El 10 de junio de 2020 Alcohólicos Anónimos cumple 85 años. En este ensayo, construido en tres partes, el autor narra la historia de los fundadores, el descubrimiento que un antropólogo hizo sobre AA en la Ciudad de México y la historia de su propio padre.
Vértigo al desorden. Notas sobre el discurso autobiográfico y la fundación de Alcohólicos Anónimos
El 10 de junio de 2020 Alcohólicos Anónimos cumple 85 años. En este ensayo, construido en tres partes, el autor narra la historia de los fundadores, el descubrimiento que un antropólogo hizo sobre AA en la Ciudad de México y la historia de su propio padre.
Texto de César Tejeda 10/06/20
1. Mi primera vez en Alcohólicos Anónimos
Un recuerdo al que acudo frecuencia. Es el aniversario de mi padre en AA. Tengo unos ocho o nueve años y por algún motivo he subido a la tribuna. Es decir que me siento en la silla donde los alcohólicos anónimos realizan sus catarsis. Nunca he visto a mi padre beber: dejó de hacerlo unos quince años antes de que yo naciera, de manera que no tengo motivos para que su prolongada abstinencia me conmueva. Quién sabe qué pienso de las placas colgadas en las paredes, con frases como “Vive y deja vivir”, “Sólo por hoy” o “Los Doce Pasos de Alcohólicos Anónimos”. El asunto es que el aniversario está cerca de terminar y, por algún motivo que desconozco, he subido a la tribuna.
Tal vez conmovido por las palabras que otros alcohólicos anónimos han dirigido a mi padre, o tal vez intimidado por la mirada atenta del auditorio, me pongo a llorar, y agradezco a la asociación que gracias a ella mi padre hubiera logrado cambiar su vida cuando ésta era ingobernable. La ebriedad es un concepto que apenas comprendo —si acaso he visto a un par de tíos borrachos— y, desde luego, aquello de “vida ingobernable” es prácticamente ilegible para mí. Estoy allí, no obstante, llorando, después de haber dicho palabras que no comprendo, y tengo la sensación de que he logrado avergonzar a mi padre en su aniversario. Siento una especie de vértigo. Decido bajar de la tribuna derrotado, entre los aplausos compasivos de los alcohólicos anónimos que sonríen conmovidos y entusiastas.
2. El origen
Cuentan que Bill W —el padre fundador de AA— nació una fría mañana de noviembre de 1895 en Dorset, un pequeño poblado ubicado en el sur de Vermont. Cuentan que William Griffith Wilson era un niño de imaginación precoz, que a los diez años ya construía bumerangs y hasta telégrafos sólo gracias a su empeño, a su sensibilidad y a su gran capacidad de observación. Cuentan que era admirado por su inteligencia y que le deparaban un futuro brillante. Era cuestión de tiempo, decían sus maestros, para que sobresaliera del los demás descubriendo algo que transformaría la vida de millones de personas; estaba en su destino. Quién iba a pensar, viendo a ese niño despierto e inteligente, que el alcohol terminaría siendo la más feroz de sus motivaciones.
3. Literatura oficial
No es fácil encontrar libros que aludan al programa de Alcohólicos Anónimos en la literatura. En México, por ejemplo, encontré tres: Delirium tremens, de Ignacio Solares; Vivir y beber, de Hugo Hiriart; y Hombres en fuga, de Carlo Coccioli, quien era italiano, pero cuya crónica trata sobre los grupos de AA en México, un país en el que vivió gran parte de su vida.
En Hombres en fuga mi padre aparece en tres ocasiones, algo que a él solía enorgullecerle cuando ya podía ver su alcoholismo a la distancia, y que hoy me enorgullece a mí por extraña añadidura. Heredé un ejemplar de la primera edición publicado por Diana en 1971. Está firmado por el autor, quien le desea a mi padre “alegría de vivir” en la portadilla. En la página legal, mi padre anotó los números 240, 290 y 294, que corresponden a las páginas de sus apariciones. En la página 240, esto dice Coccioli sobre mi padre:
“Habla C., el de la voz trémula, inteligente:
«Un día estaba tan desesperado que bajé al metro y me encontré en La Merced, en los mercados, y, puesto que tenía necesidad de una presencia mía, viva, que no me hiciera reproches, compré una gran rana. No sabía que hubiera ranas tan grandes. Y la llevé a casa, y le hablaba, y me daba la impresión de que me contestaba. Y comenzó un juego entre la rana y yo. Decía a los de mi casa: ‘Dentro de dos horas, lloverá’. Y ellos: ‘¿Cómo sabes?’. Y yo: ‘¡Me lo ha prometido la rana!’. O bien decía: ‘La rana, que es doctora en eso de la política, me ha comunicado confidencialmente que habrá una ofensiva en Vietnam’. Jugaba porque tenía necesidad de una comunicación, necesidad de la comunicación que era imposible, pero la gente de mi casa exclamaba llorando: ‘¿Ven? Está chiflado, el alcohol le ha quemado el cerebro, habrá que hospitalizarlo…»”.
