Mis cortinas son celestes, translúcidas y satinadas

Boca de lobo es el blog de Aníbal Santiago y forma parte de los Blogs EP

Texto de 17/06/20

Boca de lobo es el blog de Aníbal Santiago y forma parte de los Blogs EP

Tiempo de lectura: 4 minutos

Agotados por los torneos de dominó, Uno y Yahtzee que nos ocuparon todo el sábado de cuarentena, le preparé la leche con chocolate, calenté en el microondas la pizza que ya estaba chiclosa (por vieja) pero sabrosa (por el pepperoni añejado) y nos tiramos unos clavados a los sofás. Para que ni por casualidad se me ocurriera ver deporte, ella se apresuró a monopolizar el control remoto (que para una noche de encierro es tener el poder del mundo) y dijo masticando: “A ver si pasan El Increíble Mundo de Gumball”. 

La pequeña puso el canal 312 y, suertuda, ahí estaba Gumball, su querido gato flacucho y de pelaje azul. Y enfrente de él, Penny Fitzgerald, su novia, un cacahuate amarillo (cacahuata amarilla) con astas de venado. Sí, en Cartoon Network un gato y una planta con cornamenta se aman fiel y enloquecidamente. No veo por qué no, pero el asunto no es ése: Gumball le preguntó a su amorcito: “¿Si me saliera una gran barba en las nalgas, me seguirías queriendo?”. Ella le respondió algo como: “¿Por qué preguntas algo tan asqueroso? Desde luego que no”. Pero tampoco el asunto es ése (cada quién conoce sus límites para amar), sino que su encuentro no se daba con el pelaje gatuno frente a la delicada cáscara, con ese magnetismo del calor corporal, sino por Zoom o una de esas plataformas que usamos en esta era nueva y horrible. En días de coronavirus, una pareja de caricatura también acata el distanciamiento social y sólo se ve mediante sus compus. No tengo claro si felinos y legumbres fabáceas adquieren el virus, pero tampoco el asunto ese ése: como se comunicaban por pantallas, dejaban ver las intimidades de sus cuartos a su pareja y a nosotros, los espectadores. Gumball, su patineta, su frasco de chicles, su diana para dardos, su litera, sus calcetines sucios tirados en el piso. Y Penny, más pulcra y ordenada, su cama, su espejo, su ropero, su recámara limpísima.

Ellos son novios y entonces exponer al otro su espacio privado no tiene relevancia, pero en días de pandemia lo nuestro ha sido más serio que lo de Penny y Gumball: no nos queda más que abrir cachitos de lo privado a personas a las que no se lo habríamos permitido (y que tampoco hubieran querido que se lo permitiéramos). Por más que reorganice mi escenario le muestro un pedacito de mi closet a un empresario que entrevisto, una esquina de mi cama con cobertor de unicornio San Marcos a una colega profesora con la que ajustamos los cursos de la universidad; a mis alumnos, el ventilador de Chedraui que se apoya en el piso; a una amiga que vive en Francia, el frasquito de jarabe Simi Brox de eucalyptus globulus con que abro mi garganta y que aparece en mi mesa de luz; a una ejecutiva que quiere que haga unos trabajos para su empresa, las traslúcidas y satinadas cortinas celestes que a mí me parecen bellísimas, pero a las que visitantes de la era pre pandemia calificaron como “anticuadas”, “de señora antigua”, “deprimentes”, “hechas con los saldos de La Parisina”, “muy apropiadas para el cuarto de Carmelita Salinas”.

Yo lucho por concentrarme en lo que la otra y el otro me están diciendo vía su compu, los miro a los ojos, asiento con cordura, pero es imposible no ser voyeur unos segundos: “qué valor colgar en su sala un anuncio neón que dice enjoy life!”. “Muy dulce ese beso a su esposa del retrato en la Torre Eiffel”, “qué bonita artesanía caribeña la de ese estante”, o el caso de una alumna: toma clase en su edredón y cuando le pregunto algo, como su toma es abierta y está en flor de loto, se distrae y responde —lo veo claramente— agarrándose los dedos de los pies. Y sumado a esos escenarios, nosotros: entre que nos damos cuenta que no pasa nada si nos ven en estado puro y silvestre, y que la llamita del ánimo se extingue en la medida que pasan los meses y seguimos en la cárcel del hogar, nos dejamos barbas y pelos largos, se prescinde de maquillajes y tintes, y cualquier pedazo de tela sin agujeros es bueno para ponerse encima. El coronavirus apaga la producción personal, la vida cotidiana ya no es el escenario donde paseábamos radiantes. Abandonamos mucho del pudor, la impostura: no está nada mal parecernos ante los demás a nosotros mismos.

Claro, en una primera etapa todos los Zooms eran con fondos de librero con decenas de tomos, pero ante la presión social de “man, ya sabemos que eres un grandísimo lector” o la sospecha de que sólo se trataba de una estructura de triplay comprada en Mercado Libre con una gran foto pegada de una biblioteca (busque en Google “Display fondo librería para videollamadas”), se abandona ese deseo vehemente de que el mundo sepa que somos cultísimos.Y entonces pasamos al otro extremo: por más que no queramos, el Zoom mete en casa las narices del mundo, que atestiguan y olfatean trozos de nuestras intimidades. Yo mismo, ante lo alicaído de mi escenario con closet blanco, jarabe del Dr. Simi y ventilador de Chedraui, esta semana saqué de la sala un interesante cuadro pintado por mi madre santa en 1965 y lo mudé a mi cuarto, frente a mi computadora de escritorio, para que el mundo sepa cuánto valoro el arte, sobre todo el de la mujer que me dio la vida. Cuando nos conectemos en Zoom lo puedes apreciar colgado justo arriba de mis almohadas, también celestes, para que armonicen con mis bellas cortinas azules, translúcidas y satinadas. EP

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