Durante varios años, “Poliedro” fue la sección principal de las centrales de la revista Este País. Con el propósito de honrar a esa tradición impresa y renacer como EP en línea, hemos nombrado “Poliedro Digital” al blog semanal de la Redacción que, al tener diversos colaboradores, es como ese cuerpo geométrico de “muchas caras”.
El poder al centro del diamante
Durante varios años, “Poliedro” fue la sección principal de las centrales de la revista Este País. Con el propósito de honrar a esa tradición impresa y renacer como EP en línea, hemos nombrado “Poliedro Digital” al blog semanal de la Redacción que, al tener diversos colaboradores, es como ese cuerpo geométrico de “muchas caras”.
Texto de Armando López Carillo 19/04/19
En la noche asesina, y solo en el montículo,
¡qué soledad a veces, Charlie, pavorosa!,
con casa llena,
y ya en la parte baja de la octava,
y tirando wild pitch —uno tras otro—,
salvaje, eterna soledad, de veras.
“Charlie Brown en la loma”, Eduardo Lizalde
Es el último domingo de marzo y voy con varios amigos al beisbol, al estadio recién estrenado de los Diablos Rojos del México. A medio día tomo un taxi sobre Churubusco, rumbo a la Ciudad Deportiva de la Magdalena Mixiuhca, al segundo partido entre los anfitriones y los Padres de San Diego. La primavera también estrena colores y el cielo desborda luz. El taxista se asoma por el espejo y me sonríe:
—¿De veras le gusta el beis jefe? ¡Yo me aburro gacho!—, me confiesa. Ayer se inauguró el Estadio Alfredo Harp Helú. El presidente lanzó la primera bola y los Diablos perdieron 11 a 2 frente a los Padres, quienes jugaron con un equipo de prospectos. Así las cosas.
Metros antes de la entrada me bajo del taxi y me mezclo en la marea roja que entra al estadio, todas y todos con playeras, gorras, tenis, hot pants, porta vasos y todo tipo de implementos colorados, en apoyo a su infernal equipo. Yo voy de azul porque siempre le fui a los Tigres.
Al llegar al acceso principal, muy bien dispuesto, encuentro a Gerson y a Pancho, escucho la carcajada de Eduardo. Llegan, Itzio, Bernardo y Josué y vamos por nuestros lugares. No fue fácil construir el nuevo estadio, pero Alfredo Harp es un aficionado sin duda persistente y gracias a él esta ciudad tiene un recinto deportivo para el beisbol, algo muy valioso que celebro y agradezco. La arquitectura estuvo a cargo de la firma JAHN, ubicada en Chicago y dirigida por Alonso de Garay (Ciudad de México, 1978), y del despacho mexicano ADG, de Francisco González Pulido (Tamaulipas, 1970). Costó $3,400 millones de pesos y puede albergar 20,800 aficionados.
Nuestros asientos están en el jardín izquierdo, poco después de la tercera base y muy cerca del extremo que alcanza la sombra proyectada por la cubierta, así que pasaremos unas horas bajo el sol desbocado. La gente está feliz, todos se toman fotos, sonríen y postean. La cubierta es lo más distintivo del estadio, hecha de acero y envuelta con un material traslúcido que llaman PTFE (politetrafluoroetileno), parece un avión de papel o un tridente anclado en el home.
Comienza la primera entrada, tras un error del jardinero izquierdo de los Diablos casi en nuestras narices los Padres se embasan y, dos lanzamientos después, resuena el batazo de home run. El equipo visitante sacó en tres outs a los Diablos y cerró con tres carreras la entrada. Decidimos entonces conseguir unas cervezas para soportar mejor las inclemencias solares. En la parte posterior del primer piso están instaladas tiendas de uniformes y recuerdos, así como los locales de alimentos y bebidas. En alguna entrevista los arquitectos explicaban que quisieron conservar una circulación muy abierta y lo lograron.
De vuelta a mi asiento y con un litro de cerveza helada en la mano recuerdo otro domingo de primavera, hace 40 y tantos años, de la mano de mi padre rumbo al Parque del Seguro Social. Salimos de casa de mi madrina, a unas cuadras en avenida Cuauhtémoc, van con nosotros mi primo Tito y sus amigos. Nuestros asientos son de los mejores, entre el home y primera base, en medio de la porra de los Diablos. Sólo mi padre y yo le vamos a los Tigres, pero la rivalidad entre los dos equipos de casa es un juego, no confronta a nadie. Apenas empieza el partido y comienzo a pasear por el parque, voy a la porra de los Tigres y a los jardines. Me encuentro a otros niños y platicamos. Vuelvo a mi asiento, listo para pedir un refresco helado, y mi padre me dice, señalando la pizarra:
—Mira Armando, una bola, un strike, un out, la cuenta del hit. El cuadro está cerrado porque quieren double play—. Unas filas arriba, varios señores llevan el score con detalle y carcajadas. Ahí estaba ya Alfredo Harp.
