Julieta García González ensaya sobre la cascada de acontecimientos fascinantes suscitados en el mundo a partir del 2016 y sobre lo que viene.
Tiempos interesantes
Julieta García González ensaya sobre la cascada de acontecimientos fascinantes suscitados en el mundo a partir del 2016 y sobre lo que viene.
Texto de Julieta García González 11/03/22
Ojalá te toque vivir tiempos interesantes.
— Maldición atribuida a los chinos
Vimos la escena como si miráramos un choque en cámara lenta. Más que ver, escuchábamos con fascinación y horror: Donald Trump, en su letanía continua e inagotable, hablaba de mujeres, de cómo iba tras ellas en algo que podríamos llamar acoso. El video —de 2005— mostraba un autobús desplazándose: con las voces en off de Trump, candidato presidencial, y del entonces conductor, Billy Bush. Bush alerta a Trump: en breve, se encontrarán con quien los conducirá al set, la actriz Arianne Zucker. En voz del candidato, se escucha: “Me siento atraído automáticamente por la belleza; simplemente empiezo a besarlas. Es como un imán. Sólo beso. Ni siquiera espero. Cuando eres una estrella, te dejan hacerlo. Puedes hacer lo que quieras. Agarrarlas del coño… Lo que quieras…”.
Era octubre de 2016 y estábamos reunidos en familia en una casa en la playa. El consenso era que había llegado el final de esa figura tan estrafalaria y desagradable. No había forma, se dijo, de que alguien así pudiera llegar a la presidencia del país al que asociamos con el poder, la democracia, la cultura pop, la innovación… Era imposible que con esa apariencia —de caramelo asoleado, con un tono solferino y el pelo como algodón de azúcar a la intemperie— y esa manera de expresarse, pudiera alcanzar un puesto de tal responsabilidad. Los argumentos iban y venían, aportando a las deficiencias del candidato. Entonces, aventuré una posibilidad: Trump, así como era, llegaría a la presidencia. Hubo toda clase de reparos airados. Mi familia no se distingue por llevar conversaciones meditativas: las sobremesas son una nube de palabras, carcajadas, voces que interrumpen, ocurrencias, cosas así. Pero ese octubre, después de negar mis dichos y burlarnos del candidato Donald J. Trump, guardamos silencio. De pronto pudimos ver una realidad que nos daba en la cara y que tenía más aristas de las que podíamos digerir frente a la puesta del sol.
Donald Trump fue presidente de los Estados Unidos durante cuatro años y su visión sobre las mujeres permaneció intacta mientras gobernó. Fueron públicos también sus desplantes y maltratos a mujeres que tenían alguna forma de poder, desde Hillary Clinton hasta Angela Merkel. Su gobierno fue una sucesión de dislates, delirios y tonterías que no sólo no cabe aquí, sino que es casi imposible de abarcar.
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Cuando Trump ganó la presidencia, el mundo entero —si nos guiamos por los diarios y las redes— pareció erizarse con estupor y susto. Pero esa presidencia fue sucedida por algo más, algo comenzaba a moverse en el planeta: movimientos tanto populistas como de derechas comenzaron a adquirir la suficiente relevancia como para ganar los puestos más altos del poder o disputárselos seriamente en distintos países. A la par, empezó a consolidarse el poderío militar en muchas naciones sin importar su tipo de gobierno. Las redes amplificaron los discursos de los extremos: megáfonos a los que ningún país quiere o sabe cómo regular.
A su salida, Trump no se hundió, como le correspondía, en el desprestigio, sino que se infló como un villano de caricatura: incitó un levantamiento muy torpe y alimentó un movimiento desconcertante que lo quiere ver de nueva cuenta en el poder.
Poco sabíamos entonces que presenciábamos con ese levantamiento del inicio de algo que no sé nombrar, de un fenómeno que no habíamos percibido.
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A finales de 2019 tuve un sobresalto de salud y una cirugía. Un mes más tarde, cuando aún me desplazaba con mucha dificultad, llegó el primer aviso del coronavirus. Vi un video de cómo en China se levantaba un hospital “instantáneo” con miles de camas. Cuarenta días después volvimos al encierro.
Sé que se ha dicho hasta el cansancio: que nos encerramos y enloquecimos un poco, que el desconcierto y el miedo hicieron de las suyas, que la vida cambió para la mayoría.
Al asomarme a los años venideros, lo que veo no está solamente en las pérdidas y desórdenes que llegaron desde el 2020, sino en algo que se cocinaba desde tiempo atrás; algo parecido a ese choque en cámara lenta que mi familia y yo creímos ver cuando los medios hicieron público ese video nefasto de quien sería presidente de Estados Unidos.
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Veo que la solución facilona para discutir lo que estamos enfrentando —guerras, desasosiego, desigualdad, muerte, dolor— es decir que esta es la naturaleza humana y que ni modo.
