En literatura debería existir buena o mala y nada más; pero la hemos rodeado de etiquetas, tal vez para justificar algunos placeres o quizá simplemente como un acto de discriminación. Los distintos caminos literarios suelen llamarse géneros y, en este brillante texto, Alberto Chimal los desbroza con claridad y pasión de lector.
Ya existen terapias para que dejes de ser (sub)género
En literatura debería existir buena o mala y nada más; pero la hemos rodeado de etiquetas, tal vez para justificar algunos placeres o quizá simplemente como un acto de discriminación. Los distintos caminos literarios suelen llamarse géneros y, en este brillante texto, Alberto Chimal los desbroza con claridad y pasión de lector.
Texto de Alberto Chimal 08/12/21
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Al hablar de sus primeras lecturas, una de las escritoras mexicanas más reconocidas en el mundo admite (con mucha vergüenza) haber leído un libro de Stephen King, autor “de género”.
Un narrador mexicano, igualmente traducido y elogiado, ensalza a la narradora puertorriqueña Rosario Ferré e incluye la afirmación de que “Muñeca menor”, el cuento clásico de Ferré, tiene entre sus virtudes “[trascender] por completo el género”.
“Una manera de desdeñar la obra de Dávila es condenándola al estante de la literatura de horror”, escribe un crítico para celebrar la obra de la gran cuentista mexicana Amparo Dávila. En ese estante, por supuesto, estaría la obra de Stephen King, entre otros muchos autores del mismo “género”.
Algo parecido ocurría con frecuencia (no sé si ocurra todavía) en muchas universidades del país: cuidado, por ejemplo, con sugerir que Pedro Páramo, de Juan Rulfo, contenía elementos de imaginación fantástica, dado que en ella hablan los muertos y eso, bueno, no sucede en la vida real. “Rulfo es gran literatura, no género”, me respondió un profesor, muy indignado, cuando tuve la pésima idea de decir eso en su presencia. Le temblaba un párpado.
Si una persona desprevenida se enterara de estos y otros muchos casos en los medios actuales, así como en décadas de crítica, podría quedarse con la idea de que la palabra género designa una especie de lacra: un defecto físico o moral, una tara. Una característica muy desagradable de algunas obras artísticas, y a lo mejor hasta de sus creadores. Demasiada gente la compararía con una discapacidad congénita, un color de piel demasiado oscuro, un rango demasiado bajo en la escala social: una falla que acaso no es del todo culpa de quien la tiene, pero que —en los melodramas que se cuentan las sociedades occidentales— puede y debe superarse para tener acceso a la prosperidad, el poder o la fama. Era de género pero luego se compuso. A pesar de ser género, era buena y tenía gran corazón. Venía del género pero trabajó y logró sacar adelante a su familia sin ayuda de nadie. Rezó y rezó hasta que Dios lo iluminó y lo hizo buscar una terapia de conversión, con la que podría dejar de ser de género.
(E imagínense si, en vez de hablar de género, se habla de subgénero…)
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Antes de continuar, debe decirse que la palabra género (por si le hicieran falta problemas) tiene varias acepciones distintas en el castellano actual, y éstas no siempre se distinguen ni delimitan adecuadamente. Género puede ser la forma de una obra, según la categorización clásica; puede ser no la forma, sino el contenido de ciertas obras con la misma forma general; puede ser el “conjunto de características diferenciadas que cada sociedad asigna a hombres y mujeres”, como dice Wikipedia; puede ser incluso un tejido o producto textil, una tela, como la muselina o el poliéster. Siempre estaremos en peligro de confundir género, género, género y género.
Todavía más, los ejemplos que mencioné al comienzo se refieren todos a un quinto tipo de género: aquellas categorías que reúnen a obras artísticas más o menos semejantes, tanto en forma como en contenido, y además creadas (o al menos difundidas) para explotar comercialmente una tendencia o una moda en cierto entorno particular. Son obras despreciadas por su presunta intención mercenaria, mercantilista, y porque ésta causa una percepción de mala calidad, de trabajo hecho deprisa y al descuido. A veces se les llama subgéneros.
