Seis grados de separación es el blog de Sylvia Aguilar-Zéleny y forma parte de los Blogs EP
Naturaleza muerta con medias verdades de fondo
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Texto de Sylvia Aguilar-Zéleny 16/04/20
Lo recuerdo perfecto. Llegué a casa de mi madre llorando y desbordada. “¿Qué pasó?” me preguntaba. Yo le insistía: “No te puedo contar, sólo abrázame, estoy triste”. Llanto y llanto. Mocos, muchos mocos. Ella me sentó en su cama, me abrazó, me acarició el cabello, “Ay, hijita” repetía e hizo lo posible por tranquilizarme. Mi llanto en vez de diluirse, se extendía.
Después de calmarme un poco, le admití que tenía una relación un poco a escondidas. “No importan los detalles”, dije, “el punto ahora es que hemos discutido y me siento desolada por tal y tal y es que… ¿Por qué no puede tal y tal?”. Me paró en seco. “Tu problema”, me dijo mi madre, “es que siempre esperas que la gente actúe como tú lo harías”. ¿Por qué no tomaba mi lado y decía: “Hijita, chula, tú la más perfecta, nadie te entiende, nadie te merece, ¿cómo se atreve alguien a…?” Pero ella, en cambio, fue objetiva.
Mientras mi madre preparaba una sopa de fideo (su remedio para todo), me sentí avergonzada. Yo y mis medias verdades. Tomé aire para recobrar el ánimo y le dije: “Mamá, no es un novio de quien te hablé… Es una novia.” Mi madre, sin quitar los ojos de la estufa y sin ningún aspaviento, dijo: “Ay, hijita, ya lo sabía. Y, ¿qué te digo? El amor es amor y lo que importa es que antes de este día yo sólo he visto a mi hija más sonriente y feliz que nunca. Ahora come y luego resolvemos qué vas a hacer.”
Lloré más.
Lloré, también, cuando años después vi unas fotografías de Laura Aguilar. Esta artista lesbiana y chicana logró retratar, en un acercamiento meticuloso y amoroso, a amigues y familiares de comunidades latinas LGBTIQ+ como yo nunca había visto antes. Su obra entera es un ejercicio que, de tan personal, se vuelve político, especialmente en las fotografías que se hizo a sí misma. Porque el cuerpo de Laura es un autorretrato tanto como un manifiesto, un atravesar fronteras, un revelar. Desde la vulnerabilidad del yo, Laura se aleja de lo socialmente normado y abre la dimensión de todo lo otro posible.
Si cierro los ojos, vuelvo a ver esos tres cuerpos de Motion #56: su cuerpo y los cuerpos de quienes supongo eran sus amigas. Las tres, desnudas sobre las piedras de un desierto, las tres expuestas, valiente y dulcemente en piel y textura, a la inclemencia del sol, las tres haciendo un statement sobre piel, color, raza, feminismo y tanto más. Las composiciones de Laura son duras y conmovedoras, entrañables e inolvidables al explorar texturas, sombras, profundidad. Una de mis favoritas es Grounded #111 donde la roca hace espejo con el cuerpo de la retratada, alumbra la soledad y el ensimismamiento. Es el yo.
Ese exponer el cuerpo ante la naturaleza, porque el cuerpo —no se nos olvide— es naturaleza propia, me hace pensar en lo que dice Jen Shapland en My Autobiography of Carson McCullers: A Memoir sobre cómo la comunidad LGBTIQ+ no sale del clóset una vez solamente, sino a diario. Quien es queer pareciera tener que establecer su identidad cada vez que alguien nuevo se integra a su vida, cada vez que sale de casa para exponerse a un mundo nunca del todo listo para la individualidad. “Yo no veo a los heterosexuales teniendo que explicar en alguna reunión que son heterosexuales”, dice una amiga mía. “¿Por qué tengo que presentar lo que represento?”
