No son micro, machismos cotidianos

Los machismos cotidianos no son un ojo morado, ni son una violación sexual. Tampoco son un feminicidio. Son acciones o comentarios que normalizamos, pasamos por alto. Son sutiles pero con efectos que son gigantescos: nos cosifican, nos silencian y nos agreden.

Texto de 06/02/20

Los machismos cotidianos no son un ojo morado, ni son una violación sexual. Tampoco son un feminicidio. Son acciones o comentarios que normalizamos, pasamos por alto. Son sutiles pero con efectos que son gigantescos: nos cosifican, nos silencian y nos agreden.

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Tu transitar por la vida —como el de muchas mujeres— es, en varios sentidos, cansado. Desde que te despiertas hasta que llega la noche acumulas una serie de agresiones invisibles, a veces irreconocibles, que te provocan cansancio, enojo, frustración y hartazgo. Gota a gota, los machismos cotidianos te colman hasta saturarte. Y, cuando confiesas que estas cansada, te preguntan si es porque estás “en tus días”; te dicen que eres una drama queen, o que, realmente lo que te está pasando, es que eres una histérica.

En el metro un señor mira a una adolescente de pies a cabeza, sin ningún interés por disimular. Hace evidente que tiene un poder de facto, tiene el derecho, de mirarla así y ella comienza pensar que es su culpa. Por llevar falda, por usar una blusa ajustada o por tener calor y quitarse el suéter, por lo que sea. Más de una persona se da cuenta de lo incómodo de la escena pero nadie dice nada. 

Sales del metro, escuchas a otro varón en la calle que le grita un piropo a otra chica que pasa. Ella, acostumbrada, pero incómoda, decide ignorarlo.

Llegas al trabajo. En plena junta eres interrumpida por tercera vez en menos de cinco minutos. No eres consciente de ello pero te sientes incómoda, por lo que cambias tu modo de hablar, lo haces más firme, te pones más seria. En el fondo estás nerviosa pero tienes que “verte profesional” como el resto de tus compañeros. Al parecer, excedes la dosis de seriedad y el jefe, sin ningún escrúpulo, te dice enfrente de todos los presentes que sonrías, que por qué estás tan seria. Lo dice en tono de broma pero te es molesto: que “no te ves guapa” así de seria, que si estás muy enojada. Incluso se atreve a ir más lejos: hace un chiste sobre el pobre de tu esposo que te “aguanta” con ese humor en casa.

El resto del día sientes culpa por no sonreír, por no ser lo suficientemente agradable, por no ser dulce, por hablar demasiado firme… Se te pasó la mano: una cosa es verte profesional y otra es actuar como actuaste, ninguna de tus compañeras actúa así, van a decir que eres amargada, mejor aprende de ellas.

Pero no te percatas de que tu jefe jamás les ha pedido lo mismo a tus colegas varones y, mucho menos, en público. Tus compañeros, que son igualmente serios, jamás han sentido la presión de tener que ser alegres, tiernos o infantiles.

Tratas de ser “agradable” en sus términos: encantadora, tierna, dulce. Comienzas a fingir una voz aguda, algo infantil aunque tengas 37 años. Te sientes frustrada porque sabes que no puedes ser lo suficientemente agradable, piensas en qué es lo que puedes cambiar para serlo, cuestionas tu apariencia, tu ropa, tus uñas, tu pelo, tu maquillaje, tu peso.

Llegas a casa. Tu esposo también viene de trabajar. Él espera la cena y aún no la tienes lista. Le atiendes y le sonríes agradecida porque se levanta a “ayudarte” al dejar los trastes que ensuciaron todos en el fregadero. Te apuras porque tu hija adolescente tiene cólicos menstruales y tienes que encargarte de ir a la farmacia por la buscapina, porque tu esposo no tiene por qué saber de esas cosas. Buscas soluciones: piensas que tu hijo menor podría bajar a la tienda de la esquina por el medicamento pero decides que no, que no lo vas a mandar solo, prefieres ir tú aunque aún no acabes la pila de trastes. Para que no se sienta incómodo, porque tampoco tiene que saber “de esas” cosas.

Vas a la mitad de la torre de platos y, mientras tanto, todos miran una película dirigida por un hombre blanco, escrita por un hombre blanco, protagonizada por un hombre blanco que es acompañado de una hermosa actriz blanca cuyo rol es muy secundario y sus diálogos son tan breves como intrascendentes. 

Comienzas a sentir presión, te acuerdas de que tienes que hacer los preparativos de la cena del viernes y no has ido a comprar la despensa, compromiso que una vez más te toca a ti solucionar. 

Le escribes a tu hermana, para preguntarle si viene “su amiga” a la cena, esa es la forma en la que presentas a su novia frente a tus hijos. Porque “no tienes nada en contra” de la orientación de tu hermana pero que “no lo haga” frente a los niños porque aún están muy pequeños para explicarles “esas cosas”. En el fondo te da miedo “el mal ejemplo”.


