“Perdoná si inquieté la tranquilidad”: contrabandear a Messi por el río Paraguay

Con una destacada prosa poética, el escritor Samuel Cortés Hamdan nos ofrece una crónica por los márgenes del río Paraguay, donde la pluralidad léxica, el abrazo fraternal y el futbol encuentran un espacio de reverberación ante los peligrosos ecos de la dictadura y los nacionalismos.

Texto de 14/05/24

Paraguay

Con una destacada prosa poética, el escritor Samuel Cortés Hamdan nos ofrece una crónica por los márgenes del río Paraguay, donde la pluralidad léxica, el abrazo fraternal y el futbol encuentran un espacio de reverberación ante los peligrosos ecos de la dictadura y los nacionalismos.

Tiempo de lectura: 15 minutos
I’m looking for a complication
Foo Fighters

El que prefiere que los otros tengan razón.
Esas personas, que se ignoran, están salvando el mundo.
Jorge Luis Borges
1.

—¿Cómo es la cosa?

—Usted me paga y yo lo cruzo —contesta nomás el señor de las tranquilidades de la primera tarde y desata las risas de sus acompañantes, arremolinados en un rincón de tierra al final de un pasillo flanqueado de casas con salida al río Paraguay, la frontera natural que separa a la ciudad de Asunción de la provincia argentina de Formosa. Más concretamente de la localidad de Clorinda, en uno de los extremos norteños del país del neobíblico Leopoldo Marechal y de las misiones jesuitas para domesticar el tereré.

“México tampoco rebosa comodidad. En futbol nunca rebosa comodidad…”

Todo es bondad en el aguijón de su burla: ni su risa ni la de sus cómplices buscan humillarme, nada más sucede que esto es como es; mi pregunta cae obvia y me la impugnan con filos una tarde de noviembre de 2022. Me pide 50 mil guaraníes por el trayecto, unos siete dólares, nos embarcamos en una balsa con motor y me lleva al otro lado del río en unos ochos minutos, ya cuando mucho.

Es, para precisar, el 26 de noviembre y un suceso acecha su aparición en las televisiones de ese mundo y de los tantos otros: el partido en fase de grupos entre la selección de Lionel Messi y el México del Tata Martino. Más adelante ganará la albiceleste esa Copa del Mundo, pero en ese momento se halla tensa porque viene de perder su primer encuentro, contra Saudi Arabia, en otra de esas risas inusitadas que a veces depara el futbol, que es algo así como la cáscara el planeta.

México tampoco rebosa comodidad. En futbol nunca rebosa comodidad, pero en específico aquí suma apenas un punto, tras haber empatado con la Polonia de Robert Lewandowski en ese partido que derivó al portero Memo Ochoa en súbito y pro tempore héroe nacional, santificado por atajarle un pénalti al goleador. La nueva canonización la ensayan los memes: siluetas de san Judas Tadeo, patrono de las causas perdidas, en la perpetua reconfiguración de la risa social, promueven sobrepuesta la jeta del guardameta —una de esas palabras con que obligan a la diferencia los oficios de la prensa deportiva desde la teatralidad de sus negocios: tesela del delicioso collar de inadvertidos artilugios literarios que la calzan y la visten; no por conocidos, inadvertidos, menos capaces del pelito de la poesía.

Contra los polacos no ganamos pero tampoco perdimos, pues, pondera la cacareada resignación pambolera de portada y todo, que insiste cada cuatro años en desinflamarse e inflamarse en nuevas irritaciones del ánimo y la esperanza. En esa incomodidad, le urge a México derrotar al rival de enfrente, que, por su parte, desde sus cábalas con fernet y tantas delicias mitológicas antologables, ya se volvió a ilusionar, quiere ganar la tercera, ser campeón mundial.

2.