También debe decirse que el término subgénero no ayuda mucho a aclarar la confusión, porque tiene sus propios problemas. El prefijo sub- se puede interpretar como un modificador que sugiere simplemente menor tamaño, como en subconjunto, lo que pondría al término como sinónimo de la segunda acepción de género que ya mencioné. La novela histórica, digamos, sería un subgénero, o subconjunto, de la novela en general, porque no todas las novelas son novelas históricas.
Por otro lado, fatalmente, el prefijo también suele entenderse como un indicador de inferioridad: la novela histórica sería algo intrínsecamente despreciable, indigno de compararse con aquello nebuloso, difícil de precisar, que sería “la novela” sin calificativos. Esta podría ser la idea que tienen los estimables autores y profesores de mis ejemplos, quienes intentan protegerse, y proteger a sus libros favoritos, de ser considerados poca cosa, triviales, basuras.
Finalmente, las connotaciones negativas de la noción de subgénero pueden ir más allá del éxito (real o imaginado) de tal o cual tipo de obras, y convertirse en meras indicadoras de exclusión.
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Para evitar más dificultades, voy a usar aquí, junto con subgénero, una tercera palabra: genre, un galicismo de la lengua inglesa que se emplea en ella, de manera más estricta, para obras mercantilizadas y homogéneas. (Sospecho que una traducción descuidada de genre nos da la quinta acepción de género.)
Stephen King es famoso por sus obras dentro del genre del terror sobrenatural; al cineasta italiano Lucio Fulci se le encuadra en el genre del giallo, un tipo de película de horror que se caracteriza por su violencia extrema y explícita; J. K. Rowling, trabajando en una mezcla del genre de las novelas de formación en internados (típico de la literatura de su país) y el genre de la narración fantástica con influencias de la mitología inglesa, creó su propio genre: la serie de novelas acerca de niños con poderes especiales y la necesidad de aprender a usarlos. (Efectivamente, las novelas de la serie de Harry Potter fueron tan populares durante la primera década del siglo que tuvieron centenares de imitadores.)
Subgénero, o genre, es menos una clasificación artística que sociológica, o mercadotécnica: nos habla de las predilecciones, las aversiones, las preocupaciones de un cuerpo social determinado, al que además de venderle cosas se podría estudiar de diversas maneras, para comprender mejor sus circunstancias.
Para ilustrar, he aquí la historia brevísima del origen de otro genre. El término ciencia ficción (science fiction: la traducción al castellano también está mal hecha) fue acuñado en 1926 por el editor luxemburgués-estadounidense Hugo Gernsbacher, más conocido como Hugo Gernsback. Éste buscaba nombrar los textos que publicaba en dos revistas suyas, Amazing Stories y Wonder Stories, y que eran básicamente cuentos de aventuras con un componente de especulación científica, un poco a la manera de H. G. Wells o Julio Verne. El nombre de su genre tuvo éxito, y sigue existiendo hasta ahora como una clasificación significativa, porque en los Estados Unidos de los años veinte —el periodo de prosperidad antes del crack financiero de 1929— había un público joven, deseoso de entretenerse y de ganar dinero, que lograba lo primero leyendo los cuentos y novelas promovidos por Gernsback y se convenció, gracias a ellos, de que podía alcanzar lo segundo mediante el estudio de las ciencias o las ingenierías. Parte de ese público aplicó sus aprendizajes en la industria bélica durante la Segunda Guerra Mundial, o en la industrialización acelerada de su país en los años cincuenta, cuando los Estados Unidos consolidaron su estatus de potencia mundial. La fascinación por el futuro promisorio que “iba a traer la tecnología” perduró y se afianzó como ideología y reclamo comercial. Hasta hoy, la imagen de los estadounidenses como vanguardia tecnológica global sigue existiendo y está apoyada, en parte, en una cultura popular que ha asimilado muchos argumentos, personajes y escenarios icónicos de la ciencia ficción y los emplea con naturalidad. (Notablemente, hay públicos que los aceptan con entusiasmo siempre y cuando no estén etiquetados como “ciencia ficción”. La tecnología avanzada que se representa en incontables películas de acción o series policiacas, y todo el cimiento argumental del universo fílmico de la Marvel, tienen sus orígenes en obras de ciencia ficción, pero no producen la misma reacción de incredulidad o desagrado que, digamos, una película como Con destino a la Luna de George Pal producía en la mayoría de los cinéphiles de los años cincuenta.)