Los machismos cotidianos no son un ojo morado, ni son una violación sexual. Tampoco son un feminicidio. Son acciones o comentarios que normalizamos, pasamos por alto. Son sutiles pero con efectos que son gigantescos: nos cosifican, nos silencian y nos agreden. Se sostienen en la muy internalizada creencia de que los hombres son superiores a las mujeres. Es un problema estructural que incide en la sociedad en todos los niveles. Mantienen un orden social desigual en la que los hombres tienen la posición de dominio sobre las mujeres y las disidencias sexuales.

Los aprendemos desde la infancia con frases contundentes como “los niños no lloran” y “calladita te ves más bonita.” Con prácticas que parecieran inofensivas: un vestido rosa y un pantalón azul, una muñeca y una pelota. Los transmitimos a las nuevas generaciones sin siquiera cuestionarlos. Porque son lo “normal” porque “así siempre ha sido.” 

Estas conductas de violencia que nos dan la impresión de ser sutiles son usualmente llamados micromachismos. Un término que fue acuñado hace dos décadas por el psicoterapeuta Luis Bonino para hablar de los comportamientos, de las “pequeñas tiranías o violencias de baja intensidad” realizadas por varones, que con ellas dominan a su pareja. Los micromachismos pueden ser difíciles de detectar porque nos parecen “normales” y por ello es que son tan peligrosos. 

Durante los últimos años, la palabra micromachismos ha adquirido mucha popularidad. Si bien la aportación de Bonino ha sido muy importante para visibilizar y nombrar estas actitudes, ahora enfrentamos otro problema: el prefijo micro, hace pensar que son conductas pequeñitas, que son “poca cosa”.  Que señalarlos es de mujeres exageradas, demasiado negativas, de infelices. Por ello muchas optamos por hablar de machismos cotidianos.

El tamaño no es el problema de fondo, sino su cotidianidad y su persistencia. Que sean normalizados. Que sean tan constantes, que se vuelvan invisibles y que sostengan un sistema que permite agresiones mucho peores a las cotidianas. Y que se arraigan cuando los justifican: “así son los hombres”, “¿cómo ibas vestida?”, “es que es cultural.” “Es cultural” el grito de ‘puto’ en el estadio” dicen algunos para no cuestionar la homofobia que conlleva y porque “así es la sociedad”, como si ésta fuera una masa inerte y no algo plural, en constante movimiento, transformación y, sobre todo, como si la sociedad y la cultura no debieran de ser cuestionables.

Todas las hemos vivido. De repente somos capaces de verlos, de repente no. También los hemos reproducido, hemos dicho puta y zorra para insultar, maltratado a la ex pareja de nuestra pareja, criticado el cuerpo de otra mujer con alguien más. Hemos aprendido, paulatinamente, a dejar de hacerlo, a enmendar la plana, a aceptar que todas nos equivocamos, que todas tenemos contradicciones, a pedir perdón y a perdonarnos. 

Nos hemos dado cuenta que no son problemas que inventan unas exageradas, “sin sentido del humor” que “sólo quieren llamar la atención.” Aprendemos a escuchar a la otra, a darnos cuenta que realmente no es cierto que las mujeres tengamos en “nuestra naturaleza” la necesidad de competir con las otras, sino que podemos ser sororas también en el disenso.
Aprendemos a empatizar con la experiencia de alguien más, aunque sea distinta a la nuestra, porque dejamos de pensar que porque no nos pasa no existe.

Optamos por encontrar otros referentes a las películas o series protagonizadas por varones, a subirnos en grupo al autobús como en Sex Education (2020), a ser la Miss Honey para una niña que lo necesita como Matilda (1996), a sentir el abrazo de Becky y Sara en Little Princess (1995), a gritar “¡fuimos todas!” para enriquecer el debate cuando parece importar más una pinta o un vidrio roto que la vida y la integridad de otra mujer. A preguntarnos por qué las mujeres se van a paro en la universidad o una preparatoria antes de criticar sin muchos fundamentos el paro como estrategia. 

Empezamos a revisar nuestros privilegios, a solidarizarnos con otras mujeres, a levantar la voz en la calle, en el metro, en la junta con el jefe que interrumpe a la compañera. A educar desde el amor y el respeto, con interés en que los miembros de tu familia tengan educación sexual para que conozcan, respeten y cuiden su cuerpo y para decidir libremente a quien amar. 

Desvergonzada auto-promoción: 

No son micro, machismos cotidianos es un libro co-escrito por mí y Claudia de la Garza Gálvez que va acompañado con ilustraciones mías, publicado en Grijalbo y editado por Fernanda Álvarez. Lo escribimos con mucho cariño —y casi que a modo de terapia— pensando en otras mujeres, pero sobre todo creo que es un libro de deben de leer también los varones que son quienes más se benefician de las opresiones cotidianas que vivimos.

Se presentará este 29 de febrero a las 17 horas en el marco de la Feria de Minería en la Ciudad de México y el 5 de marzo en la librería Rosario Castellanos del Fondo de Cultura Económica a las 19 horas.

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