Me levanté tarde en el hotel Manduvirá. Imposible dormir entre los portentosos calores y los —latinoamericanos por infatigables— mosquitos de Asunción. La base de taxis aledaña a mi hospedaje me condujo al extremo sur de la capital paraguaya, Itá Enramada, no sin conversar con el conductor de una de nuestras lenguas comunes: el inventor de gol José Saturnino Cardozo, heroico paraguayo toluqueño —“el príncipe guaraní”—, porque dios hizo del mundo un pan más o menos cruel, más o menos poroso, más o menos plagado de túneles centrífugos que se extravían hacia cualesquiera otras localidades de su piel. Y, para más inri, se llama Juan Domingo Perón la larga calzada que ando y que desemboca en este pequeño puertito binacional, el mismo que vería arribar, para arrestarla de inmediato, a la poeta comunista Carmen Soler, obligada al exilio por la dictadura de Stroessner, como a tantos otros paraguayos, de súbito brasileros o bonairenses.

Ahora yo ando, pues, un Paraguay argentino en busca de mi solaz.

3.

Un mapa no es un país, obvia Rilke en su irreductible y exquisito Historias del buen dios; y aunque me cautiva la idea desde que lo regalé borracho en un camión amanecido de la Ciudad de México, a la hora real de las andanzas se me vuelve a olvidar, la vuelvo a desvanecer bajo la confusión de la piedra desgastada por el río.

Se me olvida aquí y, visto el mapa, imagino tontamente que nada más cruzando el agua tendré que dar apenas unos pasos para vislumbrar una televisión adentro de un restorán de Clorinda para acompañar la que Shakira llamó la única justa de las batallas —se equivoca, pero se agradece el entusiasmo.

Un mapa no es un país ni es nada, o al menos nunca la belleza del tigre; tras su navegación, el balsero de la risa problematizadora me deja en un aglomerado de casas de madera a la orilla de la carretera, ahí nomás subiendo la vereda, a la que asciendo para encarnar en el horizonte la constancia de mi estupidez de cálculo: en lo inmediato no veo nada y sigo viendo nada hacia muy adelante. Hace un calor primaveral que por lo menos aturde e inyecta rebosada gelatina en la mema, el silbatazo de salida está próximo y me faltan el favor de una motocicleta y varios kilómetros para llegar de menos tarde al vaso con hielo sobre una servilleta captadora de sudores.

Fotografía de Samuel Cortés Hamdan

Un flaco —dicen que en tiempos de guerra los hombres buenos son los primeros en morir; en tiempos de bondad, llevan el mundo entre los dientes de sus anonimatos— adivina mi desconcierto y se me asoma desde una de las casas. Quiero tomarme una cerveza y ver el juego, le confieso. Claramente, no tengo idea de lo que estoy haciendo ni dónde estoy ni cuál es la baraja de oportunidades que rebanaría mi pulmón si me descuido, si cabe el riesgo por descuido o tan siquiera si la baraja existe. Él, tranquilo, sonriente, adivinatorio, me surgiere acercarme a las varias puertas que miramos —unas ocho, doce— y preguntar si pueden ofrecerme algo.

Me aproximo a una al azar y no responde nadie, pero nada más adelantito, más al margen del río, de espaldas a la carretera, unos catorce comensales —mujeres, hombres, adolescentes de mano esporádica queriéndose, perros— miran en media luna y desde sus sillas de plástico y taburetes madereros una pantalla que ya empieza a presumir a dos equipos de uniformados sobre el césped.

—¿Puedo ver el partido con ustedes?

Desatan el grito receptor, el canto amigo, la mano agitada que invita a acercarse, la calma sorpresa, la generosidad agitada, la paciencia que autoriza. El sí absolutizado. Me preguntan de dónde vengo entre carcajadas anfitrionas.

—México.

Tímido y no, me les integro. Sonrisas; obligada provocación mundialista entre rivales por sorteo; gratuita, inmediata y nítida apertura.

Uno de ellos, bravucón de goma, instruido en la amenaza teatral, adelanta lo necesario y me sugiere apostar.