Años antes de que mi padre muriera, y muchos antes de que yo leyera Hombres en fuga, él me había hablado de esa rana, aunque revelándome otros aspectos de la misma historia. De acuerdo con lo que yo recordaba, la rana era propiamente un sapo y no una rana muy grande. El tamaño, en todo caso, importa por lo que sigue: según mi padre, le gustaba colocarse al sapo en el vientre desnudo para que el frío del anfibio contrastara con el calor de su estómago durante las crudas. Eso lo ayudaba a sentir sosiego luego de ingerir alcohol excesivamente. Así se postraba él en la cama por largos minutos de alivio.
No recuerdo orgullo en las palabras de mi padre, pero tampoco vergüenza. Es posible que su relato tuviera un tono a veces confesional y a veces cómico, sin intenciones notariales o meramente informativas. En la escena que recuerdo, él habla de la rana con su hijo de 15 o 16 años, y lo hace con la frialdad de quien redacta sus memorias conociendo que la honestidad es el más persuasivo de los recursos. Sabe que la autobiografía carente de intimidad puede tirarse a la basura. ¿Cómo llegó mi padre —me pregunto ahora— a practicar esa forma del discurso autorreferencial? Si no existiera el libro de Coccioli, si mi padre no me hubiera contado aquello con sus propias palabras, para mí resultaría imposible imaginar que ese hombre que me crio en la más rigurosa de las sobriedades había llegado a hacer algo semejante.
4. Akron, Ohio
De acuerdo con la leyenda, Bill W. descubrió los tres ingredientes que lo llevarían al más importante de sus descubrimientos alrededor de los veinte años: el alcohol en la Primera Guerra Mundial, mientras fungía como un destacado capitán del ejército de Estados Unidos; la soberbia, luego de fracasar como estudiante de leyes al regresar de la guerra; y la estulticia, cuando decidió rechazar, por culpa de los ingredientes anteriores, una invitación del mismo Thomas Alva Edison para trabajar con él en sus laboratorios.
Eran los años veinte —los años dorados de la especulación— y Bill consideraba que su inventiva sería desperdiciada en cualquier lugar que no fuera la bolsa de valores. Sus biógrafos afirman que la imaginación de Wilson todavía logró hacerse paso entre el alcohol, la soberbia y la estulticia una vez más, y que gracias a ella logró reunir una módica fortuna. Los mismos biógrafos aseguran que los días 28 y 29 de octubre de 1929 —esos días conocidos como Crac del 29— Bill W miró con desprecio a los especuladores que decidieron saltar desde los rascacielos de Wall Street. Caminó, con su rostro parco, hasta un speakeasy —eran los años de la prohibición— y comenzó su famosa carrera alcohólica: “Mi dosis cotidiana era de dos a tres botellas de ginebra de preparación casera”, escribiría años después. Solía jurar por escrito que no volvería a beber; solía romper sus juramentos acto seguido.
5. Paradoja
Si uno, por alguna razón insospechada —incluso accidental— se pregunta qué es Alcohólicos Anónimos, y esa pregunta lo lleva a investigar sobre la asociación y sus documentos, terminará preguntándose —invariablemente— si uno es alcohólico o no. Basta, por ejemplo, con tomar alguno de sus folletos informativos, como aquellos dirigidos a quienes desconocen el Programa de los 12 pasos. El incauto se verá con un autodiagnóstico en las manos: veinte preguntas sencillas cuyas únicas respuestas posibles son “sí” o “no”. Algunas de estas preguntas podrían parecer inocuas, fáciles de contestar:
“¿Puede o podía en alguna etapa de su vida beber más que otras personas sin que se notara la cantidad?” Sí ( ) No ( ).
Otras, en cambio, hacen evidentes los síntomas de la enfermedad:
“¿Se levanta alguna vez en la mañana sin poder acordarse de lo que hizo y dijo la noche anterior mientras estuvo bebiendo?” Sí ( ) No ( ).
