‘Make America Male Again’: la disputa por la masculinidad y las elecciones de Estados Unidos

Aunque es posible que una mujer llegue a la presidencia de Estados Unidos, existen fuertes tensiones en torno a lo que significa ser un “hombre de verdad”. César Morales Oyarvide y Antonio Villalpando analizan brillantemente la crisis de la masculinidad que produjo el neoliberalismo y que hoy pone a debate dos ideales de paternidad encarnados en los candidatos a vicepresidente, J.D. Vance y Tim Walz.

Texto de & 28/10/24

Aunque es posible que una mujer llegue a la presidencia de Estados Unidos, existen fuertes tensiones en torno a lo que significa ser un “hombre de verdad”. César Morales Oyarvide y Antonio Villalpando analizan brillantemente la crisis de la masculinidad que produjo el neoliberalismo y que hoy pone a debate dos ideales de paternidad encarnados en los candidatos a vicepresidente, J.D. Vance y Tim Walz.

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Las elecciones de Estados Unidos plantean una curiosa paradoja en torno al género: aunque el próximo 5 de noviembre puede llevar por primera vez a una mujer a la Casa Blanca, uno de los temas centrales de la campaña de este año ha sido la masculinidad. En sus mensajes, tanto el Partido Demócrata como el Republicano han apelado a dos formas muy distintas de entender lo que significa ser hombre y, en un sentido más específico, ejercer la paternidad. Esta disputa se inscribe en el contexto de una creciente brecha política entre ambos sexos y en donde la nueva derecha ha tratado de instrumentalizar el enojo de una masa considerable de varones, especialmente jóvenes y blancos. En este nuevo escenario lo más preocupante no son las ideas sobre género de un machista de viejo cuño como Donald Trump, sino las de sus “hijos” políticos, cada vez más radicales.

Una disputa entre masculinidades

Generalmente, cuando se habla de género en política se hace referencia a discusiones sobre el lugar de las mujeres en la sociedad, desde el espacio más íntimo de sus cuerpos hasta su rol en el mercado laboral. Hay mucho de eso en la campaña presidencial de Estados Unidos que opone a Kamala Harris y Trump, especialmente luego de la anulación de la protección constitucional al derecho a interrumpir el embarazo. Sin embargo, más allá del abierto contraste entre un hombre blanco de ochenta años y una mujer de ascendencia negra e india, esta elección ha traído a primer plano una discusión sobre lo que para la sociedad norteamericana es la hombría. En otras palabras, una disputa entre visiones opuestas de la masculinidad.

Por un lado, la campaña de Trump se ha regodeado en lo que el escritor Ezra Klein bautizó como masculinidad “camp”: una visión casi caricaturesca de lo que los hombres deberíamos ser. Recordemos, por ejemplo, el despliegue de testosterona que fue la Convención Republicana en la que Trump fue ungido como candidato y en la que fue acompañado del exluchador acusado de violencia doméstica, Hulk Hogan, y del jefe de la empresa de artes marciales mixtas UFC, Dana White, todo al ritmo de la canción “It’s a man’s man’s man’s world” de James Brown.

Por el otro lado, la campaña de Harris ha buscado desplegar lo que la periodista Rebecca Traister ha llamado “the nice guys” del Partido Demócrata, liderados por el esposo de la candidata presidencial, Doug Emhoff: hombres que han hecho profesión pública de su compromiso con la equidad, aparentemente cómodos con un papel no protagónico y que apoyan abiertamente la liberación femenina. No es casualidad que la primera aparición de Emhoff en solitario durante la campaña fuera en un Planned Parenthood, una organización dedicada a proveer servicios de salud sexual y reproductiva. Aunque puede debatirse si esta “nueva” imagen de la masculinidad es promovida eminentemente con fines electorales, lo cierto es que resulta una forma de ser hombre compatible con el reconocimiento de la dignidad y autonomía de las mujeres, misma que la campaña republicana y sus aliados buscan desinstalar de la cultura norteamericana con un discurso que prácticamente reduce a las mujeres a criaturas gestantes.

En ningún otro caso esta diferencia es tan visible como en la figura de los dos candidatos a la vicepresidencia, el exgobernador demócrata de Minnesota, Tim Walz, y el senador republicano por Ohio, J. D. Vance.