—Cada quien por su país —estamos en Argentina, finalmente, aunque hace tres segundos respirábamos en paraguayo —; el perdedor le paga un six de cervezas al ganador —define.

Me aprieto la bolsa del pantalón, enumero mentalmente mis guaraníes: sé que voy a perder, así que adelanto mi responsabilidad, además de que ya les debo la hospitalidad, la paz electiva que prefiere aturdirme de guaranismos —que se me escapan todos— en lugar de filetearme, y acepto.

Los colegas, de camiseta de algodón y pantalón corto, o sin camiseta —temperatura obliga—, comerciantes de jitomate que rebosarán una balsa de cajas con el fruto unas tres veces mientras conviva con ellos, juegan a empujarse, a la risa, al insulto que no entiendo, a patear las envolturas plásticas de sus cervezas, a aventar en pirotecnia de medio metro la basura tan pronto vacían sus envases, a martillar botellas de tres litros repletas de agua congelada —hielo popular, vamos a decir: se multiplican las tecnologías que logran mantener sabroso el trago en este reino de bochornos (hasta Rosalía se enjugó el sudor en Asunción: pulso ardiente de uno de los estómagos zumbantes de Sudamérica)— para extraer la pulpa que vacían en cubetas donde duermen la siesta los curados de cebada, helado ámbito para la francachela. La cuchipanda es cosa seria, dijo y no dijo Italo Calvino a propósito de momentos como este en que los trabajadores del comercio ribereño descansan en virtud de la rabia de una esfera.

“[…] me extienden en tarros vaporosos tres medidas de cerveza por una de aguas negras del imperialismo yanqui. A donde fueres, haz lo que vieres…”

4.

He rodado de acá para allá, siendo más o menos de todo y más o menos sin medida, pero nunca había visto el menjurje que me ofrecen y que ni en las bromas hubiera diseñado: me extienden en tarros vaporosos tres medidas de cerveza por una de aguas negras del imperialismo yanqui. A donde fueres, haz lo que vieres, eso sí sé. ¿A dónde va Vicente? A donde va la gente. Entonces no dudo, tomo, agradezco, brindo, reparto, devuelvo, preparo, miro los ritmos de la cubeta y me autorizo a devolver favores. Los escanciadores vamos siendo todos. La adaptación faculta la multiplicación de las culturas. Babeamos todos mismos vasos diletantes, sibaritismo guaraní, mientras avanza el partido, que empieza en tensa nulidad: todo el primer tiempo no he perdido ni he ganado mi apuesta, aunque México no derrocha rabia.

No he invitado nada, no he pagado nada, no he solucionado nada, no he aportado nada más que la rareza. Nadie me conoce: soy un alienígena aterrizado en un montículo al que antes intenté llegar a bordo de una embarcación biabanderada capaz de atravesar camiones por el río. Luego de minutos estáticos, paraguayos pacientes no me corrigieron entre sus bancas ni me sacaron de mi error ni censuraron mi inoportuna atención a sus conversaciones. Luego del desconcierto congelado, mejor pregunté y solo entonces comprendí que ya no íbamos, lo que me llevó con mi pescador de chiste burlón, casi doblado por la resignación. Nadie me conoce en este cachito, pero ya me hinchan la tripa de sus cocteles, puro apetito de bondad. Es la gratuidad de los descalzos.

Nuestra conversación tropieza en medias preguntas que entiendo en otras medias mitades, prolifera un yopará —dicen que mero significa mezcla en guaraní— que rebasa siete veces mis oídos, y me muevo con calma y una transparentada ignorancia que no ofenda.

Aquí no somos de religiones ni de nacionalidades, somos cancheros, sablea de repente, sereno, uno de ellos, en minutos de cruzarnos interrogaciones suaves. Gustavo, me discernirá después la congregación del “caralibro”, aunque en ese mero instante no tiene nombre, solo sonrisa futbolera. E invitaciones diversas. Y preguntas y preguntas. Y una frase que le robaré en presencia: ¡qué buen tema!