Las palabras ciencia ficción, como cualquier otro nombre de un genre, están ligadas al tiempo y contexto de su acuñación y no se pueden entender del todo fuera de ellos. Sus historias se exportaron a otros países, y se han imitado en ellos, pero en ningún lugar han podido incorporarse sin transformaciones a culturas y circunstancias distintas de aquellas en las que fueron creadas inicialmente. En la América Latina actual, se escribe ciencia ficción (y muy interesante), pero ésta parte casi siempre de cuestionar o atacar frontalmente muchas suposiciones y sobreentendidos de la cultura estadounidense del tiempo de Gernsback, desde el lugar de las mujeres y otras poblaciones discriminadas en las narraciones hasta el papel de la tecnología en la vida de una sociedad.
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Dicho lo anterior, ¿por qué es tan malo que una obra sea de subgénero? ¿Por qué es algo que deba evitarse, o por lo menos disimularse?
Buena parte de la explicación tiene que ver, evidentemente, con prejuicios de clase. Si una obra con éxito comercial es una obra popular, conocida y apreciada por mucha gente, quien no quiera sentirse “cerca de la gentuza” tendrá que optar por aquellos productos culturales que gusten a pocos, que sean de más difícil acceso, y defender su carácter exclusivo. Las artes son, en muchas ocasiones, un símbolo de estatus: un indicador de poder e influencia. Esto afecta no solamente la recepción y el comercio de obras individuales sino la carrera y la vida de quienes las crean. Philip K. Dick, otro narrador estadounidense, hoy inmensamente apreciado y con tres tomos de sus novelas en la prestigiosa colección canónica Library of America, fue reconocido como un gran autor hasta después de su muerte, tras haber vivido en la clase media baja y publicado la mayoría de sus obras en revistas y editoriales poco apreciadas por el establishment literario, porque su especialidad era la ciencia ficción. Casi un siglo antes, Sir Arthur Seymour Sullivan, considerado con frecuencia el más talentoso compositor británico del XIX, escribió trabajos corales y orquestales, ballets e himnos, y 26 óperas incluyendo Ivanhoe, su obra más ambiciosa, que —por ser una obra seria, de tema histórico, basada en una novela capital de la literatura en inglés— era para él un deber como artista ennoblecido y su mejor apuesta para la gloria; hoy, sin embargo, a Sullivan se le recuerda únicamente como mitad de la pareja de Gilbert y Sullivan, autores de óperas cómicas (u operetas: otro nombre despectivo) como El Mikado, H. M. S. Pinafore o Los piratas de Penzance.
Otros prejuicios, desde luego, también pueden influir en lo que se considera genre (o se menosprecia como tal) más allá de la notoriedad y el éxito comercial de tal o cual tipo de obras. Aunque no siempre ha habido una alta popularidad de los libros escritos por mujeres, las escritoras suelen encontrarse con colegas (hombres) que desprecian su trabajo, e incluso niegan su derecho de crearlo, simplemente porque no son hombres. De forma similar, los pueblos originarios del continente americano se han encontrado durante siglos con que sus artes son confinadas al gueto de “lo indígena”, que es definido desde afuera e impone ciertas expectativas sobre lo que pueden decir y, sobre todo, a quién pueden decirlo: quién debe prestarles atención y dar valor a su trabajo. Así, “literatura femenina”, “artes indígenas” y otros similares son casos de subgéneros que se conciben como pretextos para la marginación.