La “batalla de los papás”

Quienes firmamos este texto somos —con apenas unos meses de diferencia— padres de dos niñas pequeñas. Cualquiera que nos haya tenido cerca sabrá que ser girl dads se ha vuelto uno de los rasgos definitorios de nuestra personalidad. En parte por eso, explorar la idea de paternidad a la que se apela en la elección estadounidense nos resulta tan interesante. Y es que, si hablamos de la competencia entre los candidatos a vicepresidentes, la pelea bien podría definirse, como hace Molly Fischer en The New Yorker, como la “batalla de los papás”.

Dentro y fuera de Estados Unidos, pocos políticos han encarnado con mayor el arquetipo del “papá” como el exgobernador de Minnesota, Tim Walz, compañero de fórmula de Harris: un exprofesor de escuela pública y coach de futbol americano cuyo gobierno impulsó medidas como dar desayunos escolares gratuitos a los estudiantes de educación básica. En la foto que acompañó la firma de este programa, que en su momento circuló profusamente en redes sociales, el gobernador aparece junto a un grupo de niñas y niños sonrientes, que lo rodean —en palabras de Fischer— “como cachorritos”.

“Su estilo [de Walz] proyecta la auctoritas y el sentido común de esos hombres recios que, seguros de sí mismos, van por la vida con una actitud afable que sólo cambia al toparse con un bully.”

El compromiso de Walz con la idea “revolucionaria” de que las mujeres son personas hizo que la derecha le diera el mote de “Tampon Tim”, quejándose de que su gobierno introdujo dispensadores de tampones en los baños escolares. Sin embargo, Walz es un personaje que difícilmente puede considerarse poco masculino. Su estilo proyecta la auctoritas y el sentido común de esos hombres recios que, seguros de sí mismos, van por la vida con una actitud afable que sólo cambia al toparse con un bully. Un arquetipo, además, profundamente estadounidense. Es por ello que el epíteto con el que calificó a los líderes trumpistas, “raros” (“weird), fue tan devastador: no venía de un hombre woke al uso, sino de uno que era padre, había servido en el Ejército y era además un tirador experto.

“Hoy este abogado millennial [J.D. Vance] reconvertido en financiero representa la deriva de cierta élite hacia posicionamientos cada vez más retrógradas en cuestiones de género.”

Su rival republicano, J.D. Vance, tiene una historia muy diferente. El hoy senador por Ohio ganó fama en 2016 por su libro Hillbilly Elegy, historia autobiográfica de cómo un joven de una familia del Rust Belt marcada por las adicciones y el abandono acaba graduándose de Yale. El libro fue saludado como el mejor acercamiento al mundo de los votantes de Trump. Hoy este abogado millennial reconvertido en financiero representa la deriva de cierta élite hacia posicionamientos cada vez más retrógradas en cuestiones de género.

Un libro al día: J.D. Vance: Hillbilly, una elegía rural

Según el recuento del propio Vance, lo más odioso de su vida en los Apalaches no fue la pobreza, sino la ausencia simultánea de su padre biológico y una interminable puerta giratoria de figuras paternas temporales. Sin necesidad de entrar en marasmos psicológicos, es evidente que esta experiencia influyó en la pasión —que raya en lo obsesivo— que Vance profesa por la familia tradicional: una familia heterosexual, conservadora y con hijos. Sobre todo, con muchos hijos. Hoy Vance es padre de tres niños, pero lo que lo ha hecho conocido es su abierta campaña contra quienes no los tienen. Inmediatamente luego de ser elegido compañero de fórmula de Trump, salieron a la superficie una serie de declaraciones de Vance en las que calificaba a los adultos sin hijos como “sociopáticos” y “trastornados”. Parece broma —y no por nada se ha convertido en meme—, pero Vance parece sinceramente creer que el enemigo público número uno de los Estados Unidos hoy son las “señoras de los gatos”. El culmen de este pensamiento es su propuesta de que los padres de hijos menores de edad sean acreedores a votos extra en las elecciones y que los adultos sin hijos paguen más impuestos: una especie de división de la ciudadanía estadounidense en clases con base en su estatus parental.

Familismo y misoginia: los hombres después de Trump

Aunque la nueva derecha estadounidense es un movimiento más diverso de lo que suele asumirse, las posturas de J.D. Vance sobre la familia y la paternidad nos ofrecen una ventana a lo que podría ser la agenda de género del trumpismo pos-Trump. Después de todo, Vance es cuarenta años más joven que el expresidente neoyorquino, y aunque el grupo radical que representa dentro del Partido Republicano es aún minoritario, en últimos tiempos ha ido ganando influencia gracias al respaldo de billonarios de ultraderecha como Peter Thiel o Elon Musk.