Fotografía de Samuel Cortés Hamdan
5.

Es una mujer de ceño fruncido y persistentes labores económicas —contrastadas con los machos que tonteamos, sentados, frente a la televisión, molestosos, animales del cuerpo que se carnavaliza estorbando— la que trae más cervezas frías desde uno de los cantones ribereños. Ya en el segundo tiempo Argentina respira sus ningunos puntos en el grupo C y celebra el gol del capitán Messi en el minuto 64. El comensal que me instó a la apuesta, claro, da un brinco y estalla una celebración de brazos extendidos al caer, a la Cristiano Ronaldo, para cantar el tanto. Como dije, yo tenía claro que esto iba a pasar; el secreto no era el futbol, sino la conversación por una visita al norte argentino en clave de paz. El mundo es un pretexto en virtud del detalle.

El partido termina dos a cero a favor de la albiceleste. México será eliminado en fase de grupos, pese a derrotar a los árabes dos a uno días después, el 30 de noviembre. Rica de talentos individuales, la escuadra mayor de mi país nomás no despega porque la acomodan una serie de corrupciones que le merman la competitividad. Capaz de despliegues en los campeonatos a modo, tan buscados por Televisa, tiende a sucumbir en los encuentros con los reales —como aquella goliza que le acomodó la generación dorada de Chile, bicampeón de América, en 2016—, y para esta edición de la gesta de la FIFA cosecha a puños lo sembrado.

Acaba el juego, pero en este rincón terroso de la Argentina nuestra fiesta continúa. Pago mi deuda, por supuesto, y el canchero desafiante me pide una fotografía de la entrega recepción de los alcoholes del acuerdo, pretexto también para agregarnos al Whatsapp, para seguir jugando la tarde, para apuñalar otra ballena de hielos, para seguirnos atravesando, para ensayar la torpeza de la compenetración. Y para oficializar en cera lo recién nacido.

—¿Por qué viniste, qué haces aquí? —inquiere más o menos Gustavo.

—Quería ver el juego en suelo argentino nomás —le platico.

—El que tiene plata hace lo que quiere —tunde suavecito.

Ya no hay misa que atender, entonces nos desafanamos en nuevos acomodos, en ires y venires por el pasillo sin muros, y veo a uno tambalearse, en la broma de quien se abandona a ser títere, con la camiseta de un escudo que reconozco: CCP, escuadra futbolera cuyo estadio infiltré apenas la tarde anterior, deambulatorio como iba por las calles de Asunción, ricas en gatos, en ladrillos derruidos, en paredes salitrosas reventadas de iluminación solar y en frutas rendidas al hirviente silencio del suelo: es tanta vida que se pudre, anotó en un cuento bellísimo una brasileña ucraniana, no muy lejos de estas aguas. Del estadio, abierto de casualidad, no para los mirones, me corrieron tan pronto como me identificaron ajeno, no como acá. Así que ahora interrogo esos colores: ¿Club Cerro Paraguayo?, ensayo luego de andar las lomas de una capital de centro silencioso, tumbado en motos.

Me ríen de nuevo. ¡No!, Club Cerro Porteño, me diferencian. Y sojuzgarán con el dedo a un descamisado: él es paraguayo. Sin la advertencia, no lo habría distinguido literalmente nunca, solo jugamos el mismo caldo de las pausas en el tiempo mientras el negocio del futbol internacional cierra la jornada de sus acomodos.

“[…] Asunción, ricas en gatos, en ladrillos derruidos, en paredes salitrosas reventadas de iluminación solar y en frutas rendidas al hirviente silencio del suelo…”

6.

Gustavo continúa sus preguntas. Le contesto que no quiero hacer planes, que no sé qué sigue, pero que un amigo podría recibirme en Buenos Aires. Se resiste de inmediato:

—Buenos Aires es allá, pero nosotros estamos acá.

