El periodista Heriberto Paredes se acerca a los picaderos de Ciudad Juárez para recuperar el testimonio de Patricio: “Mi cuñada no aguantó lo que yo le había hecho a su esposo y les dijo a los policías: ‘Este fue el que lo acuchilló, mírenle las manos’. Yo tenía las manos con muchas cortadas.”
Lengua daga: “Era mi delirio y pues…el destino”
El periodista Heriberto Paredes se acerca a los picaderos de Ciudad Juárez para recuperar el testimonio de Patricio: “Mi cuñada no aguantó lo que yo le había hecho a su esposo y les dijo a los policías: ‘Este fue el que lo acuchilló, mírenle las manos’. Yo tenía las manos con muchas cortadas.”
Texto de Heriberto Paredes 12/03/20
Llegar al subsuelo de una ciudad no puede sino generar conflicto. ¿Cómo se vive en sus entrañas más sórdidas? Estábamos en el lugar que fue dividido en dos por la frontera: Ciudad Juárez/El Paso. Entrevistábamos a familias centroamericanas que, hartas, esperaban a que se agilizara su entrada “al otro lado”. Pero el Chuco es cabrón. De lo que sí se puede estar seguro es de que expulsa muchas más personas de las que acepta.
En las calles cercanas a los cruces fronterizos hablamos con los mexicanos que preferían dormir en las calles esperando la entrada al Gabacho antes que regresar a sus tierras bañadas de sangre y de inseguridad. Tras varios días decidimos acercarnos a otra parte de la población, ir más allá para preguntarnos sobre los productos que mantienen engrasada la maquinaria consumo problemático de drogas: aquello que permite la violencia en ciertas regiones y el enriquecimiento ilícito de quienes controlan este negocio. Fue así que nos encontramos con algunos contactos para acercarnos a los picaderos de Juaritos.
Y fue entonces que el horror llegó, se instaló y nunca más se fue.
Primer acto
“Antes consumía mucho la piedra, era mi delirio y pues… el destino, me puse una loquerota y en esa loquera aluciné. Estaba en mi casa poniéndome bien loco y de repente vi que mi hermano estaba al lado mío. Cuando yo volteé a ver al lado mío, yo pensé que él me iba a atacar con un cuchillo. El 4 de abril de 2013, en el periódico, ahí sale todo lo que hice. Cuando yo le puse las 18 puñaladas a mi hermano, todavía en mi loquera, lo agarré, lo enredé y lo tiré a un puentecillo como este. Hay un canal y ahí fui y lo tiré.”
Así se gesta la tragedia cotidiana, la que le pasa a la gente de a pie. Aquí no está el glamour de Netflix, ni los grandes capos y jefes de plaza. Debajo de estos puentes huele a orines, los charcos estancados viven cubiertos de moscas y quienes se inyectan chiva[1] se recuestan sobre cartones o sillones viejos.
Viven entre las sombras y los desechos de una maquinaria en pleno funcionamiento. Se trata de las víctimas de una sobreoferta que tienen pocas opciones: o te vuelves mano de obra esclava en una maquila, o sicario, o te brincas al otro lado, o todas juntas. La bola de nieve nunca se detiene y siempre puede empeorar.
Es casi un milagro que Patricio acceda a contarme su historia. Pero lo hace como si fuera cualquier cosa, como si se fumara un cigarro, habla y gesticula mientras el resto de chavos recibe provisiones para reducir daños en el consumo de heroína y otras sustancias. Si no fuera por las organizaciones, que frecuentemente les traen un paquete que incluye jeringas, desinfectantes, condones y un medicamento (naloxona) para revertir sobredosis, tal vez ya estarían muertos.
“Cuando yo estaba haciendo eso no me di cuenta de que mi cuñada estaba dentro del cuarto. Ella no dijo nada, porque sabía que si me decía algo yo me hubiera ido en contra de ella por el miedo de que me fuera a denunciar. En mi loquera, tenía que terminar lo que había hecho. Regresé a la casa, me cambié y cuando volví a salir ya estaba ahí la policía con todo acordonado. Oía a mi mamá con los gritos que tenía, desesperada, y ella quería subir al carro, pero los policías no la dejaban.”