Según el autodiagnóstico, si uno responde de manera afirmativa a cuatro de las veinte preguntas es “potencialmente un alcohólico”. Si uno responde sí a seis o más, entonces es un alcohólico consumado. Yo, por ejemplo, respondí que sí a tres, entre ellas la de beber más que otras personas sin que se notara la cantidad, algo que mis amigos solían celebrarme y que yo mismo —a la Ernest Hemingway— había llegado a considerar de manera estúpida como un referente de masculinidad.
Digamos que alguien se encuentra con el folleto informativo en las manos, un folleto informativo que además de todo invita a la discreción, a responder en la intimidad las preguntas que contiene, sin compartir el veredicto con nadie. El incauto cuenta respuestas afirmativas consciente de que es posible engañar a muchas personas excepto a uno mismo —eso también dice el folleto— y, después de unos ajustes, decide resueltamente que no, que no es un alcohólico consumado. Más adelante, en el mismo documento, leerá que los alcohólicos suelen negar que son alcohólicos, que ésa es precisamente una de sus características principales, por lo que esa persona se verá habitando una especie de paradoja, en donde no importan tanto las respuestas como las preguntas.
El programa de AA, a través de la manipulación pedagógica, ha inoculado en el lector del folleto el germen de la autoconsciencia (self-awareness). “Todos somos —escribió Phillip Lopate— ignorantes cuando se trata de conocernos a nosotros mismos”, la paradoja que promueve el impulso autobiográfico.
6. El Grupo Oxford
Dicen que Bill W, ya harto de sus recaídas, visitó, por consejo de un amigo, al llamado Grupo Oxford: un movimiento evangélico que tenía como misión que sus miembros restituyeran el daño ocasionado a terceros, que ayudaran a quienes lo necesitaran y que no buscaran el prestigio personal. Cuenta el mismo Wilson que fue irradiado por una iluminación, y que bajo el lema “La fe sin obras es fe muerta” decidió dejar de beber y ayudar a cuanto alcohólico se lo permitiera. Desafortunadamente, Bill fracasó en sus intentos de ayudar a otros porque su ímpetu era más grande que su capacidad persuasiva, y porque a duras penas conseguía mantenerse sobrio a sí mismo.
Dicen que el rumor de que el mítico corredor de bolsa Bill W estaba sobrio se expandió rápidamente por Wall Street. Sus asociados volvieron a confiar en él, y uno de ellos le encomendó una misión comercial para que demostrara que estaba recuperado: William debía viajar a Akron, Ohio, y mediar en el pleito por el control de una pequeña compañía fabricante de maquinaria. Bill, entonces, viajó a Akron para cumplir con la encomienda, pero fracasó a pesar de la sobriedad.
La escena que sigue es verdaderamente cinematográfica: Bill W se lamentaba porque no podía salir adelante a pesar de su diligencia y de sus esfuerzos. Recordó su niñez, lo que deparaban para él, y lamentó el haberse convertido en ese ebrio que fracasaba incluso estando sobrio. Se autoconmiseraba golpeándose el pecho. Cuentan que comenzó a caminar a través del vestíbulo del hotel donde se había hospedado mientras tomaba una decisión: podía caminar al bar del mismo hotel para entregarse a la bebida; o podía caminar al teléfono de la recepción y pedir ayuda. Si la puerta del bar y el teléfono estaban, por decir algo, a veinte metros de distancia, entonces veinte metros separaban una decisión que a la postre iba a cambiar la vida de millones de personas.
7. El antropólogo y el bolero
Stanley Brandes era un antropólogo de California que a mediados de los años noventa viajó a la Ciudad de México para dirigir un programa académico. Todos los días realizaba un trayecto de veinte minutos de su casa hasta la universidad a pie y, en ocasiones, admirado por los tradicionales puestos de boleros, hacía un alto en su camino para que le limpiaran los zapatos.
Con el paso de los días, el antropólogo entabló amistad con un bolero al que por razones de anonimato decidió llamar Emilio. Mientras admiraba la forma diestra con la que Emilio empleaba productos para limpiar el calzado, lo escuchaba hablar de aspectos cada vez más íntimos de su vida. Los encuentros entre Stanley y Emilio solían prolongarse de tal forma que el antropólogo llegaba a la universidad con capas y capas de grasa en los zapatos que exudaban un olor a productos químicos. “Un día Emilio sacó el tema del alcohol. Me dijo que era alcohólico y que jamás podría tomar otro trago, pues de lo contrario inevitablemente reanudaría su vida de borracho”. Emilio era alcohólico anónimo.