Se me cuecen las habas por hablar del cambio climático y de cómo el futuro viene como una bola de fuego que lo calcinará todo a su paso. O de la incapacidad de quienes no se quieren vacunar para ser solidarios, porque esta renuencia se extenderá hasta teñir cada rincón de enfermedad y muerte. O de las grandes corporaciones, que hacen palidecer las fantasías tanto de los escritores de ciencia ficción como de los regímenes totalitarios, porque su interés no está en hacer el mal per se, sino en ganar a toda costa. O del abismo que se ha instalado entre las personas a todo lo largo y ancho del mundo: estos hoyos por donde se nos cuela lo mejor que tenemos y por los que tal vez perdamos al menos a una generación. O de la guerra que ocurre en tiempo real, como nunca antes, en las pantallas internacionales y de las guerras oscuras que minan el entramado social.
Pero no puedo hablar de nada de eso porque reduciría ese fenómeno al que percibo ya muy cerca a algo tangible, discernible, en lugar de presentarlo como el entramado caótico que siento frente a nosotros.
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Me gustan las historias que fueron escritas poco antes del estallido de las guerras y en las que se percibe la respiración de una bestia a la que se intenta silenciar. Las memorias de Vera Brittain y las ficciones Virginia Woolf, por ejemplo, en la primera mitad del siglo XX. O las que se escribieron cuando las cosas estaban por cambiar de manera definitiva y los autores se paraban sobre una grieta: el recuento de Bernal Díaz del Castillo, los Naufragios de Álvar Núñez, la Anábasis de Xenofonte. Me fascinan estas narraciones reales de mundos que colapsan —de vidas segadas en altares inútiles o de transformaciones imposibles de aprehender por quienes las vivían— en parte porque me obligan a ver el momento presente. Hay, en cada una de esas historias, largos fragmentos dedicados al desencuentro, a la incomprensión, a la sensación de pérdida, a situaciones que no pueden describirse más que con rodeos, porque faltan las palabras que designen lo que quien narra vive.
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Lo que parecía una broma se condensó en enero de 2021 como un emblema del futuro: una parte de la grey adoradora de Trump se lanzó al Capitolio en una de las insurrecciones más caóticas y absurdas que se hayan registrado. Sabiéndolo sin saberlo, los ciudadanos fuimos partícipes de esto que unos llaman declive, otros llaman cambio de reglas y unos más no tenemos las palabras para nombrar: lo mismo que hoy ocurre en la guerra ruso-ucraniana.
Durante 2021 los medios se declararon más en crisis que nunca: cerraron, cedieron, cambiaron, se agarraron desaforadamente al capitalismo más puro o apelaron a la buena voluntad lectora. Desde 2021 y con mayor fuerza este primer trimestre de 2022, lo que parecían poquitos descalabros en 2016 se fortalecieron: militares haciéndose del poder abierta o secretamente; derechas alocadas tomándose libertades para sí y quitándolas a los ciudadanos, izquierdas atontadas que van por la vida dándose de topes sin encontrar salidas a los problemas que se crean y pareciéndose demasiado a las derechas que detestan; sistemas que colapsan por acá y por allá.
Las reinas universales, con un imperio que trasciende todas las fronteras, son las redes sociales. Son las únicas que triunfan, venciendo lo mismo que dicen defender.
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Estos últimos años han sido como meter las manos a la masa que vas a hornear y luego meterlas al lodo y luego meterlas al éter para componer con todo eso algo que aún no tiene sentido.
El 2021 y el arranque de este 2022 han sido para mí de pérdidas importantes: una muerte muy cercana y otras en la órbita de lo conocido y querido; quebrantos en la salud de mi tribu; el cese de un proyecto amado, con las rupturas que esto conlleva… Me confunde haber creído en promesas que se rompieron o quedaron truncas: por un lado, está la muy humana decepción; por el otro, el hecho de que las esperanzas cimentan acciones muy concretas. Ahora veo lo que resta del año con otros ojos. Es una bestia diferente.
Me rodea —cerca y lejos, en las infames redes y en la vida real— un grupo heterogéneo de personas con sentires emparentados: los que arrastran una furia inmensa por los espacios públicos que ven perdidos, los que ven sus privilegios amenazados, los que creen que sólo ellos tienen la razón, los que quieren hacerse de los privilegios de los otros, los que sienten que esto se nos fue de las manos. Dicen no coincidir, pero están parados en el mismo lugar. Desean un mundo que no volverá más, que no será de nuevo en la realidad; se niegan a conformar lo que vendrá fuera de lo que hoy conocen.
Después del primer trimestre, el 2022 traerá con más fuerza lo que se ha soltado desde 2016 a la fecha en una cascada de acontecimientos fascinantes que han cambiado el rostro del mundo y que prefiguran desde ya el futuro. Ese futuro llegará con solidez y sin miramientos a crecer sobre lo sembrado y estos dos últimos años servirán como su punto de partida.Espero tener la mente abierta, el corazón caliente, la energía suficiente como para cambiar lo que pueda y aceptar lo que no. Vienen tiempos interesantes. EP
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