Con la mirada fija, Patricio repite varias veces que le dio 18 puñaladas a su hermano. El sudor cae a través de su frente, pide agua porque tiene la boca reseca y no deja de moverse. Decide que esta tarde no va a meterse ninguna cura[2], a pesar de que a su alrededor todos están inyectándose y lo repiten al menos tres veces.
Segundo Acto
“Mi cuñada no aguantó lo que yo le había hecho a su esposo y les dijo a los policías: ‘Este fue el que lo acuchilló, mírenle las manos’. Yo tenía las manos con muchas cortadas. Mi hermano sobrevivió. Está bien ahora, la verdad me quiere mucho. Cuando tuvimos un tiempo de plática, yo estaba en la cárcel y por unas cartas que nos mandamos, él me perdonó. Pasé 5 años en la cárcel y ahí probé la chiva. Desde entonces no la he podido dejar y ahora voy a tener un hijo.”
Las matemáticas me hacen una terrible jugada: si, según lo que me cuentan debajo de este puente, cada dosis cuesta alrededor de treinta pesos y cada día se inyectan un promedio de treinta dosis. En números cerrados son unos mil pesos, o cincuenta dólares diarios que se utilizan en la compra de chiva, más la metanfetamina u otras sustancias químicas.
No tengo certeza de si el negocio de la heroína vaya en detrimento para cederle su lugar al fentanilo, del cual todavía no hay muchos rastros en Juárez o, al menos, no son tantos como en Tijuana. Lo que sí asombra es la economía inmediata que un ‘joven usuario’, mujer u hombre, tiene que generar para cumplir sus necesidades.
Mientras tanto la cultura de la muerte reina en los dispositivos de millones de personas en México, quienes ven cómo personajes de aventura construyen “imperios y dominan rutas”, ocultando el hecho de que no hay acceso a escuelas y hospitales en capítulos donde el dinero se va en sustancias, armas y fortunas que nunca veremos en vida. Se llama el American Way of Life, o lo que es lo mismo, el Netflix Way of Life.
Tercer acto
“‘¡Cómo que no te están dando el medicamento, si yo ya las pagué y todo! Incluso firmé unas hojas donde dice todo lo que supuestamente te tienen que dar’, me dijo mi mamá mientras estaba internado en una clínica de recuperación. Tuvo que comprar una receta para clonazepam. Durante los tres meses de tratamiento te dan sopa de verduras todos los días. Sopa en la mañana, sopa en la tarde y sopa en la noche. Y si te va bien, si se manifiestan, un pan de dulce cada quince días. Nos tratan mal. Pero es porque hay gente que luego de ponerle tres o cuatro meses diario, acá en este lugar agarran coraje contra la familia y piensan que les van a dar su medicamento para que no batallen, pero no es así.”
¿Hay posibilidad de revertir tanta violencia y desamparo? ¿Existen alternativas para que Patricio y millones de mujeres y hombres puedan decidir estudiar o qué trabajo elegir, en lugar de ser solamente usuarios? ¿Seguiremos haciendo series de nuestros fantasmas y pesadillas para evitarlos?
En todo el relato que hizo Patricio acerca de sí mismo hay siempre un elemento discordante: no hay institución que funcione como debería, si no son los centros de rehabilitación (al menos muchos de ellos), es la cárcel o es la propia estructura estatal en Ciudad Juárez y en el país. Todo funciona de un modo frente a las cámaras y de otro en la vida real.
Observo las fotografías y me encuentro con la violencia del momento. Me pregunto que fue lo que pasó para que estos chavos estuvieran ahí mientras otros encarnan a los personajes de Netflix que nunca debieron ser, ni siquiera en una ficción.
En una escena del documental El guardián de la memoria, Carlos Spector, abogado de migrantes y solicitantes de asilo en El Paso, aparece dando de comer a las palomas en el patio de su casa. Explica que su manera de alimentarlas cambia según su humor matutino: cuando quiere hacerlas pelear concentra todas las migajas en un punto y entonces las palomas pelean; otras veces, reparte el pan en todo el patio y las palomas se distribuyen y no se pelean. Pienso a veces que en México vivimos siempre en el cuello de botella, peleándonos por migajas, mientras que la maquinaria convierte en héroes a nuestros verdugos. EP
[1] Droga que se obtiene de los desechos de la goma de opio.
[2] Dosis de heroína.
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