Brandes, dueño de un agudo olfato antropológico y colmado de curiosidad, comenzó a orientar las conversaciones para que Emilio lo invitara a una de sus juntas, algo que, desde luego, logró. Emilio estaba seguro de que sus compañeros no iban a sentirse incómodos con la presencia del antropólogo porque entre ellos no había ninguna clase de diferencia.
El grupo de Emilio se llamaba Apoyo moral y era “un pequeño cobertizo de ladrillo, de una sola habitación y con un techo plano cubierto de chapopote”, ubicado en una colonia de clase baja de la ciudad. En aquella primera junta, a la que acudieron unos nueve alcohólicos anónimos, Stanley Brandes tuvo sentimientos de asombro por un motivo particular: todos los oradores —“que claramente pertenecían a la clase trabajadora”— habían mostrado un aplomo extraordinario y una gran articulación durante sus intervenciones. Carecían de educación formal, pero podían hablar de sí mismos por largos minutos, expresándose con franqueza e ímpetu: “Daban la impresión de tener gran control y confianza en sí mismos. La facilidad para hablar muestra, entre otras cosas, el aspecto escénico que poseen las juntas de AA en la Ciudad de México”, escribió Brandes en su libro Estar sobrio en la Ciudad de México. Lo que más había impresionado al antropólogo era la capacidad, aprendida en tribuna, que los alcohólicos tenían para hablar de sí mismo articulando sus historias personales.
8. Doctor Bob
10 de junio de 1935. Bill Wilson se encuentra en el vestíbulo del hotel donde se hospeda después de haber recibido un duro golpe al ánimo. En un extremo está la puerta del bar y en el otro un teléfono y el directorio de Akron, Ohio. El primer alcohólico anónimo de la historia puede caminar hacia el teléfono y cambiar la vida de millones de personas o puede, en cambio, caminar al bar y destruir una sola vida: la suya.
Bill W, como se sabe, caminó al teléfono, buscó en el directorio los números de las iglesias de Akron, eligió uno al azar y marcó. En una coincidencia feliz, por no decir un milagro, había elegido nada más y nada menos que el teléfono de un ministro del Grupo Oxford, y le dijo que necesitaba desesperada, urgentemente, hablar con otro alcohólico para calmar sus ansias de beber.
Hasta en la pedagógica literatura oficial de AA se describe de manera compleja lo que pasó a continuación. Digamos nada más que el ministro hizo una serie de llamadas telefónicas y puso en contacto a Bill Wilson con Robert Holbrook Smith, un médico alcohólico, originario de Nueva Inglaterra y con fobia al insomnio que la posteridad conocería como el Doctor Bob.
Robert Holbrook sabía de la existencia del Grupo Oxford y admiraba a sus miembros porque “hablaban con gran libertad sin avergonzarse”. Aceptó a regañadientes reunirse con Bill W aquella tarde. Cuentan que Bill le dijo al Doctor Bob: “Creo que necesitas un trago” para romper el hielo. Cuentan que Robert había aceptado hablar con Wilson sólo durante 15 minutos, pero que su conversación duró varias horas.
A la literatura oficial de AA le gusta resaltar la ironía de que un médico aprendiera que el alcoholismo era una enfermedad de un agente de bolsa.
Carlo Coccioli lo describió así: “[…] ante la hostilidad de un mundo que no deja, a veces con buena fe, de tomar al alcohólico por un vicioso degenerado, me pregunto por cuál impulso interno, iluminado por cuál luz, el corredor de bolsa de Nueva York, un yanqui cualquiera, un vulgar gringo embrutecido de borracheras, llegó a descubrir que un intercambio de palabras entre alcohólico y alcohólico reduce la tremenda compulsión hasta borrarla”.
Cuentan que la charla duró cinco horas y que los interlocutores, al final de la misma, eran conscientes de que la única manera de evitar esa compulsión alcohólica era “hacer algo por alguien”, hacerlo a través de la palabra y hacerlo a partir de la propia historia. Necesitaban que alguien los escuchara reconstruirse cuantas veces fuera necesario.
9. Escuela autobiográfica
Stanley Brandes dedicó dos años al estudio antropológico del grupo de Alcohólicos Anónimos llamado Apoyo moral. En ese periodo hizo varias observaciones relativas al discurso autorreferencial y su importancia simbólica. Le llamaba la atención que, en apariencia, los compañeros parecían elevarse moralmente cuando era su turno de hablar. Cuando estaban en la tribuna se convertían en el centro indiscutible de atención, una atención impertérrita que les era dedicada por sus compañeros, como si cualquier interrupción pudiera poner en riesgo su sobriedad.
