Las obras que se han producido alrededor de la comida no son mínimas. En este texto, Fernando Clavijo se acerca a la comida japonesa a través de su representación en manga, literatura y televisión.
Manga y televisión sobre comida japonesa
Las obras que se han producido alrededor de la comida no son mínimas. En este texto, Fernando Clavijo se acerca a la comida japonesa a través de su representación en manga, literatura y televisión.
Texto de Fernando Clavijo M. 01/02/22
Me gusta leer cómics y novela gráfica porque ejemplifican el valor de la imagen en las historias. No solo por el hecho obvio de que hay dibujos, sino porque las tramas están contadas en un número de recuadros que siempre será menor al número de frases que se requeriría para decir lo mismo con palabras. Es decir, la economía de lenguaje abarca incluso al lenguaje pictórico. Así, me gusta ver que las imágenes comunican no solo a personajes en situaciones, sino estados de ánimo y ambiente.
Existen ejemplos, por supuesto, de un grado de simplificación narrativa que puede llamarse caricatura. Pero eso sucede en cualquier otro medio, como la televisión e incluso la música (¿qué es un ringtone sino una caricatura de la melodía original?). Ya he reseñado con anterioridad cine y manga japonesa sobre comida —la película Tampopo y las ediciones de Food Wars: Shokugeki no Soma que distribuye Panini—, pero quiero comentar dos libros gráficos más, ambos sobre Japón y sobre la comida, además de una serie de televisión disponible en Netflix.
El primer libro es Get Jiro, idea de Anthony Bourdain ilustrada por Joel Rose. Situado en un futuro no muy deseable (a un paso de la distopía), los chefs se han convertido en cárteles políticos y económicos que luchan sangrientamente por el control territorial y favor de los consumidores, foodies enloquecidos. Los dos bandos principales están muy bien pensados, y concuerdan con la postura y estilo de Bourdain, un cínico encantador. Por un lado, una mujer supuestamente ambientalista que promueve lo local y orgánico, pero en realidad representa intereses económicos con resultados poco amables al paladar. En contraparte, un hombre de negocios con mucho más dinero que principios, con el ojo fijo en la experiencia culinaria como medio para el deleite. Ambos compiten por hacerse de Jiro, un chef japonés tradicional, solitario y de pocas palabras, como corresponde a todo héroe.
Yo creo que Bourdain era más un gourmet que un foodie, y por eso se proyecta a través de un personaje francés (como su padre) que hace una preparación sencilla pero laboriosa llamada pot-au-feu, que consiste en una mezcla de carne y verduras hervidas. Para los foodies —que Bourdain identifica más con el snob consumista y esclavo de la moda— hay una buena cantidad de datos aislados y name-dropping. Los clientes de un restaurante de sushi, por ejemplo, son aborrecidos por abusar del wasabi (rallado en la mesa), por mojar el arroz en la soya o por no llevarse el nigiri a la boca con el pescado hacia la lengua. En otro momento, un cocinero es enjuiciado por servir ensalada caprese en pleno invierno. También hay menciones más honoríficas que reales de temas como la obesidad, migración, misoginia y ecología en lo relacionado con la alimentación. El único tema tratado con seriedad es el control que los proveedores —mayoristas o políticamente correctos— ejercen sobre los cocineros.
El comentario de Bourdain me gusta: la guerra de restauranteros y modas nada tiene que ver con la verdadera comida, que debe permanecer doméstica en el sentido de reconocible y familiar. Su modo de hacerlo, sin embargo, es tremendamente comercial, enfocado a las ventas por lo colorido de sus recuadros, y por lo plano de sus personajes. No puede deshacerse de la visión norteamericana de la vida como conflicto y triunfo.
Vale la pena hacer un pequeño desvío para mencionar el reciente documental sobre Bourdain, titulado “Roadrunner: A film about Anthony Bourdain”. Estrenado en 2021 no trata de comida sino que es una ocasión para volver a ver, disfrutar y extrañar a este personaje tan entrañable. A final de cuentas, Bourdain no se hizo famoso como chef ni como crítico culinario, sino como escritor y artista. Si hay algo hermoso y triste en este largometraje es la lucha, búsqueda e insatisfacción perenne del artista. De hecho, aunque no se menciona a México, sino a Japón, Vietnam y el Congo, a mí me gusta recordar que fue Bourdain el primero en reconocer a Ensenada, Baja California, como la nueva Toscana.
El segundo libro es Kodoku no Gurume (El gourmet solitario en su traducción al español), escrito por Masayuki Kusumi e ilustrado por Jiro Taniguchi, mucho menos llamativo que el cómic norteamericano. Para empezar, es en blanco y negro y no tiene ni de lejos la variación en tamaños de cuadros o hiperrealismo que caracterizan a Get Jiro. El carácter de estas viñetas —un hombre moderno y occidentalizado, siempre de corbata— viaja por negocios y así nos hace convivir con el verdadero personaje principal de este libro maravilloso: los barrios. Con la claridad que solo nos otorga la soledad, en cada capítulo el comerciante explora un barrio en busca de un platillo que le corresponde. A veces lo encuentra, a veces se equivoca un poco. Pero siempre come bien y luego sigue su camino. Hay menos conflicto y con ello casi ninguna tensión narrativa, pero mayor fluidez y verosimilitud.