No podría haber contraste más radical, sabré días después tras andarme a la capital argentina en un bus que acumulará más de mil kilómetros de pastoso trayecto —en uno así, pero de Buenos Aires a Sao Paulo, me enteraré al regreso gracias a un atado de cartas de barroco radical, escribiría Néstor Perlongher su irremplazable “Hay cadáveres”—. De aquel lado, las hermosuras rebosantes por todos los caminos, el teatro multifactorial, las librerías con inmediatos ejemplares inconseguibles en México, los helados de pirámides cuajadas a la italiana, el pingüino del sifón hasta en los afiches y los grafitis, la diversificada música callejera, el dolce far niente aglomerado en los parques, la inopinada iglesia ortodoxa rusa del Parque Lezama, los migrantes peruanos que elogian que don Ramón, del Chavo del Ocho, nunca pagó su puta renta, burlesco del latifundista hasta las últimas consecuencias, los cafés que suenan de inmediato al uruguayo Felisberto Hernández o al madrileño Gómez de la Serna, la entrañadísima Mafalda aparecida sobre una banca, las redes de colectivos eficaces hasta la madrugada, la voluntad festiva bien rebosada la medianoche, la elegancia casual de los sabores, de la fugazzeta, la dignidad de la memoria política en las placas que recuperan, aunque sea por evocación, a los desaparecidos, y en la resignificada Escuela de Mecánica de la Armada, el bullicio cosmopolita de Retiro, que dobló de admiración y curiosidad seducida por la juventud y sus coloides a un Witold Gombrowicz que huía de la guerra en Polonia; de este lado, junto al río, los huesos contra el vacío, la paciencia hasta la siguiente balsa de jitomates, la inocencia del entretenimiento lodoso, la risa en una provocación interminable que obliga al cuerpo y lo invita a pasar porque ya lo ocupaba todo entre las aguas y el aire.

Luego, él mismo me convida a ser su par en el volibol. Solo dos toques y cruzar el balón del otro lado de la red, me explica rápido, desinteresado de la fractura de mi desempeño, de mi chapadura de torpezas corporales de años y mis botas camineras por cerros porteños. Está claro, como sea, desde hace horas que no es ocasión de decir que no y hago mi deshonroso y sincero esfuerzo: nos eliminan rápido y dos mujeres toman la reta. Antes o después ellas mismas miran mis pulseras y me las exigen en ofrenda.

—Esta me la regaló un brujo en el Zócalo de la Ciudad de México —digo la verdad. Entre entrevistas con los brujos del pirul aledaños al Templo Mayor, tras descoserse en friegas contra el militarismo y la Guardia Nacional, un señor barbado, ya tibio de alegría por la charla, terminó por abundar sus palabras con la ofrenda de dos cuentas de perlas de plástico, una vinculada al culto yoruba al Orunmila verde amarillo de las adivinaciones, la otra rojinegra.

—A mí no me da miedo —dice mi volibolista ganadora y acepta el obsequio sin calambres. Igual no quiero sorprenderla con exotismos, solo subrayarle de dónde surgieron mis riñones.

Una adolescente me pide otra pulsera, un tejido de un centímetro de grosor; antes de rendirme, le comparto que esa la compré en el barrio histórico de Coyoacán, palabras que se disuelven al sur de Asunción, pero que de todos modos pronuncio. Con ella, joven bonita, me autorizo la coquetería y le amarro la pulsera tras pedirle la muñeca, esquivando la mera entrega friolenta. Y le pido que me deje tomarle una fotografía a su brazo extendido, en que ahora descansa el utensilio artesano, belleza para la nada.

—¿Y a mí no me haces una foto? —reclama la mujer del volibol, entendida en el veneno de mi gesto, advertida de mi idiotez. Se ríen, me acotan con el escarnio que contiene por reclamo, aunque sea medio diplomático, medio sugerido nada más. Acepto la contención, no impugno nada.

Todas mis pulseras se fueron allí, en el hocico riguroso de los instantes.

