencias de gobierno, lejos de regular, terminó por beneficiar a amigos y familiares del gobernador Enrique Alfaro. “Las plantaciones de aguacate o los invernaderos son de empresas que, en su mayoría, no son de la región, sino que son empresas michoacanas o incluso estadounidenses que llegan a explotar la tierra y se llevan el agua. Explotan a los trabajadores locales e incluso traen personas de otros estados”, agrega.
Al final, la falta de regulación derivó en la tragedia de San Gabriel del 2 de junio de 2019, cuando una avalancha de lodo y piedras cubrió la localidad y mató a 5 personas. El origen de este desastre natural tiene que ver más con la corrupción burocrática y menos con la impredecibilidad de la naturaleza. La deforestación de los cerros —realizada a través de incendios provocados para poder sembrar más aguacate sin ser penalizados por talar pinos— en San Gabriel desempeñó un papel clave para que el agua corriera sin contención y desbordara el río Salsipuedes.
El 11 de junio de ese mismo año, el periodista Agustín del Castillo publicó en Diario NTR que entre las familias que disfrutaban del boom aguacatero que ocasionó la tragedia estaban parientes de Enrique Alfaro, Gobernador de Jalisco. Basado en esa investigación, Lauro Rodríguez continuó investigando y consiguió imágenes satelitales de los incendios. “Al observar las imágenes satelitales, me doy cuenta de que los terrenos que se quemaron son continuos a los de la familia del gobernador y el gobernador siempre ha externado que no sabe quiénes son los que los dueños de esos predios ni quienes los quemaron. ¿Cómo dice que no conoce quiénes son?, ¡son los vecinos de los terrenos de su familia!”, narra Rodríguez.
Lauro, como muchos periodistas en este país, tenía más de un trabajo para poder vivir. Además de hacer de todo en El Suspicaz —ser reportero, community manager, editor, administrador…—, trabajaba en Cuatro Zapotlán Televisión, un canal público de la región, y ahí su jefe le anunció que la mayor parte del dinero que recibían era municipal y que, por lo mismo, tenía que bajar el reportaje del sitio de El Suspicaz. Lauro se negó al no haber relación entre los medios y lo despidieron.
Después comenzaron a notar que acosaban a la familia de Martha, su novia, y que cuando llegaban a salir de noche había autos “de civiles” que los seguían de forma sospechosa. Laura sabía que ese tipo de tácticas eran propias del crimen organizado en esa comunidad y por tanto decidió pedir ayuda a la Red de Periodistas de a pie para que él y Martha pudieran salir de Ciudad Guzmán. La historia de Lauro Rodríguez, aunque no es propiamente la de un activista ambiental, refleja cómo operan los bloqueos de información en torno a estos temas.
Ahora bien, en el interior de los estados el buen periodismo es castigado con una mudanza forzada —en el mejor de los casos—, pero en sitios “privilegiados”, como es Guadalajara, el buen periodismo ambiental termina por ser bloqueado y lo peor es que se ve como una acción natural por parte del Gobierno. “Soy un reportero incómodo, entonces es muy difícil que me den una entrevista y en ciertas dependencias no me contestan ni las llamadas o los mensajes”, me dice al teléfono José Toral.
En enero de 2020, José publicó un reportaje donde se señalaba que los niños que vivían en torno al río Santiago tenían problemas de aprendizaje, porque tenían metales pesados —plomo, mercurio, cadmio y arsénico— en la sangre y que además esto se sabía desde 2010. El estudio fue encargado por el gobierno de Jalisco, encabezado por Emilio González Márquez, a la Universidad Autónoma de San Luis Potosí sobre los efectos de la contaminación del río Santiago en la comunidad.
“Esa administración —de Emilio González— amenazó a la doctora que encabezó el grupo de investigación con que, si daba a conocer algo, la iban a demandar porque tenía una cláusula de confidencialidad y ella duró diez años sin hablar sobre el tema. En el estudio recomendaba darle seguimiento a la calidad del agua y hacer un tablero de indicadores para ir detectando que los niños no tuvieran algún daño, pero esto nunca ocurrió”. ¿Cuántas vidas se hubieran salvado si esa información no hubiera estado reservada?
Participar con las alas cortadas
Érase una vez un militar que fue a un pueblo llamado Chocolate. Ahí se enamoró de la gama de verdes de las guacamayas y de Andrea. Decidió dejar el ejército y hacer una nueva vida donde pudiera cuidar del tesoro que encontró. Dicho así parece mentira o cuento infantil, pero es real. Este exmilitar es José Texta, mejor conocido como José Guacamayo por la labor que desempeña cuidando de las Guacamayas en los municipios de Churumuco —donde se encuentra El Chocolate—, La Huacana y Arteaga. Estos lugares forman parte de la zona de Tierra Caliente, región que en la última década ha sido fuertemente golpeada por la violencia ligada al narcotráfico.