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Y hay más. Cuando la noción del subgénero o genre se convierte en cobertura de la segregación, ayuda también a ignorar la existencia de otras categorías… o genres: especialidades populares pero socialmente toleradas en su propio contexto.
No es verdad, por ejemplo, que los subgéneros más frecuentados en México sean categorías como science fiction, weird fiction, supernatural horror, noir…, es decir, inventadas en el exterior. El genre central de la literatura mexicana en la primera mitad del siglo XX fue, desde luego, la novela de la Revolución, que de hecho se vendía bien y que fue cultivado por muchos más autores que Azuela, Guzmán o Yáñez. Un siglo después, a la narrativa del narcotráfico, o de la violencia criminal en general, deben agregarse entre otros el reportaje político, el manual de autoayuda y el libro (de lo que sea, el tema no importa) firmado por algún influencer de las redes sociales. Los últimos no son muy apreciados, pero son los que más venden, así que quienes los publican no se preocupan; los primeros, aunque no venden tan bien, tienen una apariencia de seriedad, de preocupación por “los grandes temas nacionales”, que les da respetabilidad en entorno social y político que, por lo general, no tiene interés alguno en las artes y las ve como un lujo inútil.
La pregunta que podría hacerse ahora es por qué siguen existiendo subgéneros no sancionados. ¿Por qué alguien en México optaría por escribir una novela “de lo extraño”, o alguien en la India un cuento de realismo mágico? Un plan de vida con semejante base es completamente absurdo. El mejor especialista en un genre, el de más poder expresivo y más profunda y amplia visión, tendrá que pasar la mayor parte de su tiempo simplemente justificando la existencia de su trabajo antes de recibir la atención que le llegará, de inmediato, al más mediocre de los autores convencionales. Generaciones enteras de especialistas mexicanos en tal o cual subgénero se han malogrado tras numerosos fracasos, o han sido olvidadas, minimizadas, después de éxitos relativos. Obras que podrían haber influido en creadores posteriores, e incluso alterado la trayectoria de alguna de las artes nacionales, se han perdido.
Unos pocos —en especial si pertenecen al estrato social adecuado— consiguen disfrazar su trabajo de algo distinto, más cercano a la sofisticación de la “alta” literatura (el caso emblemático es el de los cuentos fantásticos de Carlos Fuentes y su novela Aura). Otros logran escapar de su entorno opresivo y empezar desde cero en algún otro, como en años recientes ha logrado la escritora Silvia Moreno García: emigrada a Canadá, ha hecho una carrera como narradora de subgéneros con gran éxito en inglés, en un mercado si no respetado al menos lo suficientemente fuerte y próspero para permitirle ganarse la vida con su escritura…, y este año, gracias a su novela Mexican Gothic (que venció a Stephen King en la encuesta anual de popularidad del portal Goodreads), puede que ya sea tan conocida y querida, aunque en otro ámbito, como las celebridades que cuidadosamente se apartan del mal olor del “género”.
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En cuanto a los demás: a quienes no quieren o no pueden marcharse o disfrazarse, y sin embargo persisten, habrá que pensar que son artistas. Que trabajan a partir de sus pulsiones profundas, de sus desajustes con el mundo, y no pueden hacerlo de otra forma. Debimos sospecharlo, ya que tampoco llevan el cálculo comercial hasta sus últimas consecuencias y no abandonan del todo las artes para dedicarse al tráfico de personas, el futbol o la especulación financiera, que es donde está el dinero.
Tal vez han descubierto la recompensa secreta de trabajar en un subgénero, que consiste en que, sin importar tus lacras o tu falta de ellas (aun si eres hombre, blanco, rico, atlético, joven, heteronormado), ser atraído por aquello te llevará a conocer la discriminación. Aunque sea mínimamente, sabrás qué se siente estar del lado incorrecto del garrote. Algo aprenderás sobre la empatía y sobre la injusticia. EP
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