El común denominador entre estos grupos, que el periodista Zack Beauchamp ha bautizado como “neopatriarcales”, es la defensa de un tipo de “familismo”, ideología según la cual la familia tradicional es el fundamento de la nación y, como tal, está por encima de cualquier derecho reproductivo o reivindicación de identidad. Se trata de una idea que ha sido elevada a rango constitucional por gobiernos derechistas como los de Polonia o Hungría y que hoy comienza a abrirse espacio en los Estados Unidos. En este “familismo neo-patriarcal” confluyen teorías conspirativas como las del “gran reemplazo”, que hoy defiende Elon Musk, según la cual la “elite liberal” está fomentando la inmigración con el fin de socavar el sustrato étnico —blanco—  de la nación estadounidense; la paranoia de comentaristas como Tucker Carlson en torno a la reducción del número de espermatozoides en los hombres y la caída en las tasas de natalidad; e incluso fenómenos como el de las “esposas tradicionales” (tradwives) en las redes sociales.

En el fondo, todos estos personajes culpan a la sociedad contemporánea, sea por su énfasis en el individualismo, el placer o la igualdad de género, de una especie de suicidio colectivo, encarnado en la figura de las parejas sin hijos. La respuesta estaría en un regreso a los roles de género tradicionales, donde el hombre es definido por la fuerza y su papel de proveedor y las mujeres son, sobre todo, madres y amas de casa. El peligro de este neopatriarcado es que su pretensión no es sólo ideológica, sino política: quienes lo impulsan buscan usar todo el aparato del Estado para hacer realidad su visión moral, no demasiado lejana del Gilead de El cuento de la criada. De ahí la seriedad de propuestas como las de Vance.

Junto a estas propuestas neopatriarcales, el trumpismo ha alimentado otro tipo de manifestaciones tóxicas de la masculinidad, sobre todo en los hombres más jóvenes. Se trata de lo que politólogos como Cas Mudde —en su libro The far right today— han llamado el “sexismo hostil” de la ultraderecha. Frente al viejo sexismo paternalista según el cual las mujeres son criaturas puras, pero débiles que deben ser protegidas por los hombres, el sexismo hostil ve a las mujeres como seres corruptos y políticamente poderosos que amenazan el orden natural de las cosas. De acuerdo con este discurso, hoy los hombres se encuentran “oprimidos” por las mujeres, lo que da como resultado una combinación explosiva de masculinidad tóxica y misoginia. Aquí el gran peligro radica en que, al ver a las mujeres como amenaza, los ataques contra aquellas que no se ciñen a los estereotipos son algo cada vez más aceptable.

Este nuevo tipo de sexismo hostil está presente en muchas subculturas de internet aglutinadas en lo que se conoce como la “manósfera” (manosphere) y que mantienen amplios vasos comunicantes con el trumpismo: los gamers, los “célibes involuntarios” (incels) que exigen tener sexo como un derecho, y los “artistas del ligue”. De igual modo, es común entre los seguidores de “filósofos” como Jordan Peterson o figuras públicas como el peleador acusado de tráfico de personas Andrew Tate. En su esfuerzo por afianzar el voto de los hombres jóvenes, durante las últimas semanas Trump no ha dejado de hacer guiños a estos grupos, invitando a streamers de videojuegos a su casa en Florida, asistiendo a peleas de la UFC y uniéndose al culto del bitcoin. Sabe que en la Generación Z hoy están muchos de sus herederos, especialmente entre los hombres más necesitados de modelos de rol y guía. Volveremos a esto en un momento.

De la brecha política de género a los problemas de los hombres

Hacer un diagnóstico sobre los orígenes de este resurgimiento del conservadurismo estadounidense es arriesgado, por decir lo menos. No obstante, la evidencia permite hacer algunas conjeturas. Hasta esta elección, la composición del electorado de los partidos estadounidenses había cambiado relativamente poco en lo que va del siglo. Sin embargo, sí hay una segmentación que ha llamado particularmente la atención: la edad.