El antropólogo también observó que los compañeros organizaban sus historiales de una forma particular. Los relatos no tenían un orden cronológico, sino que constituían pequeños fragmentos de la vida pronunciados de una manera —en apariencia— aleatoria. El eje rector de las intervenciones no era el tiempo; era, en cambio, la condición alcohólica de quien hablaba.
Según Brandes, el aspecto más notable de la adaptación social que se enseñaba a los novatos era el dominio del arte de hablar en público. “En Apoyo moral los historiales son, fundamentalmente, actuaciones. Requieren que el orador se ponga a la vista de todos y hable durante un cuarto de hora, prácticamente sin interrupción, sobre temas sensibles de profunda significación emocional. Los miembros no han experimentado nada en sus antecedentes familiares, educativos o laborales que los prepare para esta suerte de tarea”. El antropólogo aventuró una tesis de soslayo: aquellos que son incapaces de dominar la presentación de sus historiales terminan por abandonar los grupos. Como si aquellos que fueran incapaces de escenificar el relato de su propia vida o —en mis palabras— de asumir la compulsión autobiográfica, fueran incapaces de abandonar la bebida.
10. Fin de fiesta
Mi padre era un alcohólico anónimo orgulloso. Le gustaba orientar a los que tenían menos tiempo que él en el programa y a eso consagraba la mayor parte de sus días. Los lunes por la noche iba al grupo del cual había sido fundador ubicado en el poniente de la ciudad, y el resto de las noches iba al grupo Sincho, que estaba en la colonia Condesa, y en donde conoció a sus últimos amigos. Lo recuerdo en su estudio mientras repasaba atentamente su ejemplar de Tal como la ve Bill porque él, además del periódico por las mañanas, sólo leía la literatura oficial de AA. Carecía de viejos compadrazgos; con excepción de nuestros familiares, mi padre nunca nos presentó a una persona que hubiera conocido antes de entrar en Alcohólicos Anónimos. Como suele decirse en el argot de AA, mi padre, allí, había renacido.
Quién sabe cuántos años celebró en los grupos, pero sin duda era uno de los compañeros más antiguos. Saco cuentas: si se bajó del metro en La Merced para comprar un sapo y el metro de la Ciudad de México fue fundado en 1969, y si la primera edición de Hombres en fuga es de 1971, entonces mi padre dejó de beber hacia 1970, cuando tenía 46 años. Murió en 2007: militó alrededor de 37 años en AA, incluso más de los que yo tengo ahora, mientras escribo estas palabras.
Desconozco si alguna vez sintió el impuso de recaer en la bebida, pero me parece que no por lo menos desde que se casó con mi madre. Cuando se divorciaron —él tenía 75— retomó el Programa de los Doce Pasos con la mayor fuerza que pudo y de él se sirvió para hacer llevadera la separación. Si alguna vez perdió el optimismo, si alguna vez se quebró, si alguna vez sintió que el mundo era un lugar inhóspito, lo hizo en tribuna porque yo nunca lo oí quejarse de nada que fuera trascendental: en la casa todo tenía solución, en la casa todo era llevadero y la sobriedad no significaba sencillamente no beber: estar sobrio significaba ser mesurado, predecible, ecuánime y meditabundo. Me gustaba escuchar a mi padre cuando hablaba de sí mismo y no porque contara muchas historias, puedo decir incluso que era un hombre reservado. Me gustaba escucharlo porque había logrado hablar de él con una coherencia que no parecía afectada, falsa; todo tenía un marco de referencia y todo podía ordenarse alrededor de un hecho irrefutable: él era alcohólico y seguiría siéndolo por el resto de sus días sin importar que no comiera ni chocolates envinados. La enfermedad, entonces, para él constituía un eje de referencia para situarse en la vida, para aceptarse a sí mismo, para —como dice la oración de la serenidad— cambiar las cosas que podía cambiar, aceptar las cosas que no podía cambiar y tener la sabiduría suficiente para distinguir la diferencia. Así como otros hombres sienten vértigo al fracaso, al ridículo, al vacío, mi padre —creo que la mayoría de los alcohólicos— sentía vértigo al desorden, y el alcohol había sido el mejor pretexto que encontró para entregarse a la anarquía. En Alcohólicos Anónimos comenzó por encontrar un lugar para cada cosa y terminó por ordenar la narración de su propia existencia, una narración simbólica, desde luego, pero que debió ayudarle a sustituir el caos por lo previsible. EP
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