Los cuerpos en las fotografías de Laura Aguilar no representan, son. No advierten, comparten. Abren un diálogo, crudo sí, pero uno que necesitamos abordar. Cada uno de esos retratos no despiertan preguntas, son respuestas que nadie tendría por qué dar. Verdades propias.
Mi madre me preguntó si planeaba decirle a mi padre de mí y de la novia en cuestión. Pensé en responderle pero, antes de alcanzar a contestar, ella agregó: “Yo digo que no le cuentes, es decir, si para ti es importante hacerlo, hazlo… Pero mejor si no. Tu papá no va a entender”. Tenía yo unos cuantos minutos afuera del clóset y ya me mandaba de regreso. Asentí. En realidad mi atención sólo estaba en arreglar las cosas con la susodicha novia. La política identitaria, qué importa… Si lo único que quieres es reconciliarte con una novia, ¿no?
Pero la frase “Tu papá no va a entender”, me habitó por años y no puedo creer que nunca se lo pregunté.
El papá de Jessa-Lynn, protagonista en Mostly Dead Things de Kristen Arnett, tampoco entendía muchas cosas, seguramente por eso se pegó un tiro y dejó un reguero. Aparentemente muchos hombres, cuando se mueren o se van, dejan un reguero y, con frecuencia, son las esposas, las hijas, las hermanas o las madres quienes tienen que resolverlo. Eso ocurre con Jessa-Lynn, a ella le toca no sólo resolver la muerte del padre sino darle frente a las deudas, el trabajo, el duelo de todos en la familia y, si le da tiempo, el suyo propio.
Lo que el padre, en vida, no entendía de su familia o de las finanzas de su negocio, Jenna-Lynn lo entiende perfectamente. Lo que Jessa-Lyn no sabe cómo resolver es 1) esa nueva manía de su madre de poner los productos de empresa familiar en posiciones eróticas en escaparate, y 2) por qué la esposa de su hermano, de quien ha estado enamorada secretamente por años, los dejó a todos.
Pero no he dicho lo más importante, el negocio familiar es una tienda taxidermista; por lo tanto hay que añadir a toda esta dosis de drama un toque de locura y humor. ¿O no les da risa imaginarse a un oso cogiendo por detrás a un jabalí mientras uno de los dos tiene puesto un camisón de seda?
Si las fotos de Aguilar capturan la entereza y vulnerabilidad del cuerpo femenino, Arnett captura la agonía y la confusión de alguien que honra la memoria de su padre y, al mismo tiempo, es una protesta. Mostly Dead Things es una novela viva a pesar del padre y el montón de animales muertos. No es menos importante que Jessa-Lynn esté enamorada de la madre de sus sobrinos, pero eso, el duelo por el padre y su incapacidad de habitar su sexualidad de manera plena porque, ¿quién se encarga de la familia entonces?, hace de su vida un acalorado recorrido que es, a la vez, triste y divertido. Y enredado y exasperante. Como todo lo que vive y muere a diario en una familia. Aquí comparto un fragmento traducido por mí:
Junto con la cornamenta y los troncos de pino que rodeaban nuestro porche, la ventana de vidrio en el escaparate de la tienda mostraba una cabra, una pantera de Florida y un jabalí. El jabalí y la pantera habían estado tanto tiempo con nosotros que hasta los consideramos parte de la familia. Yo había montado la cabra unas semanas atrás era un bagot inglés en blanco y negro, identificado como “vulnerable” en la mayoría de las listas de supervivencia de especies. Tenía un pelaje tan suave que cualquiera pensaría que era como acariciar terciopelo.
Pero cuando llegué esa mañana, no estaban en sus lugares habituales recreando una escena de Reino Animal. En cambio, la pantera estaba apoyada detrás de la cabra, su gruñido de boca abierta se transformó de repente en una expresión de éxtasis desinhibido.
“¿Por qué?” Me volví hacia mi madre, que vestía su camisón floral rosado favorito con su listón transparente alrededor del cuello. Estaba sentada de lado en una silla de metal que ella misma había puesto en medio de la banqueta, con una taza de café vacía en una mano y un cigarrillo en la otra mano. “Solo dime ¿por qué?”