—¿Y el reloj? —desafía otro. Lo contengo. No siento amenaza, solo escupitajos cancheros contra el encamisado.

Hasta en la tensión hay generosidad, como me pasará días después en Ciudad del Este, invento del estronismo para hacer puerto con el gigantesco Brasil en torno al río Paraná.

Fotografía de Samuel Cortés Hamdan

Fundado en la década de 1950 con el nombre de Puerto Stroessner —el dictador y sus andanzas fueron la fotonota obligada de todas las portadas de los diarios durante casi 35 años: cansancio de los países silenciosos—, fui una noche a un antro en la renombrada en democracia Ciudad del Este y, a falta de taxi, regresé a casa caminando sus calles, al cobijo cobrizo de la madrugada y por la alfombra rota que extendían sus faroles amarillentos. Centro de comercios regulares e irregulares, paraninfo de las mercancías multinacionales, desde drones hasta cañas de pescar, entre sus codos también se multiplican los pobres sin techo, los adictos al crack y los astutos serenos de petición entre costras. Un hombre de unos cuarenta y cinco años se acercó a pedirme una moneda o a invitarme a comprarle un dulce. Eran las dos o las tres de la mañana. En una mano sostenía una plataforma cartonera con paletas erguidas de caramelo y en la otra un cuchillo mediano. No sé por qué —abstraído de caminata, tal vez—, no me ahogó la araña del miedo, pero, aunque ya lo había adelantado, elegí evitar las posibilidades. Así que me volví tres pasos, le di un billete y me reviró:

—Perdoná si inquieté la tranquilidad.

7.

Sólo que todo eso ocurrirá después. Como miraré después, en Foz de Iguazú, Brasil —el terruño conurbado con Ciudad del Este—, una protesta rica en banderas y casacas de la selección de Neymar ante el 34 Batallón de Infantería Mecanizado para demandar la intervención del ejército contra los resultados electorales que dieron la victoria a Lula en 2022 y le permitieron tomar la presidencia el 1 de enero de 2023. Futbol que se convierte en patriotismo urgente; democracia que demanda la restauración de los gobiernos militares.

Pero eso será después, decía. En la ribera del río Paraguay comienza a atardecer y empiezo a tensarme por la vuelta a casa, no obstante la distensión por los menjurjes de cocacola, las amabilidades, las paciencias prodigiosas, los empujones cariñosos, los léxicos ajenos de los que registro apenas algunas rebanadas acusosas. Mil años de cocción de un guaraní que no podría entender el FBI, pese a la monumentalidad de la embajada gringa en Asunción, prepotentemente desplegada por la cuadra del mismo modo que “el quincho del poder”, como se maldice a la casa —claramente emplazada en la zona más cheta de la capital— del magnate Horacio Cartes, expresidente y mandatario plenipotenciario por interpósita persona (dicen los entendidos): su delfín Santiago Peña.

Pregunto y me señalan a un balsero unos 20 años más joven que el que me trajo, quien me ofrece devolverme al Paraguay de enfrente por los mismos guaraníes. Acepto, y le pido que nos vayamos. En el camino me acuerdo de que el mismo río que cruzamos bordea la capital paraguaya por su poniente y hasta abrazar la zona norte, en cuyo primer doblez lame un empedrado desembarcadero andariego mero enfrente del Palacio de López, donde con una casi continuidad dictatorial despacha el Partido Colorado —“ANR nunca más”, claman las calles desde el grito sordo de sus grafitis—, cuyo fundador, a finales del siglo XIX, Bernardino Caballero, es referencia obligada entre estas avenidas y las otras: oficial imaginario ubicuo.

Uno o dos días antes de nuestro trayecto vi balsas entregar viajeros allí, frente al palacio, y le pregunto a mi operario si no podría llevarme de una vez hasta allá, un poco al tanteo. Él no titubea, simplemente me saca de mi confusión: no, solo enfrente, Itá Enramada.