Hace una década comenzó a notarse una divergencia en el espectro ideológico en la generación millennial, quienes hoy tenemos entre 30 y 40 años. A comienzos de la década de 2010, trabajos como el muy criticado The End of Men de Hannah Rosin o Angry White Men del sociólogo Michael Kimmel alertaban de que crisis económicas como la de 2008, en combinación con un ensanchamiento de la brecha entre la manera de ver al mundo de los trabajadores manuales y de las clases medias, había acercado a los primeros a plataformas como la de Trump. El argumento era bastante claro e, incluso, familiar: la pérdida tanto de empleos como de ingreso estaba generando una crisis de identidad entre un segmento de varones que encontraba en una visión tradicional de la hombría su punto de referencia sobre lo que era bueno, deseable o virtuoso.

“la pérdida tanto de empleos como de ingreso estaba generando una crisis de identidad entre un segmento de varones que encontraba en una visión tradicional de la hombría su punto de referencia sobre lo que era bueno, deseable o virtuoso.”

No resultaba sorprendente entonces que se dijera que esta masa de hombres desplazados de la competencia económica —y quizá también de la sexual— buscaba chivos expiatorios, algo que la derecha estaba más que dispuesta a proveer en la forma de mujeres, migrantes o minorías. Sin embargo, lo que pasaba con la Generación Z —nacidos a finales de los 90 y principios de los 2000— daba esperanza a las buenas conciencias woke, pues parecía que esta cohorte había rebasado el horizonte del chovinismo y se proyectaba como la más progresista de la historia. Artículos como Get ready for Generation Z hablaban de dicha generación como una sociedad idílica donde la discriminación era cosa del pasado. En un exceso del ‘juvenilismo’ que caracteriza a muchos viejos, se decía entonces que los zoomers no bebían y eran la generación más proclive a usar el cinturón de seguridad.

En fechas recientes, esta ilusión sobre el progresismo de la Generación Z se ha venido abajo de una forma peculiar. Efectivamente, en esta generación están las personas más progresistas que existen. El problema es que son sólo las mujeres. Una encuesta de Gallup encontró en 2022 que la proporción de hombres de 18 a 29 años que se identificaban como liberals había caído desde principios del milenio, mientras que la proporción de mujeres se ha incrementado. Lo llamativo es que esta brecha no es sólo producto de que las jóvenes actuales sean más liberales que sus madres, sino de una auténtica reacción conservadora entre los hombres de la Generación Z que, en algunos casos, son más proclives que los propios baby boomers a pensar que el feminismo es “dañino”. En otras palabras, esta brecha política de género no sólo tiene que ver con el auge de nuevos movimientos progresistas, sino con un cambio entre lo que significa ser conservador para muchos varones, que han pasado de tener una actitud escéptica ante luchas como las de las mujeres a adoptar una postura abiertamente opositora, tan agresiva y militante como la de un cruzado. En palabras de un influencer nacional de esta masculinidad misógina y resentida, han adoptado el “modo guerra”.

Una pregunta fundamental en torno a este resentimiento masculino es qué tanto crédito merece, pues en ello estriba entender lo que sucede más allá de los recursos empleados por la crítica más facilona, que a menudo peca irónicamente de los mismos estándares machistas. Como señalaran autores como Andrew Yarrow en Man Out: Men on the Sidelines of American Life (2018) y, más recientemente, Richard Reeves en Of Boys and Men: Why the modern male is struggling, why it matters, and what to do about it (2022), hay una confluencia de fenómenos sociales en los que los más afectados han sido los hombres jóvenes. La crisis del trabajo manual que mencionamos líneas arriba es la punta de un iceberg en el que se encuentran otros fenómenos, como la crisis educativa de los hombres en el primer mundo, pues hoy en día no solamente se gradúa una mayor proporción de mujeres de las universidades, sino que los hombres tienen un mayor riesgo de abandonar la escuela en todos los niveles. Estas observaciones no provienen de la “manósfera”, sino de académicos vinculados a instituciones con amplias credenciales progresistas. Si asomamos la cabeza fuera del primer mundo, hay otras crisis que afectan desproporcionadamente más a hombres jóvenes pobres que a ningún otro sector, como la carnicería que se vive día a día en México. Estos fenómenos están aislados geográficamente, pero forman parte de una misma tendencia: la crisis de sentido de la masculinidad en el neoliberalismo.