“La pieza habla por sí misma,” dijo y dio una fumada.
Mi papá, sin saber que mi novia era mi novia, le dijo una vez a uno de mis hermanos: “Verás, la Macy —sí, ese es mi apodo familiar— tiene una amiga gua-pí-si-ma…” Mi hermano, que en esa época era mi cómplice, me lo contó. Recuerdo que me dio risa al principio, tal vez hasta me acaricié un bigotito imaginario de señor decimonónico con una novia guapa. Eventualmente, días, semanas, meses después al repensarlo me alcanzó una sensación de dolor y, tal vez, de asco.
Si la protagonista de Kristen Arnett crece en una tienda taxidermista, Alison Bechdel coloca a la suya a un lugar casi igual o más escalofriante: una funeraria. Fun Home significa “funerary home” y esta novela gráfica es, como su subtítulo lo anticipa, una tragicomedia familiar. Dije novela pero, más bien, estamos en el territorio de lo autobiográfico porque Bechdel revisita su infancia y adolescencia así como lo que significó crecer, no solamente en una funeraria sino dentro de un ambiente familiar disfuncional y conflictivo.
Bechdel hace un twist al género de la memoria gráfica, pues da toma un paso inusual y necesario al explorar temas como identidad, orientación sexual, roles de género, abuso emocional. He aquí la historia del padre de la autora: un hombre que, obsesionado con hacer que el interior de su hogar estuviera a la altura de su fachada gótica, hace trabajar a todos en casa para que cada mueble, cada detalle y cada habitación estén a la altura de su gusto. Así, hijos y esposa son solamente asistentes de su ejercicio decorativo, depositarios de su desfase y violencia.
Su perfeccionismo se extiende a otros temas como el arreglo personal, el trabajo, el desarrollo de sus hijos. La vida familiar asemeja un cuadro de naturaleza muerta donde nada sobra y nada falta, un cuadro de total balance que el padre necesita para ocultar su naturaleza. Esta naturaleza sale a flote cuando la Alison universitaria sale del clóset: el padre ha reprimido por años su homosexualidad y, en ello, destinó su vida al dolor y a medias verdades.
Visualmente Fun home: A Family Tragicomedy es increíble, a la autora le tomó siete años hacer este libro porque decidió trabajar a partir de fotografías y de autorretratos; la mirada a su cuerpo se vuelve la construcción del cuerpo del otro. Dibujar para rememorar, entender. Deconstruir.
Esta memoria es, por tanto, el intento de Bechdel de construir y deconstruir a su padre para establecer si su muerte fue o no un accidente y llegar al corazón de la verdad. ¿Fue la vida entera del padre una mentira y el abuso a sus hijos y esposa el resultado de su frustración? La respuesta, pareciera decirnos Bechdel, es que no hay respuestas.
Lo entiendo ahora, mientras repaso líneas e imágenes de Kristen Arnett, Laura Aguilar y Alison Bechdel: podemos tomar fotografías, disecar animales, dibujar a nuestros padres, escribir nuestros recuerdos, ocultar o demostrar lo que somos… Pero, en ocasiones, nada de esto responde a quiénes o qué somos si no nos atrevemos a preguntarlo o preguntárnoslo. Ah, las medias verdades.
Cuando mi madre agonizaba en el hospital, me pidió que me hiciera cargo de algo muy específico. Me acuerdo que pensé en por qué me lo pedía a mí. Y ella, leyéndome la mente, me contestó: “Tu papá no va a saber cómo hacerlo.” No até los cabos entonces. Lo hago ahora, veo mi propio cuadro de naturaleza muerta con medias verdades de fondo. ¿Será que mi madre no intentaba protegerme a mí al pedirme que guardara el secreto sobre mi sexualidad y, en realidad, lo protegía a él, a mi padre?
Nunca lo voy a saber, pero lo entiendo perfecto. EP
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