En Libros les traemos fragmentos de publicaciones elegidas por los editores de Este País. Perder el Nobel, publicado por la editorial Gris Tormenta, es el primer título de la colección Editor, memorias y ensayos sobre los múltiples oficios de la edición: creación, composición, traducción, crítica y filosofía literaria. Se trata de un ensayo en el que Laura Esther Wolfson narra una historia sobre el oficio de la traducción, la fuerza de la literatura rusa y el significado de la pérdida. A lo largo de varias décadas, Wolfson se ha distinguido como intérprete y traductora del ruso y francés al inglés. En uno de sus trabajos fue intérprete de la escritora bielorrusa Svetlana Alexiévich (Premio Nobel de Literatura 2015). Esa experiencia, y un acercamiento a la traducción de sus textos, fue el punto de inicio del ensayo, uno de los ganadores del Notting Hill Editions Essay Prize 2017, el premio de no ficción más generoso del mundo que reconoce la originalidad y el estilo literario.
En Libros les traemos fragmentos de publicaciones elegidas por los editores de Este País. Perder el Nobel, publicado por la editorial Gris Tormenta, es el primer título de la colección Editor, memorias y ensayos sobre los múltiples oficios de la edición: creación, composición, traducción, crítica y filosofía literaria. Se trata de un ensayo en el que Laura Esther Wolfson narra una historia sobre el oficio de la traducción, la fuerza de la literatura rusa y el significado de la pérdida. A lo largo de varias décadas, Wolfson se ha distinguido como intérprete y traductora del ruso y francés al inglés. En uno de sus trabajos fue intérprete de la escritora bielorrusa Svetlana Alexiévich (Premio Nobel de Literatura 2015). Esa experiencia, y un acercamiento a la traducción de sus textos, fue el punto de inicio del ensayo, uno de los ganadores del Notting Hill Editions Essay Prize 2017, el premio de no ficción más generoso del mundo que reconoce la originalidad y el estilo literario.
[Una] editorial boutique del centro del país me
envió extractos de dos libros de Svetlana [Alexiévich] aún inéditos en inglés y
me pidieron que tradujera algunas páginas a modo de muestra. Como es lógico,
querían ver mi trabajo antes de firmar un contrato conmigo, y yo también
necesitaba saber si podía habitar esos libros todos los días, de forma íntima y
satisfactoria, durante los años que me llevaría completar el trabajo.
Una noche,
poco después de que me llegaran las páginas, me esforcé en subir las escaleras del
metro y, como de costumbre, me detuve en la parte superior para jadear un rato,
luego me dirigí lentamente a casa a través de la oscuridad invernal haciendo
pausas a menudo para forzar la entrada y salida de aire en mis fríos y rígidos
pulmones. Después de cenar me senté delante del ordenador para enfrentarme a un
pasaje sobre las mujeres soviéticas que habían presenciado los combates en la
Segunda Guerra Mundial.
Inmediatamente
me vi transportada al frente bélico.
Una
enfermera evacuaba a rastras a dos soldados heridos desde el campo de batalla
mientras las balas silbaban sobre sus cabezas en la negra noche. A uno de ellos
lo condujo hacia la tienda de campaña de la enfermería, lo dejó en el suelo y
regresó en busca del otro. Cuando la luna salió de atrás de una nube, vio que
uno de los hombres llevaba un uniforme alemán. Aun así, lo llevó a un lugar
seguro y le curó las heridas.
—Atendimos a
los enemigos heridos. Nosotros, los soviéticos, lo hicimos —le dijo a Svetlana
con un modesto orgullo.
Un hombre rememoraba
su experiencia en la ocupación soviética de Alemania al final de la guerra. «A
veces había diez soldados de los nuestros para una chica alemana —dijo—. Diez
hombres, una chica», repetía con incredulidad. «Yo era un buen chico, de
familia culta. Hasta la fecha sigo sin entenderlo: ¿cómo pude hacerlo?» Hizo
una pausa. «Nunca, jamás hablamos con las chicas de nuestra unidad sobre lo que
hicimos. Oh, no. Ellas eran nuestras camaradas.»
Una joven
regresó a casa cuando terminaron los combates. Al amanecer, mientras todos los
demás en la casa estaban durmiendo, su madre la zarandeó para despertarla.
—Todo el
pueblo sabe dónde has estado —dijo la madre—. La gente sabe lo que las chicas
soldado hacían en las trincheras con los hombres de allí. ¿Cómo encontrarán
marido tus hermanas si te quedas aquí, con nosotros?
Le entregó
un bulto y un trozo de pan envuelto en papel de periódico.
—Hija mía
—dijo—, debes irte y no volver nunca más. Ahora, vete.
Dilapidé
horas en esos breves párrafos. Las palabras eran sencillas; los diccionarios
seguían cerrados. Pero cada sección tenía su propia voz; cada pocas páginas
aparecía un nuevo orador, con un nuevo idiolecto. Cada pequeño segmento tenía
que sonar perfectamente.
Mientras
traducía, reflexionaba sobre los cambios en los contornos de mis días. Todo lo
que importaba —mi labor como escritora, a la que me dedicaba con la mayor
seriedad; la infinidad de detalles en la gestión de una enfermedad crónica, en
sí misma un segundo trabajo— tenía que encajarlo en unas pocas horas a la
semana. Cuando trabajaba por cuenta propia, sin preocupaciones (y prácticamente
en la miseria), habría podido traducir a Svetlana con luz de día. Ahora ella
también tenía que quedar relegada a después del horario de trabajo.
Terminé las
páginas y las dejé a un lado. Cuando volví a ellas unos días más tarde, me
sentí desconcertada: ¿Qué le había hecho a Svetlana? Todo en mi interpretación
era correcto, pero nada estaba bien. Una vez más me sorprendió lo difícil que
es encontrar equivalencias entre el ruso y el inglés. Muchas frases rusas
carecen de un sujeto gramatical reconocible. ¿Quién está realizando la acción?
Eso tiene sentido en el mundo de habla rusa, donde las fuerzas impersonales han
dominado desde tiempos inmemoriales, decidiendo destinos y disponiendo con
impunidad de seres pequeños e impotentes.
En inglés,
eso genera lagunas incomprensibles. Pero si el sujeto no se precisaba en el
texto original, ¿quién era yo para nombrarlo en mi traducción? En ruso, todo el
mundo entendía quién estaba haciendo qué. Abundaban las pistas; las conexiones
sin especificar estaban inexplicablemente claras. Pero lo que en ruso se leía
como convincente y meramente elíptico, en inglés se convertía en un montón de
cosas insustanciales e incongruentes. En ruso, había un hondo y estrecho pozo
de significado en ese pequeño espacio blanco que hay entre el punto final al
término de una oración y la letra mayúscula con que se iniciaba la siguiente.
Podría caerme en uno de esos pozos y no volver a salir nunca.
Rechacé el proyecto alegando problemas de salud. EP
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