En uno de estos capítulos, por ejemplo, camina por el antiguo barrio hippie tokiota de Nishi-Ogikubo, por una calle más bien vacía. Es común que las historias empiecen así, con un establishing shot del paisaje urbano particular. Entra a un sitio que no le convence, pero que es el único abierto y pide el menú del chef por no saber cuál es la especialidad. Como entrada le dan un té ahumado y, mientras llega su comida, explora el lugar: palillos no desechables, condimentos sin aditivos; sus prejuicios lo hacen desconfiar. Cuando llega el servicio —con un bol completo de arroz blanco, ensalada de algas y zanahorias, sardina al carbón con vinagre y azúcar, ensalada de papa, espinacas de color verde profundo, tofu deshidratado con huevo y hongo shitake, más una sopa miso con rábano y tofu fritos—, prueba primero el arroz y se sorprende de que esté bueno. Poco a poco va tomando confianza y termina comiendo todo con gran apetito. Al final, convencido, pide otro platillo.
En otra viñeta, el personaje vaga por el barrio de Akabane, al norte de Tokio, y entra bastante temprano (antes de las 9 AM) a un local en busca de sukiyaki, un guiso dulzón de carne y verduras. Ahí le informan que todavía no está listo, de modo que explora los especiales: croquetas de hueva de salmón, anguilas asadas sobre un bol de arroz, y en eso empiezan a llegar los habituales. Para sorpresa del viajero, uno de ellos pide un coctel de shochu (destilado de arroz, camote o cebada) con manzana verde; otro, el mismo shochu con soda; y otro más, cerveza. Parece ser un lugar para beber más que para comer, los platillos parecen estar hechos para acompañar el alcohol, lo cual es toda una especialidad en Japón. Lleno de gente que trabaja de noche, esta taberna parece ser el fin del día en plena mañana.
La viñeta del local para la gente que vive de noche me recuerda mucho al Golden Gai, un laberinto de callejones en las calles traseras del barrio Shinjuku, una zona de bares que albergan a no más de ocho personas. Situados uno junto al otro, presentan una diversidad asombrosa de ambientes. Paseando por esos bares se bebe un poco y se prueba la comida que los encargados ofrecen a manera de compañía, al estilo de lo que sucede en México en las cantinas. Hace unos años volví allí (la embajada de Japón en México me invitó nada menos que para comer) y me sorprendió encontrarme con hordas de norteamericanos entrando a locales que ahora cobran cover, absolutamente “cancunizado”. Una lástima, pero algo que imagino será pasajero mientras que la zona y la cultura perdurarán, como todo en ese país milenario.
Así, el libro nos presenta a una clase trabajadora oculta y nos transporta a un universo separado del resto de las calles, sensación personalísima. Si nuestro personaje sabe gozar de su propia compañía, también se sabe adaptar a la situación social en la que se encuentra. Por medio del placer de la comida y desde un punto de vista íntimo, el autor reflexiona sobre lo social. En eso tiene razón el prefacio del traductor francés de la edición que yo leí, Patrick Honnoré: dice que este libro debe leerse y releerse con el cuidado y atención con el que se ven películas de Truffaut o Cassavetes. Ha sido tanto así que la obra ha inspirado una serie y una película del mismo nombre. Para los amantes de la comida y costumbres japonesas, éste es un libro delicioso. El gourmet comerá cangrejo, curry en un estadio de béisbol, comida de tren y hasta la de mini-market (en las calles de Tokio se ven muchos 7-Eleven y otros llamados Lawson’s) para llevar a su departamento ínfimo.
Hace ya un par de años, Netflix produjo una serie llamada Midnight Diner (también basada en un manga) sobre una taberna precisamente en esas calles detrás de Shinjuku. Como su nombre lo indica, esta abre tarde. Recibe a cabareteras, trabajadores trasnochados e incluso miembros de la yakuza (mafia japonesa). El dueño y chef (“The Master”) —interpretado por Kaoru Kobayashi— hace preparaciones sencillas y bien cuidadas. La comida ocupa un papel frontal, pero en esta serie el objetivo también es presentar a una rebanada de la sociedad japonesa.
Al final de cada capítulo se ofrece la receta principal. Normalmente preparaciones sencillas como carne de cerdo empanizada estilo Tonkatsu, diferentes tipos de omelette, ramen y hasta salchipulpo. La luz y música suave de estos episodios los hace ideales para una tarde de domingo, pues tienen un efecto calmante. Aunque no se trata de eso, sino del cambio de valores tras la derrota de Japón en la Segunda Guerra Mundial. La novela An Artist of the Floating World del maestro Kazuo Ishiguro, también muestra el ir y venir de los bares en la zona de Arakawa, al este de Tokio. El bar que frecuentaba el personaje principal —precisamente un pintor— florece y luego cierra, recordando la manera en que el poder intelectual y artístico oscila a la par de los intereses políticos y económicos.
Estos vaivenes de Ishiguro, como los episodios cortos de la serie dirigida por Joji Matsuoka y las viñetas de Jiro Taniguchi, son apenas bocados. Muestran que la vida no es más que un rato compuesto de muchos ratitos. Parece un poco existencialista, budista en el sentido de que más que confrontar permiten que se fluya. Los eventos se suceden, la narrativa es opcional. Aun así, la comida es parte integral de estas historias por algo. Tal vez porque, aparte del sexo, muy pocas cosas ligan lo necesario y primitivo con la sofisticación y hasta la perversión de la cultura. Usan la comida porque su experiencia es universal, social e íntima a la vez, nos une en uno de los rituales más alegres y antiguos de la humanidad. Un ritual que, además, es diario. Tres visiones de la comida en Japón que son también tres enfoques sobre la vida moderna. Una observa al mundo como una arena de lucha (comercial); otra como una aldea llena de maravilla; y la última como una serie de aforismos o desencuentros fortuitos. Yo me quedo con la segunda, pero por suerte, no es necesario escoger. EP