Los jóvenes de la derecha: de víctimas a padres de la civilización

El sentido común y la historia nos obligan a subrayar lo obvio: los hombres jóvenes o con recursos limitados no son el grupo más afectado por las violentas transformaciones de la globalización y el neoliberalismo; sin embargo, la teoría social nos obliga a hacer un matiz: este grupo está socializado para interpretar su desventura como un ‘indignante’ extravío de la sociedad completa, como una falla “del sistema”. Este es el caldo de cultivo del neopatriarcado, la amalgama de misoginia y conservadurismo sobre la que florece la campaña de Trump y Vance. Prueba de ello es que la brecha política de género que mencionamos hace un momento podría acabar por definir la elección: hoy Kamala Harris lidera las preferencias electorales entre las mujeres con 56% frente al 39% de hombres, mientras que Trump tiene ventaja con los electores hombres con 53% frente al 41% de mujeres, de acuerdo con una encuesta de USA Today. Esta diferencia es igual o más acusada entre las personas jóvenes. Es claro que la candidatura republicana ha logrado captar la atención de muchos hombres de la Generación Z que viven en sótanos solitarios, llenos de resentimiento, teorías de la conspiración, gaming y pornografía.

“hoy Kamala Harris lidera las preferencias electorales entre las mujeres con 56% frente al 39% de hombres, mientras que Trump tiene ventaja con los electores hombres con 53% frente al 41% de mujeres”

La “batalla de los papás” que acompaña la elección presidencial de noviembre desvela el carácter intergeneracional del proyecto del neopatriarcado, que ha consistido en convencer a los hombres de la Generación Z de que ‘Occidente está cayendo’ por culpa de las feministas y los migrantes, trabajo facilitado si se tiene una audiencia cautiva en plataformas digitales como Reddit, Telegram, 4chan y, desde que fue comprado por Elon Musk, también X. La métrica del éxito de esta estrategia ha sido mover la conciencia de sus adherentes del papel de víctimas al de salvadores de la civilización, una operación lógica si se piensa que las víctimas suelen alienarse del proceso político, mientras que la mentalidad de “salvador” crea un compromiso explícito con lo público. No huelga decir que es difícil encontrar una figura que tenga más crédito social para llevar los asuntos privados a la arena política —y viceversa— que un padre de familia. La disputa en torno a la paternidad es un spin perverso, pero genial: permite traducir el resentimiento egoísta de algunos hombres en una auténtica cruzada supuestamente altruista.

Lo que está en juego

Resulta irónico que, incluso bajo los estándares más anticuados de masculinidad, como subraya Joan Walsh, Donald Trump no representa ningún modelo. Lejos de defender a su hija Ivanka frente a comentarios sexistas, Trump ha hecho declaraciones sobre ella impensables para cualquier padre; es un cobarde, como demuestran sus múltiples maniobras para evitar ir a Vietnam, y en lugar de la gravitas asociada a su edad, sigue desplegando un narcisismo superficial y frívolo. Si se piensa bien, lo que Trump representa es, justamente, la personalidad de un macho en crisis.

Esta masculinidad en crisis trumpista vive en la esquina de un bar, en foros de gamers o en subculturas “raras” como los crypto bros. Sin embargo, la salida que ha creado la ultraderecha en figuras como J.D. Vance y en ese anhelo por el regreso del paterfamilias —el despótico padre romano— es una deriva que duplica su efectividad y peligro, pues disipa la vergüenza de adherirse al movimiento como víctima y dota a sus militantes de un propósito de grado civilizatorio.

En ese sentido, la ‘batalla de los papás’ de esta elección es un buen termómetro para observar las tendencias actuales de la masculinidad, pues hace explícito el enfrentamiento entre dos modelos: el de la masculinidad encarnada en la figura de millones de hombres que tratan —tratamos— de ejercer una paternidad vigilante, generosa y productiva sustentada en el amor y la igualdad y el de un grupo de oportunistas que busca revivir una caricatura del “padre” que sólo ha servido para plantar desde la familia las semillas de la ultraderecha, como explicó hace décadas Theodor Adorno.

Al final del día, algo quedará claro: o gana el modelo de paternidad sustentado en un biologicismo que coquetea con la eugenesia, la dominación masculina y la sumisión a la autoridad, o prevalece electoralmente una visión de la paternidad y la hombría sustentadas en roles verdaderamente civilizatorios como el de mentor y el educador.

Tal vez la tragedia de J.D. Vance sea que, a falta de la guía de un Tim Walz, acabó bajo el ala de un Trump. Algo similar puede estar ocurriéndole a millones de hombres. Lejos de ser motivo de burla, es algo que requiere una profunda reflexión. EP

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