José Guacamayo, Andrea y sus familiares decidieron formalizar su trabajo y constituyeron una Asociación Civil llamada Guacamayas Calentanas A.C. en 2017. Esta organización se dedica a la protección directa de las guacamayas, pero también a enseñar a los jóvenes oficios ligados a la agricultura. “Intentamos no sólo enseñarles sobre la conservación de la guacamaya, sino un poquito de talleres para que pudieran hacer como microempresas. Talleres de carpintería, de joyería tradicional utilizando semillas, hasta cómo hacer un vivero desde cero”, cuenta la bióloga Agla Luna, quien ha colaborado de 2015 a 2020 con Guacamayas Calentanas.
Sin embargo, llegar a ese nivel de profesionalización no fue fácil. En un inicio tanto su comunidad, como la gente que trabaja en la Reserva de la Biósfera Zicuirán Infiernillo, tachaban de “loquillo periquero” a José por insistir en la presencia de las aves. La situación era tachada de inverosímil porque la gente que trabajaba en la Reserva decía que hacía muchos años que dejaron de vivir las guacamayas en ese lugar, un estudio de 2011 señalaba que desde 1980 habían desaparecido de la costa de Michoacán y que sólo el 11 % de su hábitat se encontraba protegido. La razón es que hay gente que las caza para venderlas: son muy populares porque, al igual que los loros, son capaces de “hablar”; además, su plumaje es muy llamativo.
“Tardaron tres años para mirar hacia acá porque no nos creían. Un doctor de la universidad había hecho investigación y supuestamente que en el municipio de Churumuco no habitaban guacamayas. Luego se supo que aquí en El Chocolate teníamos la más grande concentración de guacamayas y entonces iniciamos a organizarnos”, cuenta José Guacamayo. Y en efecto, aunque él y su esposa habían estado monitoreando guacamayas desde el 2008 —año en que José deja el ejército y se va a El Chocolate—, fue hasta 2012 que empezaron a recibir asesoría de la Reserva, cuando formaron el Grupo Ambiental Guacamaya Verde. Para ese momento eran 12 adultos y 24 niños quienes participaban en las actividades de protección ambiental. Cinco años después lograrían constituir Guacamayas Calentanas A.C. organización civil a través de la cual trabajan actualmente.
Sin embargo, este esfuerzo era en la vida de José una actividad extra, y para mantenerse a él y su familia tiene otros empleos. “Yo lo que hago es sembrar este maíz o sorgo de temporal. Y también aquí hay actividades de la minera —la mina de cobre de Inguarán— que a veces ofrecen contratos por poco tiempo, días o meses; o si no, también aquí una huerta de aguacate que a veces me ocupa”, explica.
En 2019, para buscar recursos para seguir financiando los monitoreos, José decidió inscribir a Guacamayas Calentanas A.C. como “centro de trabajo” en el programa Jóvenes Construyendo el futuro, es decir, los jóvenes podían trabajar haciendo monitoreos y además recibir su beca. “Al inicio teníamos seis lugares para gente de ahí del pueblo nada más, pero la gente se empezó a enterar y al otro día teníamos 70 personas formadas”, cuenta Agla Luna y me explica que se integraron al programa en cuanto salió, entre diciembre del 2018 y enero del 2019.
Ella también se inscribió como becaria para tener dinero y poder transportarse desde Morelia a El Chocolate. Cuando vieron la afluencia de jóvenes, decidieron hablarles con claridad porque sabían que buscar incorporarlos implicaba aumentar los recursos con los que trabajaban. “Les dijimos: ‘vamos a sincerarnos, ¿por qué se metieron?’, y todos nos dijeron que por la beca. Y es que 3,600 pesos puede parecer nada, pero la gente de las comunidades de allá son de muy bajo recurso. Muchas veces sólo pueden comer tortillitas con sal y, entonces, 3,600 pesos era un chingo de dinero. Eso fue lo que la mayoría nos dijo”, me cuenta Agla; después explica que cuando ocurrió esto empezaron a incorporar más talleres para que el programa tuviera una línea de capacitación para el trabajo.
Agla y José cuentan que poco después apareció gente que empezó a pedirles parte del dinero de su beca a los jóvenes. ¿Quiénes eran los que cobraban cuotas? Intuyo por sus respuestas que son los Servidores de la Nación en colusión con el narcotráfico. Agla no responde con claridad, porque no quiere poner en riesgo a José; José es evasivo con su respuesta: no quiere tener problemas en El Chocolate, una comunidad de 77 habitantes, de acuerdo con el último censo y donde todo mundo sabe quién es quién.
“A todos los Centros de Trabajo les estaban quitando dinero. Les quitaban los teléfonos a los chavos —recordemos que está involucrado el crimen organizado— para que pusieran un mensaje ahí [a los supervisores] que dijera que el tutor les estaba quitando dinero”, cuenta José para explicar cómo fue que dejaron registro de que supuestamente su Centro de Trabajo estaba operando de forma irregular.
