La periodista argentina Luciana Wainer reflexiona, desde su condición como migrante en nuestro país, acerca del Día de Muertos en medio de la nueva normalidad.
Ni de aquí ni de allá
La periodista argentina Luciana Wainer reflexiona, desde su condición como migrante en nuestro país, acerca del Día de Muertos en medio de la nueva normalidad.
Texto de Luciana Wainer 28/10/20
María Teresa León escribió en su autobiografía que la mayor tristeza del emigrado es la de no saber dónde morirse, «¿Qué tenemos nosotros que ver con los cementerios de los países donde vivimos?», plasma en Memoria de la melancolía. La pregunta se desprende de la página, vuela por la sala y se viene a incrustar en mi mente o, mejor dicho, en algún recoveco de mi mente en el que se almacenan las nostalgias, las ausencias y la distancia.
Cuando llegué a México, el Día de Muertos me parecía un folklore llamativo al que asociaba, quien sabe porqué, con el carnaval. Mis referencias eran más que nada televisivas, indirectas y profundamente relacionadas con el estereotipo casi inevitable que tenemos de las costumbres ajenas. Creo que, finalmente, lo primero que intentamos hacer con la otredad es otorgarle un sentido que se asemeje a lo ya conocido para sentirnos un poco menos solos. Con esto no pretendo justificar la ignorancia, sino, si me lo permite, explicarla.
No fue hasta que murieron tres miembros de mi familia —todos el mismo año como en una concatenación de abandonos sincronizados— que decidí poner mi primera ofrenda. Con el ateísmo a cuestas me esmeré más en la decoración que en el contenido y aproveché la ocasión para llenar la casa de cempasúchil, colores y alguna que otra calaca de chocolate. Esa primera ofrenda, ahora lo sé, era una metáfora perfecta de mi emigrado; una mezcla heterogénea de pequeños fragmentos que vamos adquiriendo sumados a las ideas arraigadas que dan como resultado un frankestein confuso que ya no se identifica ni con el pasado ni con el presente. Y sí, la mayor tristeza del emigrado puede que tenga que ver con no saber dónde morirnos, pero esa duda solo es la culminación de la constante contradicción de no saber dónde vivimos. Porque llega un momento en el que no somos ni de aquí, ni de allá; una argentina en México que cuando viaja a su tierra natal es «la mexicana» en Buenos Aires, una mezcla de palabras nuevas y otras antiguas que van formando un léxico propio y que a veces resulta ininteligible. Claro, ya no digo remera para hablar de las blusas porque casi siempre el interlocutor entiende ramera y ya me acostumbré a que las conchas se compran en la panadería y no son una fuente ni de placer ni de vida. ¿Pero cómo explicar que a veces me confundo una calle de la Narvarte con una de Almagro? ¿Cómo decirle a un compatriota mexicano que las recomendaciones turísticas que puedo hacerle son recuerdos de hace siete años que ya cambiaron de dueño, cerraron o se han transformado en despachadoras de mercancías fast food y gluten free?
A veces me olvido los nombres de las cosas. De las intersecciones de calles. De las estaciones del subte. De los restaurantes a los que iba. De la dirección de mi última casa porteña. Los recuerdos van muriendo o se van trasformando en otras cosas; deseos, tal vez. Y hablando de muertos y de muertes no dejo de preguntarme si los muertos de otras latitudes también vienen a visitarnos el primero de noviembre, ¿cómo les hago llegar mi nuevo código postal? ¿podrán, los muertos, cruzar fronteras y océanos? ¿encontrarán la ciudad, la alcaldía, la colonia, la calle y el interior? Yo, por las dudas, les dejo un vino. No vaya a ser cosa que después de recorrer miles de kilómetros se queden sedientos frente a mi ofrenda-Frankenstein mientras miran con desconfianza los tamalesoaxaqueñoscalientitos.
Este Día de Muertos será particular; como todos los eventos de este año, como el año mismo. Con los panteones cerrados y la muerte pululando por las calles recibiremos más visitas que de costumbre: los que se fueron solos en una sanitizada cama de hospital, los que se fueron de improvisto, los que nos dejaron dando vueltas como un trompo sin terminar de entender los cómos y los porqués. Y en ese tránsito, que también es migratorio, en el que los muertos regresan cruzando las fronteras más inquebrantables será nuestra responsabilidad recibirlos con su sana cercanía, con los abrazos que no les pudimos dar, con los besos que les quedamos a deber.
Migrar, entonces, es una suerte de vida paralela; diferentes mundos que ocurren de forma simultánea y entre los que vamos oscilando para no caernos. Cambiar de país no es ni de lejos la única manera; migramos de casa, de amores, de piel, de ideas. Y en ese cambio constante algunas cosas mueren y otras nacen, intempestivamente, como el invierno. Se cierra una puerta y antes de preguntarnos si nos habremos agarrado el dedo ya estamos asomándonos a la siguiente ventana. Migrar, entonces, es como el juego de la silla; un perseguir constante del lugar en donde sentarnos a tomar café y encontrar refugio. Quizá no podamos poner en palabras exactamente qué es la migración ni cómo se ejecuta la acción del migrante, pero de algo no tengo dudas: está relacionada con la nostalgia. EP
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