Pizza y yoghurt es el blog de Alaíde Ventura en Este País y forma parte de los Blogs EP.
Pizza y yoghurt: Esta tristeza no es kuhniana o el arte de erosionar
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Texto de Alaíde Ventura 08/07/19
Acostumbraba frecuentar un edificio resguardado por dos vigilantes: uno alto y otro joven. (Sí, el alto era viejo y el joven era achaparrado. Intenté jugar con los antónimos, nadie es dueño del lenguaje).
El vigilante joven era del tipo chismoso. Mi favorito. Me gustaba llegar temprano a las citas para poder pasar tiempo con él, que disfrutaba contarme secretos y rumores concernientes a mil personas a las que yo ni siquiera conocía. También me platicaba sobre su propia vida, en un despliegue de honestidad al que yo nunca he sabido resistirme. Al chismoso que chismea sobre sí mismo lo envuelve un halo de verosimilitud que actúa como un embrujo ante nosotros, los fácilmente impresionables.
Era alcohólico y no pensaba rehabilitarse. Siempre andaba jalando una cobijita, igual que Linus, e igual de despeinado. Decía que era consciente de que podía quedarse cuajado en cualquier lugar y le desagradaba la idea de resfriarse. La quincena le duraba menos de dos días, pero de alguna manera se las ingeniaba para seguir bebiendo. Sobra decir que había perdido a su familia, y en eso se parecía a mí, que, aunque todavía no la había perdido, fantaseaba con la posibilidad de desarraigarme.
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Dice Abril que la línea tres del metro del DF es el río a la orilla del cual he fundado civilizaciones. En las márgenes de ese cauce, Tlatelolco, División del Norte y finalmente Etiopía, levanté pequeños refugios a los que llamar patria a lo largo de doce años.
Mi nación no demoró en descubrir la agricultura: llenamos el departamento con plantas. También conquistamos la lumbre para la preparación de los alimentos. Lo último en florecer fue la escritura y de hecho es hoy la única sobreviviente.
Al final yo prendí fuego a esos refugios y emprendí la huida.
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Una tarde llegué a la cita y el vigilante alto ya no estaba. Su lugar había sido ocupado por un lector de huellas digitales, y ahora el guardia joven cubría todos los turnos. Él no tardó en contarme que la administración había despedido al alto al descubrir que espiaba a una vecina. Luego, sigiloso, sacó la libreta contable donde apuntaban entradas y salidas, así como percances del edificio. Era la misma en la que yo había firmado junto a mi nombre tantas veces Motivo: personal.
Abrió el cuaderno en las primeras páginas para mostrar su contenido. Las hojas estaban completamente cubiertas por dibujos horrorosos: fachadas de iglesias en llamas y demonios calcinados, en un trazo alargado de grafito. También un par de símbolos extraños que asocié con brujería. La verdad es que los dibujos eran bastante buenos. Me habría gustado arrancar alguno para regalárselo a mis amigos raros, pero no me atreví a descomponer el conjunto.
Aquí entre nos, tenía talento el ruco, me dijo. Anoche soñé con estas iglesias.
Platicamos un rato más sobre los dibujos del guardia espía y sobre la habilidad de algunas personas para inspirar terror. Él sabía que yo me dedicaba a escribir, y me preguntó si sería capaz de obtener ese efecto espeluznante con mi literatura. Negué con la cabeza. Creo que notó mi incomodidad porque cambió el tema de inmediato.
Lo mío es más la nostalgia, confesé, antes de irme.
Él asintió como si estuviera de acuerdo.
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En Veracruz son frecuentes los incendios. De chica, me gustaba perseguir al camión de bomberos, aunque pocas veces logré alcanzarlo. Yo andaba en bici y él tenía demasiada prisa. Sin embargo, me gustaba imaginar las escenas y mentir al respecto. A todo mundo le decía que había visto otro fuego, uno más.
Los incendios, en su mayoría, comienzan como un fuego provocado y luego se salen de control. Esto es muy común en las poblaciones cañeras, donde los agricultores hacen caso omiso de las recomendaciones de protección civil.
La quema de la caña es un espectáculo hermoso: el humo se pinta de naranjas y rojos mientras asciende en todas las direcciones. Alguien me dijo el otro día que es como contemplar la aurora boreal del Papaloapan.
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Me gusta la gente que no teme abrirse ante los demás, como mi amigo el guardia: las vísceras bien expuestas en la mesa de disección. Más que los escritores, a mí me atraen los buenos conversadores. Me parece que en la oralidad el margen de maniobra es más estrecho y más difícil el engaño.
Envidio la honestidad de los otros porque a mí me cuesta demasiado trabajo; esa es la razón por la cual con frecuencia acabo inventándome. Mi falsa apertura no es más que eso: un truco. En este acto de seducción calculada, logro mostrar apenas lo necesario, igual que una foto de internet donde se asoma algo lindo pero indistinguible: ¿hombro o rodilla?
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Yo también he incendiado naciones, confiada en que controlaría los daños. Eso nunca sucede, casi siempre son irreparables. Además, no hay incendios provocados: todo lo que hoy se quema en realidad se estuvo quemando desde el principio.
Me he convencido mil veces de que la destrucción total es preferible y de que ostenta cierta belleza. Por lo menos conlleva nuevas posibilidades. En el vacío se puede fundar cualquier cosa, entonces ¿por qué a menudo acabamos fundando lo mismo?
Todos los fuegos el fuego. Mis naciones una sola.
La tristeza no brota así nomás, como una plántula en terreno infértil: es la suma de tristezas previas, igual que cada fracaso es un millón de fracasos. Y a continuación voy a permitirme un chiste, producto de una epistemología mal entendida: la tristeza es acumulativa, popperiana, y no kuhniana. Un nuevo dolor no sustituye al anterior, no es así como funcionan las cicatrices.
*
Pasaron algunos meses, y un día por fin volví al edificio del vigilante joven. Él ya no estaba, ahora era una mujer la que custodiaba la entrada. Le pregunté por mi amigo, el chismoso, y ella abrió los ojos en una expresión medio aterrorizada.
Me dijo que habían coincidido en el empleo durante un par de semanas, antes de que a él lo corrieran por llegar borracho a su turno. Compartió conmigo una larga lista de quejas, asuntos referentes al olor e higiene de mi amigo y a su comportamiento en general.
Se la pasaba dibujando cosas raras: iglesias y calaveras, se lamentó. Yo creí que se estaba confundiendo.
El que dibujaba era otro guardia, dije, aclaratoria, pero ella insistió hasta convencerme. Solamente le faltó exhibir la libreta contable y las correspondientes pruebas grafológicas.
Dibujaba, dibujaba y dibujaba. Nos arruinó la libreta con sus monstruitos.
Así que el artista era mi amigo, y no el viejo voyeur. Se ocultaba tras un anonimato falso, pero los dibujos eran de su autoría. Era un maestro del gastado truco de señalar el fuego para que nadie sospeche que fuiste tú quien lo encendió.
Había logrado engañarme, con todo y su supuesta sinceridad. Éramos más amigos de lo que pensaba, tan parecidos él y yo: siempre con un pie en la puerta, listos para emprender la huida. Roza, tumba y quema. Cicatrices infinitas, una sobre otra, punzantes.
Tras el incendio, queda el desierto. El autoexilio al terminar la aurora boreal.
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