“Querían detener el programa porque estábamos haciendo mucho ruido aquí en la zona, pero en realidad se estaba haciendo la actividad como lo exigía el programa”, insiste José. Le pregunto a qué se refiere con “hacer ruido”. En el contexto de Tierra Caliente, hacer ruido quiere decir ser realizar una actividad visible y no dejarse extorsionar y pasar entre municipios sin pedir permiso a los criminales. ¿Qué pasó al final?, se complicó todo. José tuvo que salirse de la zona por seguridad y estuvo viviendo fuera de su hogar de enero a marzo del 2020. Guacamayas Calentanas terminó fuera del programa Jóvenes Construyendo el futuro; 59 de los becarios no pudieron cobrar su último mes de beca.
“Aunque ya no teníamos oportunidad de darles la beca, algunos querían seguir yendo. En uno de los casos nos enteramos de que un chavillo que andaba ahí metido con los tipos estos [el crimen organizado], preguntó a los otros chavos que cuánto les pagaban y ya le dijeron ‘3,600 pesos’ y les respondió: ‘les pagan casi lo mismo que me dan a mí y yo arriesgo mi vida todos los días’”, Agla narra esta anécdota al tiempo que se le quiebra la voz.
“Lo que queríamos nosotros era que la gente tuviera un poquito de oportunidad. Que a pesar de vivir en una región súper difícil, con conflictos sociales bien intensos, los chavos vieran que hay oportunidades más allá del narco, que no se clavaran nada más con eso”, remata.
Cuando se enteraron de lo que había pasado, los jóvenes que formaban parte del proyecto empezaron a llamar por teléfono, enviar correos, escribir mensajes de WhatsApp a los supervisores de Jóvenes Construyendo el Futuro para pedir que restauraran el estatus de “Centro de Trabajo” de Guacamayas Calentanas. Este tipo de acciones no son sencillas, mucho menos triviales, cuando hay que subir a la punta de los cerros para poder agarrar señal. “Y ya, al final nos bloquearon y todo es normal”, dice Alga Luna, hace un silencio y veo en su rostro señales de frustración.
¿Qué podemos hacer?
¿Por qué no importa el medio ambiente? Esta fue la pregunta que usé de brújula para tratar de entender por qué pueden matar cada año a las personas que se dedican a defender el medio ambiente sin que pase nada. Claro, ocurre porque el Estado falla por fragilidad, incompetencia o corrupción, pero eso también ocurre cuando trata de atender los problemas de violencia en el país. También en esos casos de violencia hay un esfuerzo por parte del Estado para que no se sepa, para que nadie le mueva y el olvido lo cubra todo y de todas formas la sociedad se indigna y se moviliza para que la impunidad no prevalezca.
¿Por qué esto no pasa con los temas ambientales?, ¿nos debería mover con la misma intensidad la contaminación del aire que los desaparecidos? “Bueno, cuando estás hablando de desaparición a tu hijo no puedes no buscarlo. Es una cuestión que no te deja vivir. No pueden vivir sin buscarlo. Es una causa que le gana a todas y que te vuelve activista porque te vuelve activista”, me responde Ximena Peredo, quien es doctora en Ecología Política por la Universidad de Coímbra en Portugal.
¿Qué podemos hacer? La respuesta no es fácil: accionar un cambio pasa porque el Estado deje de gestionar los intereses de algunas empresas o grupos, para empezar a velar por el bien común. No es suficiente con cambiar uno mismo y entonces, otra vez, ¿qué podemos hacer?
“Estamos en una situación totalmente ilógica en la que el Estado niega el agua, jode el suelo, jode el aire. Pero ahí va a estar su condena porque en 10 años esto no se va a poder sostener. ¿Quién va a detener esto desde el gobierno? Nadie. Las personas tenemos que meter el cuerpo y no sé cómo, porque en este momento se vuelve un privilegio tener tiempo libre. Se vuelve un privilegio gritar, poner la voz y el cuerpo. Yo noto que hablar de esto [el medio ambiente] es cada vez más fácil, pero pelearlo es cada vez más complicado”; sin embargo, hay en las palabras de Ximena una desesperación que combina con los tiempos que corren porque la pandemia nos borró las certezas con las que íbamos a navegar el futuro y necesitamos otras.
“Así como la COVID-19 hizo lo increíble: meternos a todos a la casa. El cambio climático nos va a tener que sacar a las calles”, concluye Ximena Peredo y aunque lo dice como sentencia, pienso sólo podemos leerlo como un deseo: que salgamos a las calles antes de que sea demasiado tarde. EP
Este texto es resultado de una colaboración entre Contextual MX, que desde Monterrey se suma a la descentralización con una perspectiva local, atípica y contextual, y Este País.
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