—Hago contrabando —me dirá sin flamas mientras andamos el agua. Paraguay, país de fronteras porosas que le permitieron a Augusto Roa Bastos entrar desde la Argentina pese a la persecución dictatorial, obstinado por la nostalgia de la familia y del sonido del guaraní, según cuenta el editor Guillermo Schavelzon, que lo conoció en el obligado Buenos Aires.

Un uniformado del ejército paraguayo, desde la cúspide de su pequeño montículo vigilante, mirará nuestra balsa semivacía no más de quince segundos y, sin preguntas ni exigencia alguna de documentos, concederá el paso.

Pongo el pie entre rocas y banderas ondeantes. La luz del crepúsculo es inmejorable para hacer unos retratos de la nostalgia que jueguen a los famosos contrastes entre la noche y el día, más siete gamas del azul. Capto a mi balsero yéndose de vuelta hacia el denso caucho del anonimato, un tanque de gas a medio iluminar, el sueño de las embarcaciones, y me redirijo de vuelta a la chipa, cuyo grumo salado aplaudo desde el primer saludo en el aeropuerto, a la gasolinera donde interrogaré si me falta mucha caminata sobre Juan Domingo Perón, al taxi salvador después de la ampolla y el cansancio —el que tiene plata hace lo que quiere— para apurar volver a casa.

Messi trazó la ruta del campeonato. México reiteró las consecuencias envilecidas de sus mañas en favor de los negocios por sobre las espectacularidades del heroísmo deportivo, a contraflujo de Latinoamérica: cuando los imperios pierden, el sur celebra. Otras ternuras me deparará este viaje, como el asomo a los cumbieros Kchiporros; la bondad pacheca de Mar Pérez y Ale Leju, músicos que me conducirán al submarino amarillo otra vez por el ramalazo del azar; el reguetón intercontinental que desconfigura a Alejandro Sanz hasta carnavalizarlo; la inducida y reiterada fragmentación de nuestras conversaciones regionales, ni siquiera subsanada por la ubicuidad de Bad Bunny; la instrumentalización electoral desde el Partido Colorado de las vulnerabilidades sociales en el popular barrio de la Chacarita, ocupación multitudinaria de la ribera apenas a unos metros del Palacio de López, permanentemente amenazada por las crecidas del río; las resistencias juveniles agolpadas en la Chispa, recinto cultural que defendió Manu Chao y que cada sábado orbitan los músicos locales en favor de la desobediencia y el baile, en respaldo de un Aristóteles mariguano y las invitaciones juguetonas a la higiene, la autogestión y el amor: “Usá el baño como lo harías en casa de tu chuli nuev@”; la conciencia histórica apenas en la pared: “Jaguas Antistronistas Social Club”; la inacabable ignorancia, que irá desahogándose en abrazos, o que lo intenta mientras se entorpece.

“[…] cuando los imperios pierden, el sur celebra.”

Otras sorpresas, posteriores al ahora en que mi asomo al futbol al otro lado del río llega a su fin, no sin la despedida oportuna de aquel flaco anfitrión, que se fue a hacer otra cosa durante el partido y apareció de mero último, casi narrativo, siempre sonriente: se lograron tu cerveza y tu juego, como que me dice con la serenidad de sus ojos.

Y lleva la razón: una vez crucé la línea imaginaria que separa a dos países y nadie me hizo daño. EP

Este País se fundó en 1991 con el propósito de analizar la realidad política, económica, social y cultural de México, desde un punto de vista plural e independiente. Entonces el país se abría a la democracia y a la libertad en los medios.

Con el inicio de la pandemia, Este País se volvió un medio 100% digital: todos nuestros contenidos se volvieron libres y abiertos.

Actualmente, México enfrenta retos urgentes que necesitan abordarse en un marco de libertades y respeto. Por ello, te pedimos apoyar nuestro trabajo para seguir abriendo espacios que fomenten el análisis y la crítica. Tu aportación nos permitirá seguir compartiendo contenido independiente y de calidad.

DOPSA, S.A. DE C.V