El Parque del Seguro Social se inauguró en 1955 y en junio de 2000 se jugó el último partido, antes de ser demolido para construir en su lugar un centro comercial llamado Parque Delta, en honor a otro parque de beisbol que ahí estuvo, desde 1925. En septiembre de 1985 el estadio recibió la mayoría de los cuerpos de las víctimas de aquel sismo inolvidable que destruyó parte de la ciudad. Nunca vi el campo cubierto por los cuerpos, pero sí las filas de familiares formadas en Cuauhtémoc y en Viaducto, tomando su turno para identificarlos.
El sol me devuelve a la primavera de 2019. Llegamos al cierre de la séptima entrada, la fatídica, El México logra conectar una serie de sencillos y San Diego comete un error —que me llena de satisfacción— para darle la vuelta a la pizarra, 4-3. La euforia revienta el graderío, ya todos somos amigos y brindamos. Entonces noto que mi vaso está vacío nuevamente y me dispongo a solucionar esa condición. Mis compañeros arquitectos se han dispersado por el estadio, lo fotografían y descifran. En lo que espero mi cerveza me asomo al estacionamiento y veo la reja diseñada por Francisco Toledo, veo parejas de paseo y muchachos corriendo al baño. Comento con un compañero de fila sobre aquel viejo parque de beisbol en la colonia Narvarte. Me dice que jugó de short stop con los Tomateros, no sé si creerle.
Otra vez el vaso helado y recordar aquel parque de beisbol en los años 70. A medio partido me echaba boca abajo en el techo del dugout, para ver de cerca los lanzamientos. Varios foules silbaron a mis costados y siempre fui afortunado, porque ninguno me rompió la cara. Acabando el juego aventábamos los cojines y saltábamos al campo. Había que correr a toda velocidad las bases del diamante y esperar turno para pararse al centro, en la loma de picheo, calibrar la distancia hasta el home y el brazo necesario para lanzar una recta de 90 millas. Imaginaba la presión sobre el lanzador en un estadio de visitante, o la afición de casa, implorando por un ponche para acabar el partido. Aquellas noches, y por muchos años, en sueños conectaba un cuadrangular tras otro y recorría las bases, a trote cinematográfico, saludando a los aficionados.
En el Harp Helú el partido ya va a terminar, el sol y las cervezas me mantienen en un estado que todo lo celebra y lo confunde. Los Padres conectaron otro jonrón, éste de tres carreras, y el equipo de casa sumó otras dos para un marcador final de 9-6 a favor de San Diego. El partido tuvo buenos momentos. Ahora la marea roja fluye en sentido contrario y abandona el estadio lentamente, todas las tiendas están llenas, ellas ríen a carcajadas y llevan las mejillas encendidas, ellos hablan en voz más alta y van relajados, los niños gritan, todo es fantástico.
Ayer, 24 de marzo, Andrés Manuel López Obrador inauguró el estadio, lanzó la primera bola y recibió una rechifla que atribuyó a “algunos de la porra del equipo fifí”; una sorpresa porque no hay nada más común que los silbidos en un estadio (tal vez también para eso existen los estadios) y porque no hay rastro de tal equipo, menos de su porra, pero nos queda claro que el presidente entiende su misión como un partido de beisbol, con todo lo que esto implica.
Su táctica para vencer está clara: “Les voy a seguir tirando pura pejemoña, los voy a seguir controlando, con liza, con recta de 95 millas y con curvas, vamos a seguir ponchando a los de la mafia del poder”. Cabe entonces preguntarse por su estrategia, porque si un sexenio correspondiera a nueve entradas y todas durarán lo mismo, cada año equivaldría a entrada y media y, terminando abril, estaría cerrando la parte alta de la primera, apenas. ¿O será una serie de seis partidos, uno por año? Tremenda presión para quien dirige el equipo y al mismo tiempo es su lanzador estrella, como en aquella caricatura de Bugs Bunny que más de una generación puede citar de memoria.
Es cierto que para ganar hacen falta buenos lanzadores, pero con eso no basta. Tampoco es suficiente cuidar a los porristas, a las mascotas y a los uniformes, hace falta formar un buen cuadro y platicar mucho con los jugadores y sepan qué hacer en cada jugada. Aunque, bien visto, lo más importante es empezar por distinguir a los beisbolistas del propio equipo de los contrincantes; de otra manera, seguro perdemos todos. EP
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